Allí están seis mil soldados
en formación de lucha presididos por los arqueros y once
columnas de soldados de infantería. Son los batallones,
los escuadrones, la formación que soñó el Emperador. Cada
uno de esos soldados tiene una cara distinta, como si la
imaginación desbordada hubiese sido capaz de imitar a la
naturaleza y adelantarse a verificar las ramas de los
códigos genéticos o como si se hubiesen puesto de la
realidad los soldados de carne y hueso para copiarlos en
barro.
Con ballestas se protegía el sueño eterno. Quienes
pusieron sus manos sobre los soldados de barro fueron
enterrados junto al Emperador. Los acompañantes del
Emperador suelen ser enterrados junto al Emperador y
quienes cumplen sus órdenes de moldear en barro son
enterrados junto a su Emperador. Espadas, lanzas, arcos y
flechas de bronce para proteger al Emperador que muerto
estaba y enterrado andaba. Los soldados de barro estaban
colocados sobre pedestales y los carros blindados hechos
de madera cuidaban los límites de la autonomía del
Emperador.
El Emperador construyó su palacio –hoy lo llamaríamos
refugio- debajo del Monte Li en la provincia de Shansi.
Cada soldado de barro que cuidaba al Emperador tenía las
piernas macizas, el torso hueco y las manos y los pies,
cocidas por separado, fueron unidos a los cuerpos con
finas tiras de barro, que es como decir que las manos y
los pies fueron unidos al cuerpo del Emperador. Al parecer
las cabezas estaban blindadas contra cualquier ingerencia
extraña que los hiciese mover de su misión de cuidar al
enterrado Emperador. Sólo se sabe que tenían agujetas
rojas para sostener sus botas de soldados de barro que
protegían al Emperador.
Los soldados de barro custodiaban el camino al infierno.
Eran más de siete mil los soldados de barro que cuidaban
al Emperador. El Emperador iba para los catorce años
cuando se hizo líder de la dinastía. El Emperador se hizo
famoso por su habilidad para sobornar y destruir a la
oposición. En Atizan hizo inscribir: “He reunido todo el
mundo por vez primera”.
El Emperador le cambió el nombre a todo, a los caminos, a
los vestidos coloreados, a las opiniones, a los parques y
hasta a los idiomas. El Emperador necesitaba
constantemente dar prueba de su poder y para ello ordenó
quemar los libros e hizo diseñar una biblioteca donde sólo
se contara de la historia lo que a él fuese conveniente.
No satisfecho, ordenó la construcción de una Gran Muralla,
pero el Emperador quería la inmortalidad y decidió la
construcción de un ejército de soldados de barro.
El Emperador miró hacia atrás y adelante, y como su poder
era indefinido, calculó que en 36 años estaría listo su
ejército de soldados de barro y para ello empleó 700 mil
artesanos –hoy los llamaríamos militantes- y así pudo
proteger su mausoleo. El historiador Sima Qian dijo que
allí había ríos de mercurio y que las ballestas se
disparaban automáticamente desde las ruedas para matar a
cualquier comentarista entrometido que se atreviese a
utilizar mecanismos que no fuesen de barro.
El Emperador se llamaba Qin Shi Huang y sus Soldados de
Terracota peregrinan hoy los museos, de ellos se hacen
falsas copias y dentro de su perfección marcial siguen
siendo de barro y sólo haber estado enterrados les ha
permitido ser desenterrados.
Los soldados de barro son anónimos. Dentro de la
perfección de sus rasgos, dentro de su papel definido de
cuidar en el después, los soldados de barro no recibieron
un nombre. Recibieron rasgos, pero nadie puede saber hoy
como se llamaba cada uno, ni siquiera el rango que tenían,
ni siquiera si habían sido ascendidos por las agujetas
rojas colocadas en sus pies.
Qin Shi Huang cumplió su deseo de tener un ejército de
soldados de barro. Si un campesino chino no los hubiese
descubierto por casualidad los soldados de barro estarían
aún en la ignominia del desconocimiento de los hombres que
hoy asisten a verlos, a mirarlos, a escudriñar aquel
ejército de fantasmas de barro. Quizás el campesino chino
araba con un instrumento rudimentario tirado por bueyes,
quizás hurgaba con las manos de carne y hueso en la dura
tierra con un sueño impelido por el sol de conseguir una
salida, una solución, de hacerse protagonista de un
momento estelar. El campesino chino que descubrió los
soldados de barro no sabía, porque este vino después, de
un general romano llamado Cincinatto que araba en los
largos predios del Lazio y tomaba el poder para salvar a
Roma y lo devolvía con tanta prontitud que los padres de
la nación norteamericana lo tomaron como modelo y en su
honor bautizaron la ciudad llama Cincinnati, con la
derivación “i” con que se hace el plural italiano, para
decir que aquel general no comandaba soldados de barro,
sino que era el desprendimiento del poder, el sentido del
deber cumplido y el abandono de las opulencias del mando y
que, por lo tanto, merecía que hubiesen muchos Cincinattos
(Cincinatti), que no se dedicaran a hacerse de un ejército
de soldados de barro.
Los de Cincinatto eran de carne y hueso, los oficiales
medios, los curtidos combatientes de las Legiones, los que
se reían del odio que los generales tenían a Cincinatto
por su desprendimiento. Los Soldados de Terracota de Qin
Shi Huang jamás combatieron, a no ser ahora con los
copistas que hacen reproducciones para llenar sus museos
de imitaciones y falsedades. No mezclo el pasado imperial
chino con las hazañas de un comandante romano. Son
historias separadas, pero hoy el barro y la dignidad salen
a mi memoria por caprichos de escritor empecinado.
teodulolopezm@yahoo.com