Los elementos que se acumulan
en un sumario político no desaparecen, más bien establecen
vinculaciones entre ellos como si una correa trasmisora
imitara los procesos biológicos. Nada de lo que ha
sucedido ha sido absorbido inocuamente. Todo toma su
tiempo, desde la formación de una estructura endurecida
hasta la aparición de la fiebre como manifestación de
enfermedad.
Este país ha crecido desmesuradamente sin que se tomaran
precauciones en ningún campo para atender a los nuevos
requerimientos. La vialidad está colapsada, la asistencia
hospitalaria igual, la prestación de servicios elementales
como el de la basura igual. Nadie ha planificado, por
ejemplo, el crecimiento urbano y a cualquier parte de este
país que uno vaya no encuentra otra cosa que caos.
Hechos políticos más desidia en la ausencia de
planificación conforman este cuadro que bien podríamos
llamar la Venezuela caótica. La Venezuela caótica es un
cuerpo enfermo y tras la apariencia de normalidad,
prefabricada incluso por quienes se refugian en los
límites de sus propios intereses, yace una enfermedad que
nadie diagnostica y muchos menos somete a tratamiento.
La enfermedad se ha ido desarrollando de manera lenta,
acelerada por momentos por acciones concretas de parte del
gobierno, acciones que, en alguna ocasión, califiqué como
una sucesión ininterrumpida de pequeños golpes de Estado.
Mirar el país como una totalidad es un ejercicio de
pensamiento ausente. Pocos se dedican, aquí y allá, a
determinar algunos síntomas o a señalar algunas
ulceraciones. El cuerpo social revienta en múltiples
protestas, aisladas las unas de las otras, que son
aplacadas como casos puntuales, como si en el fondo no
tuvieran relación entre sí.
La respuesta que se encuentra frente a tantas muestras
sintomáticas es la del mito consolatorio. El llamado al
optimismo, a la fe, a la convicción de que se hace lo
posible, es una especie de rosario cantado por quienes
carecen, en primer lugar, de visión lo suficientemente
profunda y, en segundo lugar, de capacidad para
diagnosticar y responder ante un país al que no entienden
y ante el cual se comportan como si la transformación
hacia la enfermedad no existiese y ante el cual son
absolutamente ineptos para introducirse con un monitoreo
agudo y efectivo.
Las células de este cuerpo comienzan, así, a tomar el
comportamiento que la enfermedad les impone. La hinchazón
de este cuerpo es ignorada y los tristes protagonistas de
estos sucesos llamados historia presente que vivimos
brillan por su ausencia en utilizar el proceso electoral
que tenemos delante para centrarse en los elementos que
podrían descongestionar las tupidas vías respiratorias de
la república.
Nada pasa en vano. La desmemoria colectiva no es
suficiente para incluir en la nada la cadena de hechos que
vivimos y estamos viviendo. Vamos, por lo tanto, hacia las
consecuencias. Cualquier estudioso de los procesos
sociales que no estuviese imbuido por los hechos políticos
contingentes y lograse mirar un poco más allá, tendría que
concluir que la metástasis está cerca. Hay un ingrediente
tranquilizante, una pastilla para los nervios llamada
elecciones regionales, un aplacamiento del dolor de cabeza
que siempre se produce ante el llamado a las urnas
electorales, pero se olvida que el efecto de los químicos
es limitado en el tiempo y que cuando pasa reaparecen los
dolores de manera ilimitada. Se olvida, por ejemplo, que
el “Caracazo” se produjo pocas semanas después de unas
elecciones donde se había producido un cambio de poder tal
como se producía en esa época y que el cuerpo social
enfermo no concedió ningún tiempo al nuevo gobierno para
enfrentar los males.
Hemos estado viviendo durante una década una ruptura
vertical entre partidarios y adversarios del gobierno.
Esta ruptura bien podría ser sustituida por una
horizontal, una que no distinguiría entre partidarios y
adversarios, una que quedaría superada por un retorno a
una identidad reconstruida sobre los intereses comunes. El
elemento determinante bien puede localizarse en la
ineptitud obvia de los dirigentes de ambos bandos.
Escuchar a los dirigentes del partido oficialista, a los
altos funcionarios del gobierno o a quienes ejercen como
sus voceros extraoficiales en los medios de comunicación
del Estado transformados en apéndices radioeléctricos de
una secta, conlleva a concluir que los preside una
ignorancia patética. No saben gobernar, no saben dirigir,
dependen exclusivamente de la voz del caudillo que dicta
dicterios (cacofonía intencional de mi parte), hasta
llegar a una especie de ingenuidad patética resultante de
una incapacidad abisal. Al mismo tiempo se escucha a los
dirigentes opositores (más grave aún, se les ve) en una
absoluta incoherencia que no tiene nada que ver con unidad
o no unidad, que tiene que ver con una mediocridad
rampante, con una incultura profunda, con una separación
radical del tiempo que vivimos, con una ausencia total de
pensamiento, inmersos en una manera de actuar que no tiene
parentesco ninguno con una idea ni con una visión de la
nación que todavía conformamos.
El país está en malas manos y el país se está dando
cuenta. Y el país no va a distinguir entre quienes están
con una fractura vertical que todos los estudios indican
cansa ya hasta la obstinación. Ahora el conflicto conyugal
se traslada a otro escenario, a la de un país conjugado
abajo que mirará hacia arriba y dirá que el marido no le
sirve y el marido se llama dirigentes, de todos los signos
y colores. Eso después de que pase la inyección calmante
del proceso electoral. Como siempre habrá variantes, y el
perdedor claro -si lo hay- sufrirá primero las
consecuencias, pero las consecuencias de uno llegarán
hasta el otro. Si la cosa se reduce en cuanto a impacto
real la metástasis se apoderará de ambos. El reventón
podrá transformarse en brote anárquico y ante este cuadro
de república enferma donde no es posible tomar previsiones
es bastante probable que ello sea lo que suceda. Si es
así, entonces sí que viviremos una revolución.
teodulolopezm@yahoo.com