El
deseo de robarle el título a Ramón Díaz Sánchez fue lo
primero que me vino a la mente después de aquella
conversación con Jóvito Villalba. Le había propuesto
escribir su biografía y le había dicho las condiciones.
“Grabaremos todas las horas de conversación que hagan
falta, consultaré sólo lo que me interese, tengo libertad
plena de interpretar los hechos, no acepto modificaciones
ni sugerencias que vayan sobre mis criterios y opiniones
referentes a los episodios históricos que abordemos”. La
respuesta de Villalba fue tajante: “Maestro, de acuerdo”.
Villalba me manifestaba así su confianza. En buena medida
me había adoptado. Yo no era militante de su partido,
nuestra amistad había surgido de las circunstancias de la
política venezolana. No recuerdo donde y cuando lo conocí,
pero ciertamente nos comprendíamos a punta de
inteligencia. Trataba de procurarme un grabador y
suficientes cintas para lo que me esperaba serían sesiones
maratónicas, cuando recibí una llamada suya “ordenándome”
(esa era su tono cariñoso) que me presentara en la casa de
su partido en San Martín para la celebración de un
cumpleaños más. “Viene el presidente Herrera y tienes que
estar allí”. Allí estuve y me perdí de escribir un libro
memorable, de lo cual todavía me arrepiento. El querido
Luis me reclamó que estuviese en Caracas pues según él ya
debería estar en Lisboa. Con mi habitual malacrianza de
aquellos años le respondí que aprendiera que las órdenes
presidenciales no se cumplían y que hasta el momento no
había recibido nombramiento ni pasaporte ni viáticos para
marcharme a la capital de Portugal. No pasaron cuatro
horas sin que todo estuviera listo, pero fue la última vez
que vi a Villalba y se desvanecieron las oportunidades de
meterme en la biografía de uno de los más grandes hombres
del siglo XX venezolano.
Confieso que Jóvito Villalba ha sido uno de los hombres
más inteligentes que jamás he tenido enfrente. Su talento
no tenía límites y su capacidad perceptiva sobre el
devenir político venezolano era simplemente
extraordinaria, pero tenía –al mismo tiempo- un “defecto”
gravísimo: siempre andaba adelantado, siempre estaba
varios años delante del momento que le tocaba vivir.
Semejante divorcio entre la realidad del momento y lo que
visualizaba lo condujo a ser –a la manera del título de
Díaz Sánchez- elipse de una ambición de poder.
Conversé con Jóvito Villalba muchas horas. De sus labios
escuché vivamente narrados muchos episodios. Le escuché de
la lucha contra Gómez, de los años con grillos en el
Castillo de Puerto Cabello, de su liderazgo estudiantil,
del primer exilio, de la anécdota de su regreso de
Trinidad, de su enfrentamiento con López Contreras, de sus
desavenencias con Rómulo Betancourt y –en la historia que
nos tocó vivir- de las reuniones con Caldera y Betancourt,
del absolutamente necesario pacto de Punto Fijo –satanizado
en intento por este régimen presente-, del rompimiento con
ese gobierno cuando Ignacio Luis Arcaya se niega a la
condena contra Cuba, de Alirio Ugarte Pelayo, de sus
participaciones en varios gobiernos democráticos. Sí, tuve
la suerte de haber paseado por la historia venezolana de
mano de uno de sus protagonistas esenciales que, por
fortuna del destino, me dio su afecto.
No obstante, si bien aquellas conversaciones no fueron
mero recuento anecdótico, sino profundas enseñanzas sobre
el comportamiento de la política y de lo político, lo que
siempre me intrigó era esa relación amor-rechazo de
Villalba con el poder. En varias ocasiones lo tuvo
enfrente, sólo tenía que cruzar la calle, pero nunca lo
hizo. Nunca se trató de una decisión personal, más bien de
un mecanismo internalizado en su psicología. Terminó
obteniéndolo a través de personas interpuestas que fueron
ministros en diversos gabinetes –y que no siempre se
comportaron a la altura- pero que eran simples
delegatarios, beneficiarios de otro temor que siempre le
asaltaba: la posibilidad de derruirse, de ser echado del
juego, de verse quizás humillado por una reducción en el
drama histórico. Villalba quería sobrevivir, mantenerse, y
eso quizás explica muchos de sus comportamientos.
Recuerdo aquellos años donde se le acusaba con la palabra
en boga, “camburero”, a él, uno de los protagonistas
fundamentales de un siglo nuestro, uno de los creadores de
la moderna democracia en Venezuela, uno de los hombres del
que los habitantes de este país tenemos que sentirnos
orgullosos. Es, pues, en su psicología, donde debemos ir a
buscar que este magnífico líder jamás tuviese el poder. Si
lo hubiese tenido, si hubiese sido presidente, se hubiere
producido el choque inevitable entre un país y un
conductor donde existía un abismo de al menos 20 años.
Quizás podamos hacer trabajo ucrónico imaginándonos a ese
Jefe de Estado implementando las reformas institucionales
y los trastoques de conducta política que se le venían a
la mente como cataratas desbordadas de una inteligencia
irreductible.
Por allá por los años 80 me llamó Villalba para ordenarme
que estuviese listo pues partíamos hacia Punto Fijo. Me
explicó que iniciaba un peregrinaje por todo el país para
exponer la necesidad urgente de una reforma del Estado.
“Esto no aguanta más – me dijo- o reformamos en
profundidad o la democracia perecerá y tendremos un
rebrote decimonónico en la bota de un caudillo militar”.
Exactamente 19 años después eso sucedió. Para mi sorpresa
dijo que hablaríamos él y yo. De manera que produje un
discurso sobre la reforma del Estado. Al fin y al cabo
durante el largo viaje por tierra me había explicado todas
sus ideas. “Ahora hablaremos en el Colegio de Abogados de
Maracaibo”, ordenó con su voz chillona, la misma que sabia
modular a la perfección cuando se paraba en una tribuna y
se convertía en el más estupendo orador que jamás haya
escuchado este cronista.
A Villalba nunca se le hizo caso. Recuerdo ahora su
advertencia famosa, “aquí va a pasar algo”, hasta que se
produjo el desbordamiento del Caracazo. Si en aquellos
años más que crear instituciones para estudiar las
reformas se hubiesen implementado otra sería nuestra
historia presente. Villalba, en el fondo, me demostró que
la inteligencia es un obstáculo a la hora de la política,
quiero decir una desbordada como la suya, pues lo primero
que debe aprenderse cuando se tiene una de tal magnitud es
a domeñarla y mucho me temo que Jóvito no lo logró.
Ahora se cumple el centenario del nacimiento de este
singular tribuno, de este constructor de democracia, de
este insólito líder que nuestro país fue capaz de poner
sobre el escenario histórico. Más que un juicio de valor
sobre su personalidad –controversial, polémica, a ratos
inexplicable- prefiero limitarme a darle las gracias por
su afecto, por las lecciones que me dio sobre el
comportamiento político de los hombres y sobre el
entendimiento que sembró en mí sobre un sinnúmero de
episodios de nuestra historia. Cien años de Jóvito
Villalba, protagonista elíptico de una ambición de poder.
Ya es hora de que se le haga justicia.
tlopezmelendez@cantv.net