Este
país se ha convertido en un pantano de la risa. Esto es
una desvergüenza. La absoluta caída de la vida pública en
el charco es evidente y patética. Las cosas que se dicen
superan la impudicia para hundirse en el tremedal del más
absoluto desprecio por la gente. Cualquier cosa, cualquier
barbaridad, cualquier despropósito es lanzado ante la
opinión pública con un desparpajo propio de la ignorancia
y de la desfachatez.
Lo que tenemos que oír a diario raya con lo obsceno, con
lo inaudito, con la barbarie. La vida pública de Venezuela
equivale a la pérdida total de la sindéresis, del
equilibrio, de la decencia. Se dicen las tropelías más
insólitas como si el país fuese una jaula de monos. El
irrespeto por la población ha llegado a proporciones
canivalescas. En Venezuela se disolvieron los límites, ya
cualquier cosa es posible, cualquier descabellada
declaración es pronunciable, cualquier barbaridad se puede
proferir para tejer un debate insustancial, maníaco,
deprimente.
Aquí no circulan ideas, sólo escupitajos. El país ha sido
convertido en una caja de resonancia de lo insólito. Es
imposible entretejer un debate sobre los destinos
nacionales. Aquí no hay espacio para la serenidad y lo
profundo, aquí sólo hay espacio para la denuncia
temeraria, para la payasada grandilocuente, para el
desarme total de todo resquicio de ética. Han devaluado la
vida pública, han enlodado la palabra hasta hacerla perder
cualquier efecto, han convertido al país en el reino de lo
desvalorizado, han convertido el necesario debate de lo
público en una vulgaridad paralizante.
Las palabras que se elevan son sepultadas por el diario
alud de la incongruencia. Las palabras que tratan de subir
son arrolladas por un tsunami de estiércol. Cualquier
esfuerzo por discurrir sobre el porvenir de la nación
recibe a diario las camionadas de incongruencias que se
lanzan envueltas en el papel de sonoras declaraciones
peripatéticas y enloquecidas.
Aquí se puede decir cualquier cosa, se puede proferir
cualquier mentira, se puede distorsionar a voluntad, se
puede declarar lo que sea. Ya no importa, conceptos como
los de verdad y decencia han sido cremados en el horno del
despojo absoluto de todo raciocinio. Todo se enloda con
meticulosa periodicidad. Las declaraciones sensatas, los
análisis medulares, los intentos por plantear lo que
interesa, todo es lanzado a los depósitos de basura porque
lo que importa es la última locura proferida por algún
asomado que se inventa lo que le de la gana.
Decir que el país se ha convertido en una carpa de circo
sería exagerar. En el circo hay disciplina, esfuerzo y
organización, y hasta el arte del payaso merece todo
respeto. Esto no es un circo, esto es una devaluación
total donde no queda un principio en pie. Los actores que
visualizamos provocan risa. Y cuando hablan no salimos de
nuestro asombro. Y cuando escriben nos sumen en el mareo
de lo peripatético. Y cuando actúan nos parece vivir en un
asombroso mundo creado por una mente fantasiosa que bien
podríamos llamar de ridículo-ficción.
Aquí se juega con todos los valores, inclusive con los de
la vida. El talento que el país tiene guarda silencio y
duerme. Ese talento no tiene conexiones con lo que
llamaremos lo propiamente político. Pedir que nos
calláramos y dejásemos todo en manos de los humoristas
sería una ofensa a los humoristas que son gente muy seria.
En nuestra vida pública cotidiana no hay humor (de ningún
color), no hay ironía (porque para ejercerla se requiere
inteligencia), no hay sarcasmo (porque para tenerlo se
requieren reservas). Aquí lo que hay en nuestra vida
pública es podredumbre, degeneración y atosigamiento de
imbecilidades.
Hasta los fabricantes de guerra sucia y de cortinas de
humo dan muestra de retardo mental. Hasta para ejercer
estas dos actividades se requiere un mínimo de sapiencia,
da talento, de imaginación. Hasta los manipuladores de
opinión enseñan un peligroso desequilibrio. Nuestra vida
pública se ha desleído, se ha deshilachado, se ha
despintado; es apenas un trapo sucio que los vientos
anárquicos lanzan de tierral en tierral, de charco en
charco, de detritus en detritus.
Esto no puede llamarse mediocridad porque esta palabra
implica calidad media o tirando a malo. Cualquier
observación inteligente que profiere un dirigente
razonable es de inmediato desoída porque ya los oídos
están habituados solamente al pichaque. La carga diaria de
sandeces, de estupideces, de majaderías es abrumadora,
paralizante, estrujadora.
Hay que alzarse por encima del charco, hay que rescatar el
lenguaje, hay que hacer reaparecer la seriedad, hay que
hacer que la dignidad se repatrie, hay que hacer todo de
nuevo, porque los venezolanos no hacemos otra cosa que
comenzar y recomenzar, siempre, como en un castigo bíblico
deformado, como en una maldición de algún desalmado y
caricaturesco profeta. Esto que llamamos país está en el
charco. Sacarlo de allí será una tarea sólo emprendible
para el que se deje de demagogia y diga la verdad:
reconstruirlo nos va a costar sangre, sudor y lágrimas.
tlopezmelendez@cantv.net