Los
venezolanos no han aprendido que la única vida no es la
personal, que conforman un entramado más amplio que se
denomina cuerpo social. Este otro cuerpo tiene también
vida y hay que cuidarlo como al primero. De allí que
frente a nuestros ojos miopes haya crecido una población,
mayormente en la marginalidad, sin educación ni cultura,
una masa harta de su condición que produjo el sacudón
político que padecemos.
La historia personal de vida es percibida como un conjunto
de sucesos sobre los cuales hemos ejercido nuestro poder y
sobre el cual seres individuales han también ejercido la
suya, sin que admitamos que el organismo social ha sido
determinante en lo que acostumbramos a llamar nuestra
propia historia.
Ese cuerpo social fue desatendido, creció frente a
nuestros ojos como si se ocultara imperceptiblemente de
nuestra cotidianeidad egocéntrica. Puede haber habido
caridad, solidaridad cristiana y hasta algún plan
empresarial para atenderlo, pero nunca existió una
concepción global, y menos un movimiento in avanti, para
procurar una acción propiamente política de búsqueda de la
justicia.
La señora que colocó el cartelón, ante la manifestación
estudiantil, pidiendo la expulsión del país de todos los
extranjeros, es un producto de la desidia nacional. Esa
señora no entiende nada de nada, ni de historia, ni de
emigraciones, ni de asimilación poblacional ni de
interenlaces culturales. No tuvo escuela y menos maestros.
El odio no surge así sólo por la bocaza desatada de un
caudillo militarista; es a la inversa: el caudillo tiene
audiencia y partidarios porque la sociedad venezolana no
hizo lo que tenía que hacer, ni directamente ni a través
de sus gobernantes de turno.
Esta república miope reproduce el pasado caudillista no
porque sea válida alguna teoría determinista de la
historia sino porque es una especie de pararrayos que
atrae las fábulas convertidas en historia. Esta república
miope ha vivido permanentemente en una distorsión que se
convierte en engendros. Cuando la realidad reconvertida de
nuestro propio imaginario y desde nuestra psicología
particular nos abruma, o nos encogemos de hombros o
corremos a reconquistar la fantasía. Otra cosa que
fantasía no eran las manifestaciones de la clase media con
sus combos y sus gritos de “se va, se va”, una especie de
paseos colectivos donde destacaban las mujeres bellas con
sus ombligos al aire, tal como en la colonia se iba a
pasear con trajes largos y paraguas a las haciendas
vecinas cercanas a Caracas.
De allí viene el odio de esa clase media en buena parte
convertida en extrema derecha sifrina y que sólo se nutre
de los columnistas que insultan y que eyaculan poniendo en
los foros de las páginas web “350 ya” o “todos a la calle
inmediatamente”. Esto es, la profunda incultura política,
y general, de una población sin fundamentos, fabrica la
distorsión de la mirada, lo que aquí estoy llamando la
miopía de la república.
La generalidad no sabe como viven los marginales, como es
la pobreza, como es el combate diario con la vida. La
generalidad no sabe como funciona un parlamento, o como se
procesa en una Fiscalía general de la República. Lo que
quiero decir es que desconoce el funcionamiento de las
instituciones políticas. Produce un rechazo hacia los
partidos políticos y jamás, hasta que se produjo el
sacudón, había reclamado a esas partidocracias podridas su
comportamiento altanero y su uso indiscriminado para la
explotación de los votos que les regalaban. Mucho menos se
planteó jamás incidir en la vida pública, mirar a su país
como un todo, perdida la noción de que no nos basta el
propio cuerpo como protector envolvente y que el protector
envolvente mayor es el cuerpo social al que pertenecemos.
Una república miope de este tipo sólo se organiza bajo el
poder de la dádiva, del regalo oficial, de la compra
disimulada o no de las conciencias. Si se señalaba con
sorna que los partidos de la era pasada regalaban tapas de
cinc ahora ven la sofisticación de un Estado manirroto que
regala engañadamente. Esto es, carecemos de experiencia de
organización social sobre las bases de la moralidad y del
sentido colectivo, carecemos porque los partidos que
tuvimos comenzaron por montarse sobre una ideología para
terminar convirtiéndose en simples buscadores de poder y
en agencias de corrupción. Nuestro absoluto
desconocimiento de cómo funcionan las sociedades –ni
siquiera como funcionan las tribus sociales que aparecen
como nuevo fenómeno- nos conduce a la queja improductiva,
al lloriqueo imperdonable. Ahí están los partidos, los
viejos y los nuevos, comportándose como siempre, con las
viejas prácticas y los mismos procedimientos, para obtener
como respuesta o la solicitud de paciencia o la
ratificación de que así es la enfermedad y es incurable.
Así terminamos siempre como terminamos, desgarrándonos.
Hay que comenzar por la comprensión de la realidad, echar
a la basura los extremismos (los nuestros, porque así
caerán los de los otros), desechar por inútiles los
escapismos, olvidarnos de que la pantalla de televisión
nos concede las respuestas, meternos en la cabeza que los
cambios siempre son posibles si terminamos de entender que
son producto de decisiones individuales y colectivas.
Debemos conciencisarnos que el país se nos ha ido de las
manos sólo momentáneamente y que el futuro será diferente,
por nuestra decisión y por nuestra voluntad. La república
miope tiene por costumbre sólo pegar el grito de hambre de
los recién nacidos en lugar de fabricar como adultos
nuestro propio alimento espiritual y político. Eso de que
somos una nación joven es una gran mentira. Tenemos más de
500 años y para nada entra que tengamos un alto porcentaje
de población joven. Esa manida frase de que nuestros
jóvenes son el futuro es una grandísima mentira. Lo mismo
escuchaba yo cuando era joven y heme aquí inmerso, como
todos los lectores, en esta realidad. La única verdad es
que el futuro nos alcanzó y nos sobrepasó. Las frases
consolatorias no sirven de nada.
Aquí se trata de percibir la realidad de nuestro presente
y lanzar el lastre y aprender de nuevo el arte de la
navegación en alta mar. Pareciera que la república, además
de miope, no supiera mirar sino por huecos en las paredes.
Hay que darle mandarriazos a las paredes para abrir
ventanas y así nos despojaremos de las gríngolas y no
necesitaríamos anteojos trifásicos ni iluminados que nos
vengan a decir para donde debemos caminar con nuestro
bastón o con nuestras muletas porque ya las habríamos
lanzado al fardo de cosas inútiles.
La república miope necesita enderezarse y eso es posible.
El futuro existe si sabemos verlo, buscarlo y consolidarlo
por encima de la cantidad de miopes que nos echan a perder
cada día con una perseverancia que debemos quebrar.
tlopezmelendez@cantv.net