Se
oye en la esquina donde los vecinos se amontonan a
rumiar, se oye en la panadería, en el supermercado, se
oye por todas partes. Se lee en algunos articulistas
lúcidos y hasta en los editoriales perspicaces de
algunos diarios. Es un sonido sostenido: nos están
destruyendo y no hacemos nada, nos están imponiendo la
reforma aunque dijimos “No”, somos una nación inerme.
Los columnistas sagaces lo reflejan en sus artículos,
dicen de electoralismo desatado y de olvido del país. Me
siento en la cafetería de mi urbanización y un muchacho
cortésmente da los buenos días y me entrega un volante
convocando a un foro sobre la imposición curricular y un
auto con parlante reitera la invitación. Me digo que ese
es el trabajo, el de la
concientización sin aspavientos, sólo que al leer
el volante y al prestar atención a lo que dice la unidad
móvil me entero de que la movilización es para oponerse
al “currículum bolivariano”. ¿”Currículum bolivariano” o
asunción de la terminología manipuladora del adversario
impositor?
La vecina me lo reitera, la
llamada telefónica del interior que encuentro en la
grabadora me lo repite, el motorizado que me trae el
sobre me pone el tema. Es una voz unánime de queja que
no encuentra materialización, que no se refleja en
liderazgo, que se pierde en la candidata a alcaldesa que
suelta lenguaradas. Por primera vez en mucho tiempo
percibo un sentimiento rayano a la unanimidad en la
población. La gente está asistiendo desesperada a la
creación de reservas militares, a las amenazas
educativas, a la expropiación de fincas, a la
estatización de empresas, a la violencia creciente en
las calles, a todo esto, a este clima, a esta pérdida
constante e indetenible de calidad de vida. Se queja,
está consciente, pero no se traduce en una resistencia
al proceso destructivo.
Llamo telefónicamente a dos
personas y les planteó el tema sin anestesia: “¿Este
sentimiento nacional, obvio y elocuente, tendrá
traducción en algo?” Ambas responden que no. Pido
argumentos y dicen: “Cada quien anda en lo suyo y
mientras puedan seguirán su vida” o “no hay coherencia
social, lo que oyes son manifestaciones individuales que
por más multiplicadas que sean no se sueldan por falta
de liderazgo” o “todavía hay mucho dinero en la calle” o
“¿es que no has chequeado hoy los precios del petróleo?”
o “¿no has visto la misión `13 de
abril´ con todo ese dinero llamado `contribución
especial´ que financiará
directamente la campaña oficialista para las regionales
y que además servirá como inyección de dinero
anestesiante?” o las palabras gruesas y duras sobre la
psicología nacional.
Ahora pongo lo que mandé
para mi columna habitual en el diario “Tal Cual”:
Del
desamparo
No recuerdo en que
contexto exacto habló Hannah
Arend de “desamparo
organizado”, pero si se recuerda su obra en conjunto
seguramente lo hizo ante el brote totalitario que caía
sobre Europa y en el marco del desasosiego de su época.
El desamparo se
organiza por necesidad ante una persecución, pero se
organiza para minimizar el sufrimiento, para cubrir
psicológicamente las penurias, para tener un rostro que
mirar en la tragedia. Desamparo es no tener amparo, el
desamparado es el que está separado o dislocado. Ese
dislocado no tiene fuerza ni estrategia para enfrentar
el mal que lo acecha. Se queja en su desamparo de haber
escondido el rostro tras las cortinas pensando que el
acechante no venía sobre él.
El desamparo en
política es producto de la ausencia de cultura y de
criterio. Otras veces de hipnotismo de masas, como en el
caso de las grandes dictaduras totalitarias del siglo XX.
El desamparo produce espejismos, tiene un efecto
parecido al del sol del desierto quemando arena y
tostando cerebros. El desamparado es un zombi que se une
a otros para levantar escapes y refugios, salidas
artificiales, repeticiones constantes sobre la
proximidad del oasis.
Los desamparados se
unen para autocomplacerse en
la visión falsa. Todos repiten el oasis está delante y
así se apaciguan y entran en una especie de euforia que
se convierte en protector y cuyos efectos opioides sedan
y las conciencias entran en un mar de tranquilidad. Si
el oasis no está delante, como efectivamente no estaba,
se complacerán los pobres desamparados repitiendo que
cumplieron con su deber, que buscaron el oasis, que
agotaron sus energías en el empeño y, en consecuencia,
ya no se les pida nada más, que cumplieron con su deber
de buscar el oasis.
Los pueblos
desamparados se organizan para perder el tiempo, para
gastar energías donde no deben, para ayudarse en su
desamparo con mentirijillas. Sólo las direcciones
fuertes los pueden sacar del trauma posparto fallido. A
veces duran decenios escarbando la tierra con el arado
de la resignación, sentimiento al que están muy
proclives los pueblos que organizan el desamparo.
Los pueblos
desamparados que meten la pata por sus autoengaños
deciden que no quieren oír hablar más de desamparo, como
si borrándolo del léxico cotidiano lo conjuraran. Los
verdaderos dirigentes, los que aparecen siempre después
de los desastres, se sentirán impotentes para despertar
a aquél pueblo comedor de coles, pero deberán insistir,
aunque el pueblo se dedique a levantar falsos ídolos y a
entrar en pecaminosas actividades. Si la voz es fuerte,
decidida, sin titubeos y sin dobleces, los desamparados
terminarán la pequeña juerga de su falta de cultura
política y tal vez sea posible arrancarles un hálito
para la marcha hacia el lugar de la seguridad y de la
salvación.