(Ideas para una
sociedad venezolana instituyente)
Consideramos
como democrático a un gobierno -en cuanto se refiere a su
comportamiento- que abre espacios para la discusión y para
el diálogo, que busca acuerdos y consenso, que respeta a
las instituciones y procura un entendimiento global entre
todos los sectores de la sociedad. Sin embargo los
gobiernos democráticos así considerados tienen un límite
en este comportamiento propio de las democracias
representativas. Un cuestionamiento profundo es rechazado
por alterar lo establecido y las instituciones apenas
reciben un rasguño que le permiten continuar su camino de
manera autónoma en relación al cuerpo social.
Estas
instituciones dialogantes de la democracia representativa
son lo que denominamos burocracia. Frente a este
anquilosamiento se alza lo que hemos dado en llamar poder
instituyente. En el caso venezolano la pregunta es si la
sociedad puede constituirse como tal, en primer lugar
frente a un poder autoritario con deseos de perpetuarse y
frente a una organización opositora que comienza a
desarrollar las mismas características del pasado y que
dieron lugar a lo segundo. Este poder instituyente debe
estar en capacidad de pasar por encima de lo instituido y
producir otro cuerpo social con características derivadas
del planteamiento teórico que la llevó a insurgir. En
otras palabras, deben poder pasar sobre el poder, no sólo
el que encarna el gobierno, sino las propias formas que la
sociedad instituida ha generado y que la mantienen inerme.
En otras palabras, la sociedad instituyente debe servir
para crear nuevas formas y no una repetición de lo
existente. En el caso venezolano tenemos una sociedad
instituida de características endebles, bajo la presión de
las instituciones secuestradas por el régimen
“revolucionario” y cuyas decisiones de resistencia están
en manos de partidos débiles que se reproducen en los
vicios tradicionales de las organizaciones partidistas
desaparecidas y que en el fondo no hacen otra cosa que
indicar una vuelta al pasado, a las instituciones de la
democracia representativa con diálogo, consenso y
acuerdos, sin alterar para nada la esencia de lo
instituido.
Seguramente
debemos ir hasta Cornelius Castoriadis para dilucidar que
detrás de todo poder explícito está un imaginario no
localizable de un poder instituyente. Así, se recuerda que
los griegos, cuando inventaron la democracia trágica,
acotaron que nadie debe decirnos como pensar y en el ágora
se fue a discutir sobre la Polis en un proceso
autoreflexivo. De allí Castoriadis: “Un sujeto que se
da a sí mismo reflexivamente, sus leyes de ser. Por lo
tanto la autonomía es el actuar reflexivo de una razón que
se crea en un movimiento sin fin, de una manera a la vez
individual y social”.
Ahora bien, de
la democracia griega hasta la democracia representativa
han pasado muchas consideraciones teóricas, hasta nuestros
días cuando se habla de una democracia participativa. En
otras palabras, la política ha desaparecido, en el sentido
de la existencia de ciudadanos libres que permanentemente
cuestionan reflexivamente las instituciones y a la
sociedad instituida misma. Castoriadis juega con los
artículos para asegurar que lo político ha sustituido a la
política. En el caso venezolano el dominio sigue en el
campo de los partidos (unos aún tambaleantes, pero que
están reproduciendo las condiciones del dominio). Así,
anuncian los acuerdos para ir unidos a las elecciones o se
enfrascan en las peleas interpartidistas por la dominación
de alguno de ellos. Esto es, son ágoras vacías que siguen
dominando a la sociedad instituida donde no brota el
ímpetu instituyente. Épimélia es una palabra que implica
el cuidado de uno mismo y que da origen a la política, con
el artículo “la”, para respetar las variantes conceptuales
de Castoriadis. La libertad propia de la política ha sido
exterminada, porque lo que se nos impone es como
“pertenecer”.
Ahora bien,
esta persona que piensa es un producto social. La sociedad
hace a la persona, pero esta persona no puede olvidar que
tiene un poder instituyente capaz de modificar, a su vez,
a la sociedad. La persona (y estoy usando la palabra en el
sentido del humanismo cristiano) se manifiesta en el campo
socio-histórico propiamente dicho (la acción) y en la
psiquis. Se nos ha metido en esa psiquis que resulta
imposible un cambio dentro de ella que conlleve a una
acción. Es cierto que las acciones de la sociedad
instituyente no se dan a través de una acción radical
visible. Nos toca, a quienes pensamos, señalar, hacer
notar, que la participación impuesta en una heteronomía
instituida, impide la personalización de la persona, pero
que es posible la alteración del mundo social por un
proceso lento de imposiciones por parte de una sociedad
trasvasada de instituida a instituyente. La posibilidad
pasa por la creación de articulaciones, no muy vistosas,
es decir, mediante un despliegue de la sociedad sometida a
un proceso de imaginación que cambie las significaciones
produciendo así la alteración que conlleve a un cambio
sociohistórico (acción). He allí la necesidad de un nuevo
lenguaje, la creación de nuevos paradigmas que siguen
pasando por lo social y por la psiquis. Partimos,
necesariamente, de la convicción de que las cosas como
están no funcionan y deben ser cambiadas (psiquis) y para
ello debe ofrecerse otro tipo de sentido. La segunda
(social) es hacer notar que la persona puede lograrlo sin
tener un poder explícito (control de massmedia, un
partido, o cualquier otra de las instituciones que
tradicionalmente han sido depositarios del poder). Hay que
insinuar una alteración de lo procedimental instituido. Se
trata de producir un desplazamiento de la aceptación
pasiva hacia un campo de creación sustitutiva. He puesto
como ejemplo la no aceptación de los partidos verticales y
su sustitución por una red social que permita el flujo de
la voluntad ciudadana.
Apagar,
disminuir, ocultar y frustrar el espíritu instituyente es
una de las causas fundamentales de que los venezolanos
vivamos lo que vivimos. Ahora tenemos al nuevo poder
instituido tratando de crear un imaginario alterado al que
no se le opone uno de liberación, en el sentido de soltar
las posibilidades creativas del cuerpo social. En realidad
lo único que se argumenta en su contra es la vuelta a la
paz, a la tolerancia, al diálogo, manteniendo incólumes
las viejas instituciones fracasadas. Alguien argumentó que
siempre hay un porvenir por hacer. Sobre ese porvenir las
sociedad se inclinan o por preservar lo instituido o por
soltar las amarras de lo posible. En Venezuela debemos
buscar nuevos significados derivados de nuevos
significantes. Si este gobierno que padecemos continúa
impertérrito su camino es porque los factores que lo
sostienen se mantienen fieles a una legitimidad
imaginaria. Esto no quiere decir que por ello no lo sacan
con violencia (procedimiento que condeno, soy enemigo
rotundo de los golpes militares), sino que por ello tragan
grueso frente a sus desplantes y barbaridades. La
explicación está en una sociedad instituyente constreñida,
sin capacidad de poner sobre el tapete la respuesta al
futuro. Este gobierno que los venezolanos padecemos es ya
un fracaso, no sólo por su incapacidad manifiesta por
enfrentar los problemas básicos de la población, sino por
su total desbarrancamiento en el esfuerzo por imponer un
imaginario. Ya los griegos sabían que no podrá haber una
persona que valga sin una polis que valga, y este gobierno
con su trasnochado socialismo del siglo XXI ha convertido
la polis en una pocilga.
Pese al
anuncio de que en Venezuela había una “revolución” lo
cierto es que vivimos en lo instituido y, por si fuera
poco, en un instituido aún más degenerado. Lo religioso
(Chávez parece un pastor protestante norteamericano) ha
sido un factor determinante del fracaso. Este gobierno ha
negado lo instituyente imaginario y ha tomado el camino de
un imaginario instituido. Se está basando en una
legitimidad de la dominación, lo que hace imposible la
transformación de la psiquis y su proyección hacia lo
concreto histórico-social.
La
transformación comienza cuando el cuerpo social pone en
tela de juicio lo existente (así, este gobierno es lo
conservado, lo que hay que cambiar) y suplanta el
imaginario ofrecido. Se requiere la aparición de una
persona con su concepción del Ser en la política (lo que
podríamos aceptar como el “hombre nuevo”, uno que nunca
sale del intento de cambiarlo con la frase “ser rico es
malo”), uno que se decide a hacer y a instituir. El asunto
radica en que domesticar al venezolano –gobierno de
Chávez- no es posible. El planteamiento correcto es
inducir que la vida humana no es repetición, y muchos
menos de los enclaves políticos, y encontrar de nuevo en
la reflexión y en la deliberación un nuevo sentido. No
estamos hablando de una “revelación” súbita sino de la
creación de un nuevo imaginario social. Así, sin llenarse
de ideas y pensamiento sobre el futuro por hacer no será
posible cambiar lo existente. Este gobierno venezolano
pone en duda todos los días su razón de ser y ello es
condición a nuestro alcance para edificar el nuevo
paradigma. La posibilidad instituyente está oculta en el
colectivo anónimo. De esta manera hay que olvidar la
terminología clásica. El máximo valor no es un Poder
Constituyente. Lo es un Poder Instituyente, lo que no
quiere decir que no se institucionalice lo instituyente,
para luego ser cuestionado por la nueva emersión de lo
instituyente. La democracia es, pues, cambio continuo.
Todo proceso de este tipo transcurre –es obvio- en una
circunstancia histórica concreta. En la nuestra, en la de
los venezolanos de hoy, no podemos temer a lo incierto del
futuro. Lo instituyente no es calificable a priori como
bueno o malo. Es la hora de construir el futuro y si la
construcción va saliendo defectuosa, pues corregimos. Ello
es posible en una democracia viva. Imposible en un régimen
que impone. La democracia del siglo XXI que concibo es,
entonces, una permanente puesta al día.
tlopezmelendez@cantv.net