Mis lectores saben de mi
aprehensión por las mediciones del tiempo. No obstante hay
que admitir que los términos de siglos y milenios son
útiles para determinar períodos históricos y que al final
de cada uno de ellos hay un agotamiento propio de algo que
se acaba y que reclama renovación y nuevos
emprendimientos. Al comienzo del siglo XX irrumpieron las
vanguardias con toda su carga destructiva contra el pasado
y con todos los desafíos hacia la implementación de una
nueva concepción de la acción humana. La revolución
industrial ponía la máquina en el altar de las nuevas
realidades. Marinetti lanzaba
el “Manifiesto Futurista” hacia un siglo que estaría
determinado por una creencia en la supuesta infalibilidad
de la ciencia para darnos respuestas objetivas. En efecto,
jamás el hombre avanzó tanto en la composición de máquinas
robóticas o de descubrimientos científicos.
La ciencia se fue agotando no
en su progreso real y utilitario sino en su capacidad de
decirle al hombre que todas las respuestas posibles tenían
una demostración práctica, digamos una prueba de
laboratorio, una confirmación de la verdad de cada
afirmación. Las verdades objetivas fueron desapareciendo y
la incertidumbre se reinstaló exigiendo desde nuevos
códigos de conducta hasta nuevas formas de organización
política. Aún pervive la incertidumbre. Sabemos estar en
la llamada era digital, en el mundo de las comunicaciones
instantáneas, en el de la presentación de una realidad que
viene a nuestros ojos en el preciso momento en que se
genera. La velocidad es la noticia. No obstante, el hombre
parece ahíto de realidad, se hace evasivo y sobre él hay
que recomenzar a aplicar los calificativos de cínico y
nihilista.
Al término de la Segunda
Guerra Mundial brota en el campo de la política una
pléyade de hombres que saben que su misión es reconstruir
y que ya la geopolítica no puede seguir dominada por
pequeñas potencias imperiales que todo lo resuelven con la
guerra. No obstante, cuando un soldado norteamericano y
uno soviético se miran teniendo
como escenario las ruinas de Berlín iniciamos una guerra
de otro tipo, una guerra fría, que se mantiene sobre el
equilibrio del terror nuclear. A pesar de todo se
construye democracia, se borran muchos de los viejos
factores que desencadenaban las confrontaciones europeas y
el mundo trascurre en una aparente paz de medio siglo.
Aparente, porque se libran innumerables guerras
localizadas que causan tal vez tantos o más muertos que la
confrontación global y donde Corea y Vietnam son apenas
los nombres sonoros, los iconos grandilocuentes de la
nueva manera de enfrentarse.
La forma política denominada
democracia llega a su esplendor, pero también comienza su
declive. El cansancio de viejas normas de comportamiento
produce eclosiones como la rebelión estudiantil de París,
fenómenos como los Beatles, la
aparición de los hippies,
rupturas culturales que, sin lugar a dudas, inciden sobre
un cuerpo social endurecido y establecen altísimos
márgenes de nueva libertad. Conseguida la libertad
comienza de nuevo el aburrimiento y la política viene
despreciada como si se tratase de un tumor maligno con el
cual apenas se debe convivir, pero con el cual no se debe
tener ninguna relación.
Las formas políticas se agotan
y se produce en respuesta otra eclosión de pensadores que
reflexionan sobre el hecho sin que, no obstante, logre
devolver al cuerpo social la convicción de que es
precisamente la despreciada política donde están las
claves de envoltorio de todas las conflictividades y de
las respuestas posibles. Los filósofos tienden al
nihilismo como última ratio de una desesperación dolorosa.
Comienza así un amontonamiento de cansancio que es el
término adecuado para describir esta primera década del
siglo XXI, hasta el punto de que aún no hemos podido
determinar cuando comenzó esta centuria.
La política se hace mediocre,
su ejercicio por la vieja forma llamada partidos políticos
se convierte en una práctica castradora, la gente aumenta
el soslayo hacia las formas de organización olvidando que
la política es uno de los inventos claves del hombre. En
este pantano nos debatimos, en esta incongruencia donde
las manifestaciones conservadoras de lo que fue la
democracia asociada a la era industrial no termina y las
nuevas posibles formas son miradas con aprehensión por los
viejos actores reproducidos en los nuevos actores.
En 1936 un viejo dictador
agoniza en Venezuela y sólo será su muerte lo que permita
comenzar la adopción real y efectiva de nuestra propia
eclosión iniciada en 1928. No será hasta 1958 cuando las
ideas de una democracia representativa logren imponerse.
Son décadas que transcurren marcadas por los vicios
atávicos. Son décadas que pasan desde la fecha en que la
mirada de Mariano Picón Salas
fija el inicio de nuestro siglo XX hasta que las ideas se
materialicen en un período relativamente calmo de libertad
y de paz, aún cuando la marca de la insurrección
guerrillera y de sus terribles consecuencias que aún
pagamos hoy, den una muestra de la ebullición que subyace
y que exige formas rápidas y expeditas de nuevas
construcciones políticas.
Son décadas para que la
democracia representativa se agote en su impotencia por
evolucionar, en su rapiña de corrupción, en la
impermeabilidad de cuadros políticos anquilosados. Ahora
mismo esta pequeña república vive la primera década del
siglo XXI en un retorno de los atavismos encarnados en un
gobierno militar y en una demostración peligrosa de cómo
nos tardamos décadas en asumir la novedad de una centuria.
Si nos tardamos 36 años en descubrir que el siglo XX
tecnológico, y su forma política de democracia
representativa, había llegado, ahora nos encontramos con
una situación que exige la implementación de la idea que
el siglo XXI digital requiere ser acompañado de una nueva
democracia a la cual hay que ahorrarle los adjetivos y
llamarla simplemente de ese siglo.
No podemos permitirnos una
nueva larga espera como la descrita y sobre la cual
brillantes intelectuales nuestros colocaron sus miradas.
Ahora, por si fuera poco, escasean las miradas
diseccionadoras del presente y
cazadoras de futuro. Hay que conceptuar la democracia de
esta era en medio de las terribles dificultades que nos
abruman, de los improperios y de las maniobras bajas, de
la destrucción del lenguaje y de los principios, de la
represión violenta y de la degeneración absoluta de las
instituciones que lograban mantener un equilibrio,
precario pero equilibrio, que permitía un control parcial
y relativo de las declinaciones.
Hay que hacerlo sin dejar de
vivir las coyunturas propias, diarias y relamidas, de esta
triste realidad venezolana. En mi reciente artículo
Elección en dictadura
advertí sobre los graves peligros que acechan y
que ahora tienen una demostración inocultable e
irrefutable en esta crispación frente a las elecciones
regionales de noviembre. Cualquier cosa puede suceder,
cualquier desfachatez puede ser cometida, cualquier
“patada histórica” puede ser intentada. Dije en ese texto
–y repito ahora- que la participación electoral no puede
ser la única consideración cuando se vota en dictadura,
que tienen que existir complementariedades estratégicas.
Ahora, mientras persisto en la búsqueda de ideas para la
democracia de la era posindustrial,
de la era posmoderna, no dejo de mirar con extrema
preocupación a una sociedad endeble y a una dirección
incapaz que carece de inteligencia para entender el
tsunami de la coyuntura.
tlopezmelendez@cantv.net