La
abuela me contaba las historias del abuelo, seguramente
magnificadas por el amor y la admiración. Él salió –decía-
con el pecho descubierto a enfrentar a los soldados que
rodeaban la casa de la hacienda y los soldados huyeron.
Los cuentos de la abuela sobre el abuelo –coronel de
guerrillas en los estertores del siglo XIX- estimularon mi
imaginación de adolescente. Esos cuentos fue lo primero
que escribí, textos costumbristas que en su momento lancé
a la papelera. Ante mi inocultable inclinación a la
política el abuelo me llamó un día y me lo dejó claro:
“Nieto, en este país para graduarse de hombre hay que
haber estado preso”. No me dijo “desiste”, me dijo lo que
en su criterio me esperaba. Era la expresión de un hombre
del siglo XIX, de uno que había vivido guerras y
montoneras, de un hombre de un tiempo donde la incivilidad
prevalecía y cada caudillo se alzaba con el pretexto de
una “revolución”.
Cuando leí por vez primera los poemas de mi bisabuelo
italiano de apellido Benso y nombrado Edoardo, entrado por
las Antillas y cambiado su apellido a Penso por algún
escribiente de una revolución triunfante, poemas en el más
puro estilo del romanticismo-modernismo, entendí que aquel
emigrante europeo me había traído el valor de la palabra.
En las dos ramas, en la del hombre rudo y en la del
delicado y frágil poeta, entendí que sería ambas cosas,
político y escritor. Hoy entiendo los compromisos
generacionales y me permito decirles que a los viejos nos
toca evitar que esta generación que está en la calle
termine de formarse, de madurar, de hacerse hombres y
mujeres en la cárcel o en el destierro.
Si los jóvenes tienen una responsabilidad inmensa la de
nosotros los mayores no es más pequeña. En mi familia
pasaban los sustos en silencio. Nadie me dijo “no vayas”.
Nadie me preguntó si los golpes recibidos me dolían.
Simplemente me respetaban, tragando grueso. Estamos frente
a una generación que emerge. Ese apelo a los padres para
que “controlen” a sus hijos es una estupidez. Lo que
tienen que hacer los padres es respetar a sus hijos,
porque los mayores tenemos la obligación de impedir que
vivan los avatares del siglo XIX y los avatares del siglo
XX, que sean asesinados como lo fue Leonardo Ruiz Pineda
en una emboscada que privó al país de un líder, y con Ruiz
Pineda a tantos otros, de todas las tendencias y en
diversos tiempos.
La falta de líderes no es casualidad. La falta de líderes
tiene explicación en dos vectores: la guerra de guerrillas
de los años sesenta llevó al exterminio a una pléyade de
brillantes jóvenes de la izquierda y, del otro lado, la
implacable acción contra la generación socialcristiana del
58 disolvió en el olvido a decenas de líderes
excepcionales. Si ambos errores históricos no se hubiesen
materializado no tendríamos en el poder a estos ignorantes
de hoy, sino a una generación estupenda, y en la oposición
a excepcionales líderes, no a estos asomados que salen a
la palestra a decir “existo y propongo un referéndum para
que el país decida si vuelve la señal del canal de
televisión”.
Los muchachos de hoy que han caído presos han sido
víctimas de una antigua recurrencia histórica. Les ha
tocado graduarse de hombres a la vieja manera. El
imaginario que los mayores debemos transmitir a estos
muchachos no es de miedo, es de respeto. Lo que debemos
transmitirles es que estamos dispuestos a impedir que
vuelvan a la cárcel, que deban marcharse al exilio a leer
los libros que deben leer y a patear las universidades del
mundo por fuerza mayor y no por el ejercicio impecable de
la búsqueda del conocimiento y del saber. Lo que decimos a
los jóvenes es una marca, lo que le contamos e informamos
es una herencia invalorable. Ese es el ejercicio de la
pedagogía con todas sus consecuencias. A los mayores nos
toca hacer posible que en el siglo XXI no sigamos viviendo
el peligro que vivimos otras generaciones, nos toca hacer
posible que estos muchachos y muchachas se quemen las
pestañas para dirigir a esta nación en paz y en un aire
respirable.
Que la manifestación convocada por la UCV para este martes
no sea un “enjaulamiento”, una “institucionalización” de
este surgimiento. La UCV está obligada a otra cosa, a
decirle al país que es Alma Mater, que continúa siéndolo.
Espero que esa manifestación sea un poderoso rugido que
respalda, la oferta generosa de una boina azul que canta
las ideas, canto del orfeón universitario caído, de aquel
que perdimos y que resucita de las entrañas del Atlántico.
Que la experiencia la tenemos cuando ya no es útil, es
algo muy repetido y muy falso. En algún libro mío la he
definido como una acumulación progresiva de recuerdos y
que lo que se sabe sirve apenas para el momento. Los
mayores debemos utilizar lo que sabemos y este es el
momento.
tlopezmelendez@cantv.net