Paradójicamente
la palabra griega Theatrón que ha dado lugar a
nuestra palabra teatro se refiere al lugar donde se da el
espectáculo, no al espectáculo mismo. Si mantuviésemos esa
derivación tendríamos que decir que los actores somos
quienes vemos el teatro, no quienes actúan. No obstante,
la Venezuela de hoy es un teatro con unos actores que
encajan a la perfección en el sentido actual de la
palabra. Teatro es el espectáculo y teatro el lugar donde
se escenifica. Así, tenemos al actor que se presenta solo
a las puertas del palacio a desafiar al príncipe con una
carta y tenemos al jurista que se inventa una
interpretación para descubrir lo que nadie -válgame Dios-
había sido capaz de entrever. Cuando alguien se inventa un
personaje es un actor. La paranoia hoy es calificada,
creo, simplemente como un trastorno delirante.
Este
venezolano es un teatro desordenado, uno donde hay dos
espectáculos a la vez, que se entreveran ciertamente, pero
se supone que esto es una república y no un teatro. Ahora
bien, afirmar que esto es una república puede resultar una
afirmación sujeta a duda. Si tengo un hueco fiscal por mi
dispendio pues invento un nuevo impuesto, dado que la
distribución del producto debe ir a calmar a algún sector
que protesta, más cubrir lo que he derrochado y lo que me
mantiene en el poder: un reparto que desconoce todas las
reglas de la economía moderna. Así no se sostuvo ni el
Imperio Romano, a pesar de sus legiones, y baste para ello
mirar alguna hambruna que azotó a Roma. Si nadie ha dado
con el argumento, yo jurista y no precisamente romano,
-del lugar donde se ordenaron los códigos gracias a un
emperador sabio- me invento una interpretación extensiva,
como chicle pues, y saco de la manga el aseverar que si
para derogar leyes se requiere una participación ciudadana
de mayoría, pues la reforma constitucional se irá al fondo
si simplemente nos abstenemos. Olvida el actor que
semejante interpretación, tratándose de un texto planteado
como reforma, necesitaría de un Senado romano
absolutamente dócil y amenazado por los cuchillos largos,
para ser admitido, aunque tal vez cabría observar que tal
estiraje es simple argumento retórico que no tiene base ni
en la más audaz de las interpretaciones teatrales.
Este país de
espectadores aplaude a rabiar. Panem et circenses,
cabría decir, sólo que el pan está por desaparecer. Un
manejo de la economía a voluntad de quien desconoce los
principios básicos de esta ciencia y que mueve los hijos
para complacer sus políticas insanas, lleva a inflación y
a parálisis. La falta de pan ha sido causa del trastoque
de mucho gobierno en la historia de la humanidad. Muchos
espectadores del teatro se han lanzado sobre los actores
porque los gruñidos de sus estómagos le han impedido
seguir riéndose. En el medioevo y en los inicios del
renacimiento lanzaban frutas y verduras sobre los malos
actores que no sabían interpretar sus papeles de juristas
y de políticos con pretensiones de liderazgo. Tal vez por
ello los italianos inventaron la Commedia, para
tomarse un poco las cosas a lo bufón y marcharse
rápidamente con su música a otra parte, sólo que la
palabra evolucionó hasta llegar al poema y elevarla el
Dante a la sublimidad. No era fácil el público que miraba
a Shakespeare.
Hay públicos
de públicos. Hoy se habla de comedia ligera para referirse
a esos culebrones semi-humorísticos o de baja ralea a que
ha sido reducido el teatro en Venezuela. Tal vez la
expresión sea aplicable a esta degradación monumental que,
no se sabe porqué causa, sigue llamándose política
nacional. La palabra política no merecía esta desagradable
suerte. Y el público de este teatro se divide entre
quienes deliran con el bochorno que se ejecuta sobre las
tablas, entre quienes bostezan y se aseguran que las
puertas están bien cerradas y quienes se suman a los
actores produciendo el efecto de integrar los espectadores
a la actuación, vieja aspiración de algún dramaturgo
innovador. No hay la menor duda: este país es un teatro.
Hay actores de todo tipo, como el que ve
“desestabilización” por todas partes y se llena la boca
con la palabra Estado –aún no repuesto de la inmensa
sorpresa que le causa estar en el poder-, el que se dedica
horas y horas a inventar el argumento que nadie ha
entrevisto (este pretende el honorable título de
“original”), el que cree que basta un discurso emotivo y
grandilocuente para alzarse sobre las masas hambrientas de
alguien que le cante la canción del final anticipado.
Aquí no se
puede seguir actuando. Esto no puede seguir siendo un
teatro en su sentido más devaluado. La única manera de que
esto comience de nuevo a parecer una república es que los
espectadores dejen de serlo y dejen de gritar sandeces en
el circo y se alcen a construir su propio destino, a
procurarse dirigentes con sentido de Estado, a luchar por
instituciones que garanticen el imperio del Derecho y no
el imperio de la sorna. La única manera es que la gente se
levante de las butacas y señale al bufón de turno y le
diga que aquí queremos estadistas y no actuación. Aquí lo
que se necesita es el abandono del bochorno y dejar a los
bufones desnudos y solos en medio de la calle. Este país
tiene que tomar la decisión de seguir echado en una butaca
de espectador rascándose la barriga o hacerse protagonista
de su propio destino. Quizás como en aquella famosa
anécdota de nuestra historia, indebidamente edulcorada y
falseada, donde se gritó a los que huían “Vuelvan carajos”.
tlopezmelendez@cantv.net