La
apuesta fundamental es que hay que innovar o la democracia
retrocederá. La desconfianza en la política hay que
vencerla y ello pasa por la formación de ciudadanos y por
darles a esos ciudadanos un poder que exceda la simple
participación electoral. De allí proviene la idea de
Pierre Rosanvallon, acogida
por Segolène Royal, de crear
los “jurados de ciudadanos”. Varios lectores me han pedido
que les informe en que consisten. En el fondo es sencillo,
pero, admitámoslo, un riesgo, como todo lo que implica la
democracia. En un municipio se sortean digamos 50
ciudadanos entre los residentes (contados los eternos
excluidos, estudiantes, inmigrantes,
etc.) que se dedicarán a estudiar la acción de su
Alcalde. Revisarán cuentas, proyectos, ofertas,
realizaciones, capacidad administrativa, entre todos los
análisis que se pueden hacer, y evitarán un veredicto, por
supuesto no vinculante, pero de un peso moral fuerte. Para
cumplir su trabajo recibirán un salario y podrán tener
asesores contables, especialistas en los diversos ramos, y
un tiempo determinado para entregar su informe. Lo mismo
es aplicable a parlamentarios, ministros, funcionarios en
general. Y también, para aumentar el control social, sobre
leyes, reformas, políticas, es decir, sobre todos los
asuntos de interés nacional.
La reacción de los políticos
tradicionales ha sido tajante: eso es populismo, han
dicho. Se establece una desconfianza, han añadido. Francia
se deshará, han profetizado. La desconfianza en los
políticos es clave en la presente crisis, qué duda cabe,
mientras esta medida daría una extensa participación a la
gente en el control de la gestión pública. La señora Royal
ha añadido la necesidad de crear un “Estatuto del cargo
electo” que obligaría a la rendición de cuentas y a un
control efectivo.
El segundo pilar para los
cambios sería el establecimiento de una democracia social
bajo el precepto de un sindicalismo de masas,
complementario de las propuestas anteriores.
Mientras tanto el Ministro del
Interior, Nicolas
Sarkozy, fijaba las fechas,
unas en las que es posible que él mismo se enfrente al
candidato socialista: 22 de abril de 2007 para la primera
vuelta y el 6 de mayo para la segunda; las legislativas
entre el 10 y el 17 de junio.
El debate francés merece
atención más allá de si la señora Royal gana la
candidatura socialista y, luego, la presidencia. Es obvio
que lo interesante en grado sumo es que gane y comience a
implementar sus ideas, pero, aún en caso de derrota,
Francia ha debatido sobre aspectos fundamentales de lo que
debe ser un empujón hacia una democracia del siglo XXI y,
en consecuencia, la lección quedará allí para quien quiera
aprenderla. Es extremadamente difícil hacerle entender a
los políticos tradicionales la necesidad de dejar volar
las ideas. A la señora Royal ya le han endilgado
precisamente eso, que sólo tiene ideas, como si gobernar
fuese un acto mecánico desprovisto de capacidad
imaginativa.
Los cambios hacia una
democracia del siglo XXI implican, a mi entender, meter el
análisis en todos los conceptos, inclusive el de libertad.
Hemos venido entendiéndola como la posibilidad de hacer
todo lo que la ley no prohíba o lo que no dañe los
intereses de los terceros y colectivos o la posibilidad de
opinar y de expresarse libremente o de postular o ser
postulado a los cargos de elección. La libertad debe
implicar la capacidad de controlar efectivamente a los
elegidos para desterrar los vicios de la democracia
representativa, de organizarse en lo que la señora Royal
llama “sindicalismo de masas” y en otro que no proviene de
mi condición de poeta, proviene de mi condición de
político ciudadano, y es el de la capacidad de imaginar,
pues esta última nos permite convertir la democracia en un
campo permanente de crecimiento de la libertad misma. El
clima de lo que me propongo denominar la “libertad
creativa” impide la conversión de la democracia en un
campo estéril agotable como un recurso natural no
renovable cualquiera, para hacerlo un recurso natural
renovable.
Pero, como lo diría Jacqueline
Farías, la notable Ministra
del Ambiente, una de las pocas funcionarias capaces de
este gobierno, lo renovable es preferible no destruirlo.
El principal partidario de la destrucción es el grupo de
políticos tradicionales que se niegan a regar la planta o
a abonarla, pretendiendo que la planta es así y no se le
debe intervenir. Los conceptos de derecha e izquierda han
variado. Para mí de derecha es el que se niega a la
renovación de los conceptos democráticos, así se proclame
socialista o radical. De izquierda somos los que tratamos
de empujar la democracia hacia las nuevas formas de un
nuevo tiempo, aunque crea en el mercado y en las virtudes
del capitalismo. Establecida esta odiosa dicotomía entre
izquierda y derecha, sería bueno, casi como una anotación
al margen, recordarles a algunos que no hay nada que se
parezca más que una centroizquierda buena y una
centroderecha buena.
Tenemos, pues, que ensanchar
la “libertad creativa”, la intervención directa de los
ciudadanos en el control de la gestión pública y la
organización social de masas en nuevos tejidos, lo que,
provisionalmente, llamaremos “sindicalismo de masas”. Todo
como una forma de restablecer las instituciones de
intermediación entre el poder y la sociedad, cuya pérdida
es una de las causas fundamentales de la crisis
democrática. Sabemos bien que entraron en crisis todas las
instituciones que cumplían ese rol, desde los partidos
hasta los sindicatos, y que los políticos pasaron a ser
propiedad de los arrogantes dueños de los medios
radioeléctricos. Los procedimientos que he estado
mencionando restituirían el equilibrio entre un poder
desbordado e inepto (que bien podría dejar de serlo) y una
sociedad contralora de lo
público. Venezuela no se deshará si alguien toma este
camino. Se deshará si seguimos por el que vamos, uno
compartido por todos, aunque parece que no lo advierten.
tlopezmelendez@cantv.net