La
democracia es un invento de Atenas, al igual que la
tragedia. Si vemos bien Grecia era trágica más allá de los
hermosos textos literarios que crearon la palabra
tragedia. Aún así, no es por ello que podemos definir a la
democracia como trágica. Lo es porque la hemos defendido
por oposición a totalitarismo. Una es la libertad, lo otro
su cercenamiento. Una es el libre albedrío, lo otro la
imposición. Así, hemos querido la democracia porque no
queremos la dictadura.
Robert
Legros ha formulado una
pequeña pero significativa ecuación que parte de un
recordatorio casi perogrullesco pero vital. En la
antigüedad no se era necesariamente ciudadano, la
ciudadanía podía ser un premio, una dádiva o una
recompensa. Hoy en día no, hoy se nace ciudadano
simplemente por pertenecer al género humano. Ciudadanía y
humanidad van juntas. De allí Alain
Finkielkraut ha extraído una
clara conclusión: la soberanía no radica en el pueblo. De
esta manera, si se tiene conocimiento de la más moderna
filosofía política, no es propio hablar de “pueblo
soberano”. La soberanía radica en el hombre, es decir, en
el ciudadano que tiene esa condición precisamente por
humano. De esta manera, si la mayoría viola los derechos
de un ciudadano estaría cometiendo un crimen y ser mayoría
no la dota de impunidad. En otras palabras, ese concepto
viejo de dotar al pueblo de soberanía es lo que ha abierto
las puertas de las dictaduras. Ahora bien, ¿quién ejerce
la soberanía? La ejerce el pueblo en nombre de la
humanidad. Es bueno recordar que las tiranías de la
mayoría pueden ser más crueles que las de un tirano en
solitario, aunque, en verdad, no existe ninguno que no
haya dicho que ejerce el poder en nombre de una inmensa
mayoría que lo respalda, desde Stalin
hasta Milosevic o
Fujimori. La democracia
trágica lo permite, la democracia es una constante duda,
mientras las tiranías no tienen ninguna. Como lo asegura
Finkielkraut
“no se puede conferir al
pueblo el poder de hacer cualquier cosa”. Si la
mayoría se suma en una dirección incompatible con la
esencia democrática la democracia ha consumado su
tragedia. La “soberanía popular” pasa a ser un slogan
ideológico sacrificado y sin valor. En otras palabras, la
voluntad popular bien puede no ser democrática. Eso
sucede, según la filósofa Hannah
Arend, porque los pueblos a
veces se convierten en chusma y lo hacen por una simple
razón, la muerte de la cultura. Veamos bien que no hay
régimen sospechoso que ame la cultura, aunque se llene la
boca con ella.
La
democracia es trágica porque tiene elecciones y la
verdadera pregunta que se formula cada vez que se convoca
al pueblo a las urnas es si quiere seguir viviendo en
democracia. Los déspotas convocan plebiscitos amañados
para preguntar si se quiere seguir bajo su control. En la
democracia, el “pueblo soberano” bien puede decidir que
quiere vivir en dictadura, por diversas y variadas
razones, porque en la democracia no ha encontrado
seguridad, ni eficacia ni resolución del conflicto.
Si
recordamos un poco las bases de este sistema trágico,
podremos ver que democracia es una administración de los
intereses encontrados. La democracia es mediación y cuando
no se media, cuando no se respetan las reglas que permiten
la sana administración de las contradicciones, pues
comiéncese a llamar a ese régimen como sea, pero no
democrático. De esta manera, en sentido estricto, no puede
haber una “revolución democrática”, lo que no pasa de ser
otra frase populista, puesto que se trata de una
democracia o de una revolución, términos antitéticos. Uno
puede leer a todos los grandes pensadores sobre el tema,
desde Tocqueville hasta el
contemporáneo Finkielkraut y
no otra conclusión puede sacar de las ciencias
políticas.
Mucho se
ha escrito sobre la decepción de la democracia que sufren
los pueblos por su supuesta incapacidad por resolver los
problemas, en esta parte nuestra del mundo los eternos, la
pobreza, la falta de educación o la inseguridad. Algunos
sostienen que es necesario reinventar la democracia y
llenarla de adjetivos, mientras otros piensan que se le
está pidiendo a la democracia lo que no es de su esencia o
competencia. En otras palabras, la democracia es
simplemente un sistema político formal, es decir, uno
donde se vive en libertad, donde la soberanía la ejerce el
pueblo en nombre de la humanidad, donde el poder está
dividido y existen mecanismos de control para evitar los
excesos. La eficacia o ineficacia no pueden, así,
atribuirse a un sistema político específico. Deben
atribuirse a aquellos que el pueblo ha elegido para
administrar. Otra cosa es el perfeccionamiento de la
libertad y libre expresión que es núcleo de la democracia.
Puede controlarse el abuso de las
partidocracias, establecer reglas claras para el
financiamiento electoral, establecer normas de elección
ajenas a las manipulaciones de todo tipo, en suma,
perfeccionar los mecanismos en que la democracia se
ejerce. La democracia sería, desde este punto de vista,
ajena a la ineficacia de quienes la encarnan desde el
poder. Quienes la encarnan son elegidos por el pueblo. Al
contrario de alguna expresión infeliz, los pueblos tienen
una aguda tendencia a equivocarse y también, por supuesto,
son manipulados, pero las manipulaciones (léase abuso de
los medios de comunicación, populismo, complacencias
verbales) también pueden ser controlados. La esencia de la
democracia es la contradicción y su debilidad más
peligrosa es la falta de cultura. Digamos que democracia y
dictadura no compiten en términos de eficacia, una no es
más eficaz que la otra. La democracia es libertad y el
totalitarismo es opresión. La democracia se llena de
contenido, de respuestas, de logros, dependiendo de
quienes la ejercen. De esta manera, el asunto de la
cultura reaparece en toda su magnitud.
Valoremos, es necesario aceptarlo, a la democracia sin el
referente alternativo de la dictadura. La democracia es
trágica porque puede ser intentada por pueblos sin
cultura. La tesis de que esos pueblos no deben tenerla nos
conduce al “cesarismo democrático” o a algunos modernos
pensadores que sostienen que hay que privar y matar porque
lo fundamental es el crecimiento económico y la
eliminación de la pobreza. Es preferible vivir la tragedia
propia de la democracia aún corriendo el riesgo de que la
mayoría se haga antidemocrática. El papel de los
intelectuales es fundamental. Deben perseverar en la
defensa del único clima posible a la creación, el de la
libertad, señalando constantemente toda desviación.
Siempre habrá algunos que se pasen al bando contrario.
Constantemente traigo a colación como algunas de las más
brillantes cabezas europeas entre el final del siglo XIX y
comienzos del XX combatieron las monarquías corruptas y
pedían la república para luego decepcionarse de la
república y dirigir todas sus invectivas contra las
mayorías, dando, así, desarrollo al germen fascista. Este
último también se engendra, pues, en la democracia
trágica. Retroceder a la aristocracia del pensamiento no
es la salida.
Debemos,
a estas alturas, aprender la lección: la democracia es
riesgo. En su búsqueda de las formas de gobierno el hombre
sigue razonando. Si bien murieron las ideologías, no lo ha
hecho la ciencia política. La soberanía radica en el
hombre y el pueblo la ejerce en su nombre. La democracia
es administración de las contradicciones, otra cosa es
tiranía. Los intelectuales debemos aprender que una cosa
es el ejercicio del poder y otra la reflexión sobre los
valores esenciales de la humanidad, la libertad incluida.
La revolución cultural es, pues, obra de quienes pensamos,
no de los gobiernos, porque cuando un gobierno proclama
una “revolución cultural” lo que quiere es destruir las
referencias. Cuando las referencias se pierden los
“pueblos soberanos” aletargados aman la paz de sepulcro de
las dictaduras.
tlopezmelendez@cantv.net