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De quienes inventaron la democracia
y la tragedia

por Teódulo López Meléndez  
lunes, 21 agosto 2006

 

La democracia es un invento de Atenas, al igual que la tragedia. Si vemos bien Grecia era trágica más allá de los hermosos textos literarios que crearon la palabra tragedia. Aún así, no es por ello que podemos definir a la democracia como trágica. Lo es porque la hemos defendido por oposición a totalitarismo. Una es la libertad, lo otro su cercenamiento. Una es el libre albedrío, lo otro la imposición. Así, hemos querido la democracia porque no queremos la dictadura.  

Robert Legros ha formulado una pequeña pero significativa ecuación que parte de un recordatorio casi perogrullesco pero vital. En la antigüedad no se era necesariamente ciudadano, la ciudadanía podía ser un premio, una dádiva o una recompensa. Hoy en día no, hoy se nace ciudadano simplemente por pertenecer al género humano. Ciudadanía y humanidad van juntas. De allí Alain Finkielkraut ha extraído una clara conclusión: la soberanía no radica en el pueblo. De esta manera, si se tiene conocimiento de la más moderna filosofía política, no es propio hablar de “pueblo soberano”. La soberanía radica en el hombre, es decir, en el ciudadano que tiene esa condición precisamente por humano. De esta manera, si la mayoría viola los derechos de un ciudadano estaría cometiendo un crimen y ser mayoría no la dota de impunidad. En otras palabras, ese concepto viejo de dotar al pueblo de soberanía es lo que ha abierto las puertas de las dictaduras. Ahora bien, ¿quién ejerce la soberanía? La ejerce el pueblo en nombre de la humanidad. Es bueno recordar que las tiranías de la mayoría pueden ser más crueles que las de un tirano en solitario, aunque, en verdad, no existe ninguno que no haya dicho que ejerce el poder en nombre de una inmensa mayoría que lo respalda, desde Stalin hasta Milosevic o Fujimori. La democracia trágica lo permite, la democracia es una constante duda, mientras las tiranías no tienen ninguna. Como lo asegura Finkielkraut “no se puede conferir al pueblo el poder de hacer cualquier cosa”. Si la mayoría se suma en una dirección incompatible con la esencia democrática la democracia ha consumado su tragedia. La “soberanía popular” pasa a ser un slogan ideológico sacrificado y sin valor. En otras palabras, la voluntad popular bien puede no ser democrática. Eso sucede, según la filósofa Hannah Arend, porque los pueblos a veces se convierten en chusma y lo hacen por una simple razón, la muerte de la cultura. Veamos bien que no hay régimen sospechoso que ame la cultura, aunque se llene la boca con ella.  

La democracia es trágica porque tiene elecciones y la verdadera pregunta que se formula cada vez que se convoca al pueblo a las urnas es si quiere seguir viviendo en democracia. Los déspotas convocan plebiscitos amañados para preguntar si se quiere seguir bajo su control. En la democracia, el “pueblo soberano” bien puede decidir que quiere vivir en dictadura, por diversas y variadas razones, porque en la democracia no ha encontrado seguridad, ni eficacia ni resolución del conflicto.   

Si recordamos un poco las bases de este sistema trágico, podremos ver que democracia es una administración de los intereses encontrados. La democracia es mediación y cuando no se media, cuando no se respetan las reglas que permiten la sana administración de las contradicciones, pues comiéncese a llamar a ese régimen como sea, pero no democrático. De esta manera, en sentido estricto, no puede haber una “revolución democrática”, lo que no pasa de ser otra frase populista, puesto que se trata de una democracia o de una revolución, términos antitéticos. Uno puede leer a todos los grandes pensadores sobre el tema, desde Tocqueville hasta el contemporáneo Finkielkraut y no otra conclusión puede sacar de las ciencias políticas.  

Mucho se ha escrito sobre la decepción de la democracia que sufren los pueblos por su supuesta incapacidad por resolver los problemas, en esta parte nuestra del mundo los eternos, la pobreza, la falta de educación o la inseguridad. Algunos sostienen que es necesario reinventar la democracia y llenarla de adjetivos, mientras otros piensan que se le está pidiendo a la democracia lo que no es de su esencia o competencia. En otras palabras, la democracia es simplemente un sistema político formal, es decir, uno donde se vive en libertad, donde la soberanía la ejerce el pueblo en nombre de la humanidad, donde el poder está dividido y existen mecanismos de control para evitar los excesos. La eficacia o ineficacia no pueden, así, atribuirse a un sistema político específico. Deben atribuirse a aquellos que el pueblo ha elegido para administrar. Otra cosa es el perfeccionamiento de la libertad y libre expresión que es núcleo de la democracia. Puede controlarse el abuso de las partidocracias, establecer reglas claras para el financiamiento electoral, establecer normas de elección ajenas a las manipulaciones de todo tipo, en suma, perfeccionar los mecanismos en que la democracia se ejerce. La democracia sería, desde este punto de vista, ajena a la ineficacia de quienes la encarnan desde el poder. Quienes la encarnan son elegidos por el pueblo. Al contrario de alguna expresión infeliz, los pueblos tienen una aguda tendencia a equivocarse y también, por supuesto, son manipulados, pero las manipulaciones (léase abuso de los medios de comunicación, populismo, complacencias verbales) también pueden ser controlados. La esencia de la democracia es la contradicción y su debilidad más peligrosa es la falta de cultura. Digamos que democracia y dictadura no compiten en términos de eficacia, una no es más eficaz que la otra. La democracia es libertad y el totalitarismo es opresión. La democracia se llena de contenido, de respuestas, de logros, dependiendo de quienes la ejercen. De esta manera, el asunto de la cultura reaparece en toda su magnitud.  

Valoremos, es necesario aceptarlo, a la democracia sin el referente alternativo de la dictadura. La democracia es trágica porque puede ser intentada por pueblos sin cultura. La tesis de que esos pueblos no deben tenerla nos conduce al “cesarismo democrático” o a algunos modernos pensadores que sostienen que hay que privar y matar porque lo fundamental es el crecimiento económico y la eliminación de la pobreza. Es preferible vivir la tragedia propia de la democracia aún corriendo el riesgo de que la mayoría se haga antidemocrática. El papel de los intelectuales es fundamental. Deben perseverar en la defensa del único clima posible a la creación, el de la libertad, señalando constantemente toda desviación. Siempre habrá algunos que se pasen al bando contrario. Constantemente traigo a colación como algunas de las más brillantes cabezas europeas entre el final del siglo XIX y comienzos del XX combatieron las monarquías corruptas y pedían la república para luego decepcionarse de la república y dirigir todas sus invectivas contra las mayorías, dando, así, desarrollo al germen fascista. Este último también se engendra, pues, en la democracia trágica. Retroceder a la aristocracia del pensamiento no es la salida.  

Debemos, a estas alturas, aprender la lección: la democracia es riesgo. En su búsqueda de las formas de gobierno el hombre sigue razonando. Si bien murieron las ideologías, no lo ha hecho la ciencia política. La soberanía radica en el hombre y el pueblo la ejerce en su nombre. La democracia es administración de las contradicciones, otra cosa es tiranía. Los intelectuales debemos aprender que una cosa es el ejercicio del poder y otra la reflexión sobre los valores esenciales de la humanidad, la libertad incluida. La revolución cultural es, pues, obra de quienes pensamos, no de los gobiernos, porque cuando un gobierno proclama una “revolución cultural” lo que quiere es destruir las referencias. Cuando las referencias se pierden los “pueblos soberanos” aletargados aman la paz de sepulcro de las dictaduras. 

tlopezmelendez@cantv.net

 
 
 
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