En
alguna ocasión Lacan
implementó la palabra-concepto “yocracia”.
Podríamos decir etimológicamente que es el gobierno de
sí mismo. Uno ilusorio, claro está, dado que el hombre
contemporáneo no se gobierna a sí mismo y está perdiendo
aceleradamente la capacidad de gobernarse en sociedad.
La “yocracia”, pensamos
nosotros, es el producto de la sociedad del bienestar.
El goce es el nuevo alimento posible y en él el hombre
se solaza. El bienestar conduce al rompimiento del lazo
social. Por lo demás, ese goce se homogeneiza, se hacen
universales las maneras. La “yocracia”,
paradójicamente, está inserta en una homogénea
subjetividad absoluta prefabricada e impuesta. De manera
que podemos traducir “yocracia”
como individualismo autista.
La democracia implica el
interés por lo colectivo y es, en el fondo, incompatible
con el egoísmo. Si el interés colectivo, en esta forma
de gobierno, está por encima del interés particular,
podemos comenzar a entender porqué la democracia
presenta resquebrajaduras. La “realidad real” de lo
social ha sido sustituida por la “realidad
fantasmagórica” de la imagen. El mundo del hombre que se
satisface, el “yócrata”,
está representado por la imagen, mientras cada vez más
gruesas masas empobrecidas no tienen expresión política.
Para seguir utilizando, seguramente de manera distinta
al original, palabras lacanianas,
la gran masa de la población está “forcluida”.
El hombre dominado por el
afán de bienestar carece de significado. Ha ido largando
el sentido de lo eterno. Se ha convertido en un
“dividuo”. La cultura y el pensamiento son estorbos que
impiden el acceso al bienestar. De esta manera la
organización política sufre las consecuencias. Se hace
indispensable la sepultura de la política. Sin política
el cuerpo social no puede funcionar. Queda abierto el
camino hacia la aparición de las nuevas formas de
totalitarismo.
Quizás Nelson
Mandela haya sido el último
de los héroes. Pertenece a un lejano siglo XX que no
reproducirá en el XXI las manifestaciones de heroísmo,
sino las consecuencias totalitarias. El “yócrata”
es el antihéroe. El político no tiene ya ninguna
similitud con el héroe, es, más bien, una especie en
vías de extinción. Surge, entonces, la
antipolítica a llenar el
vacío. El dedo acusador contra la degeneración de los
partidos y de la democracia se alza como el nuevo héroe.
Es el hombre fuerte, el aspirante a la nueva forma
dictatorial del siglo XXI que ya no llena estadios con
prisioneros sino que utiliza el arma fundamental del
viejo sistema: el poder
massmediático. El eros
que ha sido derrotado, abandonado y lanzado a la cesta
del olvido por la “yocracia”
es sustituido por el “amor” que el dictador emergente
ofrece: “amor al pueblo”, “amor a las pobres”, “amor a
los desposeídos”, “amor a los débiles” y lo que quizás
sea peor, “amor a la patria”, pues ello implica el
resurgimiento de una enfermedad del siglo XX: el
nacionalismo.
No hay duda del
resquebrajamiento del lazo social impulsado por la “yocracia”,
como no hay duda de la mediocridad de nuestro tiempo.
El mundo se ha hecho estéril y con él la forma ideal de
organización política, la democracia, sólo que tal
declive parece no angustiar al común, sólo a una minoría
alerta. Es que en este mundo mediatizado sólo se está
disponible para la trama comunicacional y la democracia
ha pasado a ser parte de ella. La cohesión viene ahora
desde allí, no de las instituciones políticas que
pasaron a ser enredadoras de la libre velocidad con que
el mercado y la comunicación deben desarrollarse. La
política está obligada a desdibujarse, no puede haber
instituciones de ella derivadas que se mantengan pues
automáticamente se convertirían en escollos. Esta es la
era de la velocidad impuesta por lo técnico-mediático y
las viejas ideas que inspiraron a la democracia no son
compatibles con la velocidad.
Démonos cuenta de que
estamos perdiendo la memoria. El totalitarismo de nuevo
cuño lo primero que intenta es desterrarla, signándola
como dañina. Sin memoria la política carece de sentido.
Los políticos se han hecho la rutina, los
administradores del aburrimiento, se han hecho
innecesarios. Las nuevas formas de organización social
no los necesitan.
Lo que vemos en el mundo
actual nos indica la crisis del Estado-nación, pero
también el de nación. La complejidad social (recuérdese
el grado extremo de pobreza de alrededor del 80 por
ciento de nuestras poblaciones) ha acabado con el lema
de “identidad nacional” como elemento de cohesión y
pertenencia; en este sentido se pone en duda que tal
complejidad pueda reducirse a una sola voluntad
colectiva. La segunda es que el viejo asunto de la
mayoría decidiendo en democracia con el acatamiento de
la minoría ha pasado a ser una entelequia y, en
consecuencia, la idea misma de representatividad válida
se diluye. En otras palabras, no hay nadie que
represente lo que podríamos denominar “intereses
generales”. Eso hace saltar por los aires infinidad de
conceptos sobre los cuales se ha basado la democracia.
Más claro aún: se está tornando imposible definir una
“identidad social”. Antes pertenecer a un partido, por
ejemplo, nos dotaba de una identidad. Ahora no, y cada
uno construye su propia “yocracia”.
Vivimos en lo que Lipovetsky
llamó “la era del vacío”.
Para
Gauchet estaríamos entrando en lo colectivo sin
colectivo, esto es vamos hacia una democracia contra sí
misma y lo explica arguyendo que antes se conjugaban en
la ciudadanía lo general y lo particular, o lo que es lo
mismo, cada uno asumía el punto de vista del común desde
su propio punto de vista. En lo que ahora tenemos
prevalece la disyunción: cada uno hace valer su
particularidad. La despolitización se alimenta con la
actitud, por parte de la sociedad, de no querer hablar
de política y con lo que él llama ejercicio profesional
de la política basado en la “demagogia de la
diversidad”.
Jacques
Rancière se centra en la relación entre política
y filosofía, una que se torna vital analizar en esta
hora de rebrote totalitario.
Rancière nos propone rescatar la política como
“fenómeno pensable”, en su “operatividad como
acontecimiento”. Es decir, liberarla del sentido
centrado en una filosofía de la historia y de su
carácter superestructural.
Acontecimiento es lo que detiene la mera sucesión de los
hechos y exige una interpretación, es lo que intuye el
conflicto y da lugar al desacuerdo necesario; es
evidente que sin desacuerdo no hay política pues integra
la racionalidad misma de la interacción. Estigmatizar al
desacuerdo es el acoso que vivimos las víctimas del
nuevo totalitarismo. Rancière
no vacila: cuando la política desaparece viene la
policía.