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Cuando la política desaparece
viene la policía

por Teódulo López Meléndez  
domingo,16 julio 2006

 

En alguna ocasión Lacan implementó la palabra-concepto “yocracia”. Podríamos decir etimológicamente que es el gobierno de sí mismo. Uno ilusorio, claro está, dado que el hombre contemporáneo no se gobierna a sí mismo y está perdiendo aceleradamente la capacidad de gobernarse en sociedad. La “yocracia”, pensamos nosotros, es el producto de la sociedad del bienestar. El goce es el nuevo alimento posible y en él el hombre se solaza. El bienestar conduce al rompimiento del lazo social. Por lo demás, ese goce se homogeneiza, se hacen universales las maneras. La “yocracia”, paradójicamente, está inserta en una homogénea subjetividad absoluta prefabricada e impuesta. De manera que podemos traducir “yocracia” como individualismo autista.

  

La democracia implica el interés por lo colectivo y es, en el fondo, incompatible con el egoísmo. Si el interés colectivo, en esta forma de gobierno, está por encima del interés particular, podemos comenzar a entender porqué la democracia presenta resquebrajaduras. La “realidad real” de lo social ha sido sustituida por la “realidad fantasmagórica” de la imagen. El mundo del hombre que se satisface, el “yócrata”, está representado por la imagen, mientras cada vez más gruesas masas empobrecidas no tienen expresión política. Para seguir utilizando, seguramente de manera distinta al original, palabras lacanianas, la gran masa de la población está “forcluida”.

  

El hombre dominado por el afán de bienestar carece de significado. Ha ido largando el sentido de lo eterno. Se ha convertido en un “dividuo”. La cultura y el pensamiento son estorbos que impiden el acceso al bienestar. De esta manera la organización política sufre las consecuencias. Se hace indispensable la sepultura de la política. Sin política el cuerpo social no puede funcionar. Queda abierto el camino hacia la aparición de las nuevas formas de totalitarismo.

  

Quizás Nelson Mandela haya sido el último de los héroes. Pertenece a un lejano siglo XX que no reproducirá en el XXI las manifestaciones de heroísmo, sino las consecuencias totalitarias. El “yócrata” es el antihéroe. El político no tiene ya ninguna similitud con el héroe, es, más bien, una especie en vías de extinción. Surge, entonces, la antipolítica a llenar el vacío. El dedo acusador contra la degeneración de los partidos y de la democracia se alza como el nuevo héroe. Es el hombre fuerte, el aspirante a la nueva forma dictatorial del siglo XXI que ya no llena estadios con prisioneros sino que utiliza el arma fundamental del viejo sistema: el poder massmediático. El eros que ha sido derrotado, abandonado y lanzado a la cesta del olvido por la “yocracia” es sustituido por el “amor” que el dictador emergente ofrece: “amor al pueblo”, “amor a las pobres”, “amor a los desposeídos”, “amor a los débiles” y lo que quizás sea peor, “amor a la patria”, pues ello implica el resurgimiento de una enfermedad del siglo XX: el nacionalismo.

   

No hay duda del resquebrajamiento del lazo social impulsado por la “yocracia”, como no hay duda de la mediocridad de nuestro tiempo.  El mundo se ha hecho estéril y con él la forma ideal de organización política, la democracia, sólo que tal declive parece no angustiar al común, sólo a una minoría alerta. Es que en este mundo mediatizado sólo se está disponible para la trama comunicacional y la democracia ha pasado a ser parte de ella. La cohesión viene ahora desde allí, no de las instituciones políticas que pasaron a ser enredadoras de la libre velocidad con que el mercado y la comunicación deben desarrollarse. La política está obligada a desdibujarse, no puede haber instituciones de ella derivadas que se mantengan pues automáticamente se convertirían en escollos. Esta es la era de la velocidad impuesta por lo técnico-mediático y las viejas ideas que inspiraron a la democracia no son compatibles con la velocidad.

  

Démonos cuenta de que estamos perdiendo la memoria. El totalitarismo de nuevo cuño lo primero que intenta es desterrarla, signándola como dañina. Sin memoria la política carece de sentido. Los políticos se han hecho la rutina, los administradores del aburrimiento, se han hecho innecesarios. Las nuevas formas de organización social no los necesitan.

  

Lo que vemos en el mundo actual nos indica la crisis del Estado-nación, pero también el de nación. La complejidad social (recuérdese el grado extremo de pobreza de alrededor del 80 por ciento de nuestras poblaciones) ha acabado con  el lema de “identidad nacional” como elemento de cohesión y pertenencia; en este sentido se pone en duda que tal complejidad pueda reducirse a una sola voluntad colectiva. La segunda es que el viejo asunto de la mayoría decidiendo en democracia con el acatamiento de la minoría ha pasado a ser una entelequia y, en consecuencia, la idea misma de representatividad válida se diluye. En otras palabras, no hay nadie que represente lo que podríamos denominar “intereses generales”. Eso hace saltar por los aires infinidad de conceptos sobre los cuales se ha basado la democracia. Más claro aún: se está tornando imposible definir una “identidad social”. Antes pertenecer a un partido, por ejemplo, nos dotaba de una identidad. Ahora no, y cada uno construye su propia “yocracia”. Vivimos en lo que Lipovetsky llamó “la era del vacío”.

  

Para Gauchet estaríamos entrando en lo colectivo sin colectivo, esto es vamos hacia una democracia contra sí misma y lo explica arguyendo que antes se conjugaban en la ciudadanía lo general y lo particular, o lo que es lo mismo, cada uno asumía el punto de vista del común desde su propio punto de vista. En lo que ahora tenemos prevalece la disyunción: cada uno hace valer su particularidad. La despolitización se alimenta con la actitud, por parte de la sociedad, de no querer hablar de política y con lo que él llama ejercicio profesional de la política basado en la “demagogia de la diversidad”.

  

Jacques Rancière se centra en la relación entre política y filosofía, una que se torna vital analizar en esta hora de rebrote totalitario. Rancière nos propone rescatar la política como “fenómeno pensable”, en su “operatividad como acontecimiento”. Es decir, liberarla del sentido centrado en una filosofía de la historia y de su carácter superestructural. Acontecimiento es lo que detiene la mera sucesión de los hechos y exige una interpretación, es lo que intuye el conflicto y da lugar al desacuerdo necesario; es evidente que sin desacuerdo no hay política pues integra la racionalidad misma de la interacción. Estigmatizar al desacuerdo es el acoso  que vivimos las víctimas del nuevo totalitarismo. Rancière no vacila: cuando la política desaparece viene la policía.

tlopezmelendez@cantv.net

 
 
 
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