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Televisión versus democracia
por Teódulo López Meléndez  
viernes, 14 julio 2006

 

El asunto que comienza a plantearse es el de los efectos dañinos del mundo tecno-mediático sobre la democracia. Ahora vamos más allá del poder massmediático en sí, para arribar al planteamiento de una eventual incompatibilidad de los valores democráticos con las normas de la comunicación. Si el hombre se convierte en un  mero animal simbólico este sistema político habrá perdido toda racionalidad. Giovanni Sartori lo define como “la primacía de la imagen, es decir, de lo visible sobre lo intelegible”. El hombre que “mira la pantalla” se está convirtiendo en alguien que no entiende. Los sistemas de medir la llamada “opinión pública” están trasladándose a un botón del telecomando y quien aprieta ese botón es alguien sin capacidad de pensamiento abstracto. Ese viejo carcamal llamado partido político depende ahora de fuerzas que escapan al trabajo de captación de miembros o a los planteamientos profundos sobre proyectos de gobierno. Las encuestas se hacen cada vez más sofisticadas y, al mismo tiempo, más erráticas, pero forman parte del conjunto de destrucción de algo que hoy es una entelequia y, no obstante, se sigue llamando “opinión pública”.  

Los contendores de la democracia, en términos absolutos, han cambiado. Los viejos enemigos se derruyeron, pero muchos nuevos han surgido, el populismo, las nuevas autocracias constitucionales que se amparan en un Estado de Derecho falsificado y construido a la medida.   

Si la democracia es un ejercicio de opinión, o “gobierno de opinión” conforme a la definición de Albert Dicey, la democracia es un cascarón vacío, pues como bien lo observa Sartori las opiniones son “ideas ligeras” que no deben ser probadas. Hemos visto como los llamados “programas de gobierno” que antes elaboraban los aspirantes al poder han caído en total desuso, por la sencilla razón de que no influyen electoralmente. Basta manejar dos o tres cuestiones machacantes para definir a esa debilidad variable llamada “opinión pública”. Ahora bien, en esta era tecno-mediática las opiniones no son independientes, no surgen del conglomerado, al contrario, le vienen impuestas por el ejercicio massmediático. Numerosos analistas han señalado la desaparición de lo sensible, puesto que la televisión borra los conceptos y hace del hombre un receptor que ve sin comprender. Ello explica la creciente e indetenible ignorancia de los políticos. Hemos llegado a una regla massmediática: quien aparece conceptual no puede ganar las elecciones.  

Cuando hablamos de falta de ideas no nos referimos a los pensadores. Los intelectuales europeos, fundamentalmente, pues fue en Europa donde la democracia presentó los primeros síntomas de fallas, se han dedicado al tema desde la década de los 60, en una tradición que creemos comenzaron el filósofo italiano Norberto Bobbio y el británico Raymond William que se extiende hasta nuestros días con Alain Finkielkraut. Por supuesto que cuando Bobbio comienza sus análisis lo massmediático no había adquirido el desarrollo actual, sin embargo el italiano lo olfatea. Ya veía venir el mundo del instante a que nos ha sometido la pantalla-ojo, una instantaneidad ajena a la conciencia.   

Lo que sí está en entredicho desde lejanas décadas es el concepto de “opinión pública”, la falacia que la envuelve al no ser otra cosa que una inducción, y la representatividad misma. Un término se puso de moda para señalar un ideal de avance, la llamada “democracia participativa”, que parece ser algo así como una búsqueda aproximativa de democracia directa. A ello se sumaron las crisis obvias del Parlamento, de las elecciones mismas y, a mi entender la más grave de todas las crisis, el ejercicio de la política condicionada por el poder tecno-mediático.  

No es, pues, falta de pensadores ocupándose del tema. Donde no hay ideas es en los gobernantes, en los gobernados, en los políticos y en las masas fraccionadas y anarquizadas por el efecto massmediático. La victoria absoluta de la democracia, proclamada a la caída del muro de Berlín, ha devenido en una crisis de alto riesgo donde todos los conceptos están siendo sometidos a revisión y donde las instituciones tradicionales parecen derrumbarse. En Europa puede sentirse más el efecto de la globalización, a lo interno, pues la experiencia de la unidad externa continúa adelante a pesar de los lógicos tropiezos, siendo, precisamente esa integración, el experimento más exitoso iniciado por el hombre en este campo, un asidero que impide la profundización de la crisis. En los países latinoamericanos es la política la que desaparece y sin ella no hay estructura social capaz de generar dirigentes y menos gobierno. La concepción misma de lo que es, o debería ser, un gobierno democrático está bajo cuestionamiento y, como nunca, una ola de populismo proclama a las mayorías irredentas con el derecho de gobernar ejerciendo una especie de nueva autocracia de las mayorías. El problema del ejercicio de la política es también un problema cultural: los sistemas educativos parecen haber fracasado estrepitosamente y los pueblos se muestran cada vez más ignorantes. La pantalla-ojo llena de estereotipos, hace de la decisión, o de la simple participación política, un acto sin ideas. Los políticos, cada vez más mediocres y más torpes, se rinden ante el poder massmediático y hacen de la política una banal actuación bochornosa.

Todo nos lleva a los conceptos de poder y de Estado. Es obvia la crisis del Estado-nación, como obvia la certeza de que una nueva forma de poder está apareciendo, aún en las nebulosas de la imprecisión, pero fundamentalmente distinto a lo que hasta ahora hemos entendido por tal. Debemos decir que la era industrial terminó, a la que se asocia la idea tradicional de democracia, y que estamos en otra, la massmediática, cuyas imposiciones, obviamente, están desgarrando a la democracia misma. El insurgir de la defensa de los derechos humanos ha servido para limitar los brotes totalitarios que se muestran como un mal síntoma, pero la crisis del Estado social ha puesto en evidencia una economía injusta que ha pasado a ser una fábrica de pobres en los países dependientes.  

A los pensadores de lo político los leemos unos pocos, unos pocos estamos alertas sobre los males que se ciernen sobre la democracia, algunos pueden escribir en los periódicos sobre estos temas, otros no, pero ciertamente el pensamiento de la filosofía política no ha influido en nada en el comportamiento simiesco de los políticos y de todo lo que de ellos depende. Podemos reconocer que el pensamiento es lento, pero también que no tiene el poder de los massmedias que convierte todo en instantáneo, en intrascendente, en banal, incluyendo lo principal, la forma de gobierno. Sobre todo no se parecen a las ideologías que equivalían a piedras inmodificables o sistemas cerrados, más bien  se parecen a una creciente incultura que se ha apoderado de las sociedades, en gran parte por el efecto de la pantalla embrutecedora.  

La escasa influencia del pensamiento sobre la democracia en la democracia misma se debe a la crisis de todo pensamiento trascendente en un mundo de bodrios, de insubstancialidad y a que diagnostica de modo diferente a como se construyeron las ideologías derruidas. No se trata de un plano que se proclame poseedor de la verdad ni pretenda proclamar la solución de los problemas del hombre. Se trata de un conjunto de diagnósticos y de advertencias. Que los políticos no oyen advertencias está claro en Venezuela desde cuando aparentemente se entendió que era necesario reformar el Estado y se creó la COPRE, para luego desoír todas y cada una de las recomendaciones de allí emanadas. Las clases medias, actores claves en toda acción política, sólo se movilizan cuando creen amenazados sus derechos, son clases bobaliconas y anárquicas que convierten una asamblea de vecinos en una especie de reunión de condominio de su edificio. Son las clases medias el ejemplo de inacción funcional inducida por la pantalla-ojo o el instrumento manipulable para los intereses particulares disfrazados de colectivos.

tlopezmelendez@cantv.net

 
 
 
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