El
asunto que comienza a plantearse es el de los efectos
dañinos del mundo tecno-mediático
sobre la democracia. Ahora vamos más allá del poder
massmediático en sí, para
arribar al planteamiento de una eventual
incompatibilidad de los valores democráticos con las
normas de la comunicación. Si el hombre se convierte en
un mero animal simbólico este sistema político habrá
perdido toda racionalidad. Giovanni
Sartori lo define como “la
primacía de la imagen, es decir, de lo visible sobre lo
intelegible”. El
hombre que “mira la pantalla” se está convirtiendo en
alguien que no entiende. Los sistemas de medir la
llamada “opinión pública” están trasladándose a un botón
del telecomando y quien aprieta ese botón es alguien sin
capacidad de pensamiento abstracto. Ese viejo carcamal
llamado partido político depende ahora de fuerzas que
escapan al trabajo de captación de miembros o a los
planteamientos profundos sobre proyectos de gobierno.
Las encuestas se hacen cada vez más sofisticadas y, al
mismo tiempo, más erráticas, pero forman parte del
conjunto de destrucción de algo que hoy es una
entelequia y, no obstante, se sigue llamando “opinión
pública”.
Los contendores de la
democracia, en términos absolutos, han cambiado. Los
viejos enemigos se derruyeron, pero muchos nuevos han
surgido, el populismo, las nuevas autocracias
constitucionales que se amparan en un Estado de Derecho
falsificado y construido a la medida.
Si la democracia es un
ejercicio de opinión, o “gobierno de opinión” conforme a
la definición de Albert
Dicey, la democracia es un
cascarón vacío, pues como bien lo observa
Sartori las opiniones son
“ideas ligeras” que no deben ser probadas. Hemos visto
como los llamados “programas de gobierno” que antes
elaboraban los aspirantes al poder han caído en total
desuso, por la sencilla razón de que no influyen
electoralmente. Basta manejar dos o tres cuestiones
machacantes para definir a esa debilidad variable
llamada “opinión pública”. Ahora bien, en esta era
tecno-mediática las
opiniones no son independientes, no surgen del
conglomerado, al contrario, le vienen impuestas por el
ejercicio massmediático.
Numerosos analistas han señalado la desaparición de lo
sensible, puesto que la televisión borra los conceptos y
hace del hombre un receptor que ve sin comprender. Ello
explica la creciente e indetenible
ignorancia de los políticos. Hemos llegado a una regla
massmediática: quien aparece
conceptual no puede ganar las elecciones.
Cuando hablamos de falta de
ideas no nos referimos a los pensadores. Los
intelectuales europeos, fundamentalmente, pues fue en
Europa donde la democracia presentó los primeros
síntomas de fallas, se han dedicado al tema desde la
década de los 60, en una tradición que creemos
comenzaron el filósofo italiano Norberto
Bobbio y el británico
Raymond William que se
extiende hasta nuestros días con
Alain Finkielkraut.
Por supuesto que cuando Bobbio
comienza sus análisis lo
massmediático no había adquirido el desarrollo
actual, sin embargo el italiano lo olfatea. Ya veía
venir el mundo del instante a que nos ha sometido la
pantalla-ojo, una instantaneidad ajena a la conciencia.
Lo que sí está en entredicho
desde lejanas décadas es el concepto de “opinión
pública”, la falacia que la envuelve al no ser otra cosa
que una inducción, y la representatividad misma. Un
término se puso de moda para señalar un ideal de avance,
la llamada “democracia participativa”, que parece ser
algo así como una búsqueda aproximativa de democracia
directa. A ello se sumaron las crisis obvias del
Parlamento, de las elecciones mismas y, a mi entender la
más grave de todas las crisis, el ejercicio de la
política condicionada por el poder
tecno-mediático.
No es, pues, falta de
pensadores ocupándose del tema. Donde no hay ideas es en
los gobernantes, en los gobernados, en los políticos y
en las masas fraccionadas y anarquizadas por el efecto
massmediático. La victoria
absoluta de la democracia, proclamada a la caída del
muro de Berlín, ha devenido en una crisis de alto riesgo
donde todos los conceptos están siendo sometidos a
revisión y donde las instituciones tradicionales parecen
derrumbarse. En Europa puede sentirse más el efecto de
la globalización, a lo interno, pues la experiencia de
la unidad externa continúa adelante a pesar de los
lógicos tropiezos, siendo, precisamente esa integración,
el experimento más exitoso iniciado por el hombre en
este campo, un asidero que impide la profundización de
la crisis. En los países latinoamericanos es la política
la que desaparece y sin ella no hay estructura social
capaz de generar dirigentes y menos gobierno. La
concepción misma de lo que es, o debería ser, un
gobierno democrático está bajo cuestionamiento y, como
nunca, una ola de populismo proclama a las mayorías
irredentas con el derecho de gobernar ejerciendo una
especie de nueva autocracia de las mayorías. El problema
del ejercicio de la política es también un problema
cultural: los sistemas educativos parecen haber
fracasado estrepitosamente y los pueblos se muestran
cada vez más ignorantes. La pantalla-ojo llena de
estereotipos, hace de la decisión, o de la simple
participación política, un acto sin ideas. Los
políticos, cada vez más mediocres y más torpes, se
rinden ante el poder massmediático
y hacen de la política una banal actuación bochornosa.
Todo nos lleva a los
conceptos de poder y de Estado. Es obvia la crisis del
Estado-nación, como obvia la certeza de que una nueva
forma de poder está apareciendo, aún en las nebulosas de
la imprecisión, pero fundamentalmente distinto a lo que
hasta ahora hemos entendido por tal. Debemos decir que
la era industrial terminó, a la que se asocia la idea
tradicional de democracia, y que estamos en otra, la
massmediática, cuyas
imposiciones, obviamente, están desgarrando a la
democracia misma. El insurgir de la defensa de los
derechos humanos ha servido para limitar los brotes
totalitarios que se muestran como un mal síntoma, pero
la crisis del Estado social ha puesto en evidencia una
economía injusta que ha pasado a ser una fábrica de
pobres en los países dependientes.
A los pensadores de lo
político los leemos unos pocos, unos pocos estamos
alertas sobre los males que se ciernen sobre la
democracia, algunos pueden escribir en los periódicos
sobre estos temas, otros no, pero ciertamente el
pensamiento de la filosofía política no ha influido en
nada en el comportamiento simiesco de los políticos y de
todo lo que de ellos depende. Podemos reconocer que el
pensamiento es lento, pero también que no tiene el poder
de los massmedias que
convierte todo en instantáneo, en intrascendente, en
banal, incluyendo lo principal, la forma de gobierno.
Sobre todo no se parecen a las ideologías que equivalían
a piedras inmodificables o sistemas cerrados, más bien
se parecen a una creciente incultura que se ha apoderado
de las sociedades, en gran parte por el efecto de la
pantalla embrutecedora.
La escasa influencia del
pensamiento sobre la democracia en la democracia misma
se debe a la crisis de todo pensamiento trascendente en
un mundo de bodrios, de insubstancialidad y a que
diagnostica de modo diferente a como se construyeron las
ideologías derruidas. No se trata de un plano que se
proclame poseedor de la verdad ni pretenda proclamar la
solución de los problemas del hombre. Se trata de un
conjunto de diagnósticos y de advertencias. Que los
políticos no oyen advertencias está claro en Venezuela
desde cuando aparentemente se entendió que era necesario
reformar el Estado y se creó la COPRE, para luego desoír
todas y cada una de las recomendaciones de allí
emanadas. Las clases medias, actores claves en toda
acción política, sólo se movilizan cuando creen
amenazados sus derechos, son clases bobaliconas y
anárquicas que convierten una asamblea de vecinos en una
especie de reunión de condominio de su edificio. Son las
clases medias el ejemplo de inacción funcional inducida
por la pantalla-ojo o el instrumento manipulable para
los intereses particulares disfrazados de colectivos.