Uno
de los defectos de la sociedad norteamericana, es el culto a
las “celebridades, o a los personajes famosos, especialmente
del show business.
En los últimos tiempos, la chica malcriada, consentida por
sus padres millonarios, Paris Hilton, capitalizo la atención
de la voluble media, dejando al país entero en el ridículo.
Por una semana, no importaban las guerras en Afganistán e
Irak, ni el debate sobre quehacer con unos 20 millones de
inmigrantes ilegales latinos.
El presidente Bush y toda la
plana mayor de la política norteamericana, pasaron a segundo
plano. La prensa, y muy especialmente, los dos grandes
canales por cable, CNN y MSNBC, que son nacionales, le
dedicaban la mayor parte de su espacio a esta rubiecita
frágil, de gestos y muescas faciales desafiantes, que debía
cumplir 23 días de prisión por violar normas básicas de
transito y prácticamente haberse reído de una previa sanción
judicial por manejar en estado inconveniente. Y contar,
generalmente, con la benevolencia de las autoridades.
El sheriff que la libero prematuramente, atizando el
escandalete jurídico, según un informe aislado, había
recibido un cheque de seis cifras de la familia Hilton, pero
no se investigo debidamente este caso de corrupción
policial. De paso, vale anotar que ese mismo sheriff, cuando
de inmigrantes hispanos se trata, legales o ilegales, solo
aplica la mano dura.
Mientras. En el resto del mundo se informa de homenajes y
aniversarios, como la pintora Frida Khalo en México o la
cantante Edith Piaff en Francia, a raíz de una película
sobre su difícil vida. En la sociedad del confort y la
bonanza, rinden pleitesía a una chica que no es buena
actriz, ni tiene habilidad alguna. Simplemente, es rica y
caprichosa y sirve para satisfacer el morbo popular por las
supuestas celebridades.
Algo anda mal en el American way of life.... Es la
decadencia de la “great society”.
A veces, me siento fatigado de escribir sobre estos temas.
Después de todo, la sociedad
norteamericana, tan poderosa como es, tiene constante y
excelente autocrítica. Ya sea con la crudeza de un Harold
Robbins (The Carpetbaggers), o con la sutileza de
dramaturgos como Neil Simon o Arthur Miller