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El general no tiene quien le comprenda
por Rafael Poleo
viernes, 25 julio 2008


El régimen actual venezolano pudiera describirse como uno más de los despotismos más o menos militares característicos del subdesarrollo. Digo describirse y no definirse porque éste no es un gobierno militar, sino el gobierno de un militar.

Los gobiernos son militares cuando la responsabilidad de gobernar la asumen las Fuerzas Armadas como institución. Así fueron los de Pérez Jiménez y Pinochet, generales que asumieron el gobierno por delegación de la institución militar. Cuando las Fuerzas Armadas consideraron que la dictadura impuesta por ellas en 1948 no podía ni debía prolongarse, le impusieron el retiro al presidente, por cierto el más distinguido de sus generales –porque Pérez Jiménez fue profesionalmente eximio. Algo parecido se puede afirmar de Pinochet. Las Fuerzas Armadas de Chile actuaron con un sentido de misión, y cumplida ésta entregaron el poder a los civiles. Por supuesto que esa misión la cumplieron de manera cruenta, según el concepto militar que se fija como objetivo la destrucción del enemigo. Esto se debe tener en cuenta al invocar la intervención de los militares en el proceso político. De todos modos, en las elecciones que convocaron, rigurosamente limpias, los militares presentaron un candidato presidencial que obtuvo la mayor votación individual, el 45%. Sabiamente, la oposición civil fue con candidato único, el demócrata cristiano Awlyn, quien ganó por estrecho margen y gobernó dentro de un pacto muy parecido al Punto Fijo venezolano. Es complejo el caso chileno, que por ilustrativo debería estudiarse con objetividad hasta científica.

Caso distinto el venezolano actual. Desaparecidos sus fundadores, nuestra democracia entró en un período de ineficacia y corrupción. Se creyó estable y esa estabilidad la asumió como patente para abusar. Desatendió el problema capital, la pobreza. Se desnaturalizó –por ejemplo, no había tal división de poderes, pues Legislativo y Judicial se hicieron sirvientes del Ejecutivo. Desatendió la advertencia hecha por Betancourt en 1974 ante una reunión de la Internacional Socialista: No siempre los militares asumen el poder por codicia o ganas de mandar, sino que lo recogen del lodo en el cual le han dejado caer los civiles.

Para 1988, el generalato consideraba que las Fuerzas Armadas debían intervenir, pero los golpes militares tenían mala prensa y sobre todo el veto de las potencias industrializadas, que recelaban de esa naturaleza hiper-nacionalista de los gobiernos militares. La mayoría de los oficiales era lo que el profesor Aníbal Romero ha llamado, quizás porque hay que llamarlos de algún modo, nasseristas. Alusión a Gamal Abdel Nasser, coronel egipcio que en 1952 derrocó el gobierno corrompido e incapaz del Rey Farouk e inició una modernización de la sociedad egipcia, reflejo de lo que el general Ataturk hizo en Turquía después de la Primera Guerra Mundial y Pérez Jiménez realizó parcialmente en Venezuela. Analogías en las cuales no se puede ir muy lejos, porque el nasserismo árabe no incluye el valor de la libertad, esencial en la cultura occidental y no exigible en la teocracia islámica.

Aquellos generales de 1988 intentaron actuar oblicuamente. Dejaron andar el descontento de los oficiales medios –se le llamó Comacate: comandantes, mayores, capitanes y tenientes. El golpe fallido del 4 de febrero de 1992, intentado por miembros del Comacate, ocurrió por complacencia del generalato, el cual posiblemente lo usó como globo de ensayo. El alborozo con que se le recibió demostraba que la intervención militar tenía gran apoyo en la sociedad. El proceso degenerativo se hubiera acelerado de no ser por la intervención de Rafael Caldera. Con un discurso de enorme habilidad pronunciado en el Congreso de la República al día siguiente del golpe, el líder conservador asumió la jefatura de aquel poderoso movimiento de opinión, arrancándolo de las manos de los militares. Después, Caldera se distrajo en la demolición de un sistema financiero ciertamente viciado y los políticos no supieron aprovechar el respiro que se les daba. Pero esa es otra historia.

Todo lo anterior es para enmarcar nuestro comentario sobre la emergencia de Raúl Baduel como dirigente opositor. Ante todo, se trata de un general con prestigio entre la oficialidad media. Eso alborota las expectativas de quienes consideran una solución militar para el problema venezolano. Baduel estimula esta picazón, muy venezolana por cierto, cuando proclama la necesidad de salir de Chávez cuanto antes, declaración que le pone en empatía con un amplio sector de la sociedad.

No obstante, los antecedentes de Baduel no son golpistas. De hecho, en diciembre de 1991, cuando los conjurados del Samán de Güere se reunieron en la casa de un conocido comerciante maracayero para preparar lo que sería el golpe del 4 de febrero, Baduel se opuso al plan presentado por Chávez. Dijo no estar de acuerdo ni con la idea ni con el método y se retiró de la reunión. Sus compañeros lo respetaban lo suficiente para que a nadie se le ocurriera pensar que podía delatarlos. Este episodio en nada disminuyó ese respeto entre sus compañeros de generación. Por otra parte, seguía compartiendo las objeciones al régimen de entonces, en lo cual coincidía un amplísimo número de venezolanos, como se demostraría en las elecciones de 1988, cuando la ahíta dirigencia democrática simplemente entró en desbandada.

Cuando en abril del 2002 la oficialidad media, en su mayoría nasserista, respaldó al Alto Mando Militar que exigió y obtuvo la renuncia del presidente Chávez, a Baduel se le supo en sintonía con el movimiento. Ocurrieron entonces hechos sobre los cuales se ha extendido un piadoso manto del cual no queda más remedio que levantar aunque sea una esquinita. El Alto Mando no dio un golpe, sino que expuso al presidente la gravedad de la situación y le recomendó con firmeza renunciar al cargo puesto que su permanencia en él suponía enfrentar a los militares con aquella enorme masa ciudadana movilizada el 11 de Abril, lo cual los militares rechazaban absolutamente. Chávez consultó con Fidel Castro y éste le aconsejó aceptar la realidad y refugiarse en Cuba.

Hasta este punto todo estaba dentro del marco constitucional. Con la renuncia escrita a mano por el propio Chávez, un grupo ultra-derechista se apoderó de la situación, desplazando al Alto Mando e imponiendo a Carmona. Los oficiales medios no aceptaron este cambio de orientación del movimiento. Entre ellos y Baduel hubo un intercambio de opiniones que concluyó con la irrupción en Fuerte Tiuna de los comandantes de batallones, los cuales retiraron su apoyo al movimiento, determinando la reposición de Chávez cuando éste lo que estaba era negociando las condiciones de su salida hacia Cuba.

En los dos episodios descritos, Baduel muestra una aceptación como automática del librito constitucional. Si eso es bueno o malo, no es materia de esta crónica. Sí se sabe que eso es parte de su personalidad, un tanto esquemática y formalista. En todo caso, lo cierto es que mientras fue militar activo se atuvo al librito y que apenas se libró de esa limitación expresó su rechazo al proyecto de cubanización, puntos de vista que, dicho sea con toda claridad, le conocían todos cuantos hablaban con él en los últimos años. (Éste cronista a Baduel lo conoce por fotografía y jamás ha hablado con él ni por teléfono, pero gente seria le ha venido informando sobre el pensamiento de este general).

Por supuesto, la comunidad política ha dado un salto de horror por el interés que las palabras de un militar han despertado. Curiosamente, anti-golpistas conspicuos como se les supone, estos políticos le reprochan que no haya dado un golpe cuando fue Comandante del Ejército y ministro de la Defensa. Esta alarma entre quienes aspiran a ser candidatos de la Oposición es explicable. ¡Si hasta la aplican a su propia gente, como Leopoldo López y María Corina Machado! Este cronista, como el brujo en la guaracha de Billo, se limita a sostener su lema: “¡Digo lo que veo!”.

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  Artículo publicado originalmente en el semanario Zeta


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