El
régimen actual venezolano pudiera describirse como uno más
de los despotismos más o menos militares característicos del
subdesarrollo. Digo describirse y no definirse porque éste
no es un gobierno militar, sino el gobierno de un militar.
Los gobiernos son militares cuando la responsabilidad de
gobernar la asumen las Fuerzas Armadas como institución. Así
fueron los de Pérez Jiménez y Pinochet, generales que
asumieron el gobierno por delegación de la institución
militar. Cuando las Fuerzas Armadas consideraron que la
dictadura impuesta por ellas en 1948 no podía ni debía
prolongarse, le impusieron el retiro al presidente, por
cierto el más distinguido de sus generales –porque Pérez
Jiménez fue profesionalmente eximio. Algo parecido se puede
afirmar de Pinochet. Las Fuerzas Armadas de Chile actuaron
con un sentido de misión, y cumplida ésta entregaron el
poder a los civiles. Por supuesto que esa misión la
cumplieron de manera cruenta, según el concepto militar que
se fija como objetivo la destrucción del enemigo. Esto se
debe tener en cuenta al invocar la intervención de los
militares en el proceso político. De todos modos, en las
elecciones que convocaron, rigurosamente limpias, los
militares presentaron un candidato presidencial que obtuvo
la mayor votación individual, el 45%. Sabiamente, la
oposición civil fue con candidato único, el demócrata
cristiano Awlyn, quien ganó por estrecho margen y gobernó
dentro de un pacto muy parecido al Punto Fijo venezolano. Es
complejo el caso chileno, que por ilustrativo debería
estudiarse con objetividad hasta científica.
Caso distinto el venezolano actual. Desaparecidos sus
fundadores, nuestra democracia entró en un período de
ineficacia y corrupción. Se creyó estable y esa estabilidad
la asumió como patente para abusar. Desatendió el problema
capital, la pobreza. Se desnaturalizó –por ejemplo, no había
tal división de poderes, pues Legislativo y Judicial se
hicieron sirvientes del Ejecutivo. Desatendió la advertencia
hecha por Betancourt en 1974 ante una reunión de la
Internacional Socialista: No siempre los militares asumen el
poder por codicia o ganas de mandar, sino que lo recogen del
lodo en el cual le han dejado caer los civiles.
Para 1988, el generalato consideraba que las Fuerzas Armadas
debían intervenir, pero los golpes militares tenían mala
prensa y sobre todo el veto de las potencias
industrializadas, que recelaban de esa naturaleza hiper-nacionalista
de los gobiernos militares. La mayoría de los oficiales era
lo que el profesor Aníbal Romero ha llamado, quizás porque
hay que llamarlos de algún modo, nasseristas. Alusión a
Gamal Abdel Nasser, coronel egipcio que en 1952 derrocó el
gobierno corrompido e incapaz del Rey Farouk e inició una
modernización de la sociedad egipcia, reflejo de lo que el
general Ataturk hizo en Turquía después de la Primera Guerra
Mundial y Pérez Jiménez realizó parcialmente en Venezuela.
Analogías en las cuales no se puede ir muy lejos, porque el
nasserismo árabe no incluye el valor de la libertad,
esencial en la cultura occidental y no exigible en la
teocracia islámica.
Aquellos generales de 1988 intentaron actuar oblicuamente.
Dejaron andar el descontento de los oficiales medios –se le
llamó Comacate: comandantes, mayores, capitanes y tenientes.
El golpe fallido del 4 de febrero de 1992, intentado por
miembros del Comacate, ocurrió por complacencia del
generalato, el cual posiblemente lo usó como globo de
ensayo. El alborozo con que se le recibió demostraba que la
intervención militar tenía gran apoyo en la sociedad. El
proceso degenerativo se hubiera acelerado de no ser por la
intervención de Rafael Caldera. Con un discurso de enorme
habilidad pronunciado en el Congreso de la República al día
siguiente del golpe, el líder conservador asumió la jefatura
de aquel poderoso movimiento de opinión, arrancándolo de las
manos de los militares. Después, Caldera se distrajo en la
demolición de un sistema financiero ciertamente viciado y
los políticos no supieron aprovechar el respiro que se les
daba. Pero esa es otra historia.
Todo lo anterior es para enmarcar nuestro comentario sobre
la emergencia de Raúl Baduel como dirigente opositor. Ante
todo, se trata de un general con prestigio entre la
oficialidad media. Eso alborota las expectativas de quienes
consideran una solución militar para el problema venezolano.
Baduel estimula esta picazón, muy venezolana por cierto,
cuando proclama la necesidad de salir de Chávez cuanto
antes, declaración que le pone en empatía con un amplio
sector de la sociedad.
No obstante, los antecedentes de Baduel no son golpistas. De
hecho, en diciembre de 1991, cuando los conjurados del Samán
de Güere se reunieron en la casa de un conocido comerciante
maracayero para preparar lo que sería el golpe del 4 de
febrero, Baduel se opuso al plan presentado por Chávez. Dijo
no estar de acuerdo ni con la idea ni con el método y se
retiró de la reunión. Sus compañeros lo respetaban lo
suficiente para que a nadie se le ocurriera pensar que podía
delatarlos. Este episodio en nada disminuyó ese respeto
entre sus compañeros de generación. Por otra parte, seguía
compartiendo las objeciones al régimen de entonces, en lo
cual coincidía un amplísimo número de venezolanos, como se
demostraría en las elecciones de 1988, cuando la ahíta
dirigencia democrática simplemente entró en desbandada.
Cuando en abril del 2002 la oficialidad media, en su mayoría
nasserista, respaldó al Alto Mando Militar que exigió y
obtuvo la renuncia del presidente Chávez, a Baduel se le
supo en sintonía con el movimiento. Ocurrieron entonces
hechos sobre los cuales se ha extendido un piadoso manto del
cual no queda más remedio que levantar aunque sea una
esquinita. El Alto Mando no dio un golpe, sino que expuso al
presidente la gravedad de la situación y le recomendó con
firmeza renunciar al cargo puesto que su permanencia en él
suponía enfrentar a los militares con aquella enorme masa
ciudadana movilizada el 11 de Abril, lo cual los militares
rechazaban absolutamente. Chávez consultó con Fidel Castro y
éste le aconsejó aceptar la realidad y refugiarse en Cuba.
Hasta este punto todo estaba dentro del marco
constitucional. Con la renuncia escrita a mano por el propio
Chávez, un grupo ultra-derechista se apoderó de la
situación, desplazando al Alto Mando e imponiendo a Carmona.
Los oficiales medios no aceptaron este cambio de orientación
del movimiento. Entre ellos y Baduel hubo un intercambio de
opiniones que concluyó con la irrupción en Fuerte Tiuna de
los comandantes de batallones, los cuales retiraron su apoyo
al movimiento, determinando la reposición de Chávez cuando
éste lo que estaba era negociando las condiciones de su
salida hacia Cuba.
En los dos episodios descritos, Baduel muestra una
aceptación como automática del librito constitucional. Si
eso es bueno o malo, no es materia de esta crónica. Sí se
sabe que eso es parte de su personalidad, un tanto
esquemática y formalista. En todo caso, lo cierto es que
mientras fue militar activo se atuvo al librito y que apenas
se libró de esa limitación expresó su rechazo al proyecto de
cubanización, puntos de vista que, dicho sea con toda
claridad, le conocían todos cuantos hablaban con él en los
últimos años. (Éste cronista a Baduel lo conoce por
fotografía y jamás ha hablado con él ni por teléfono, pero
gente seria le ha venido informando sobre el pensamiento de
este general).
Por supuesto, la comunidad política ha dado un salto de
horror por el interés que las palabras de un militar han
despertado. Curiosamente, anti-golpistas conspicuos como se
les supone, estos políticos le reprochan que no haya dado un
golpe cuando fue Comandante del Ejército y ministro de la
Defensa. Esta alarma entre quienes aspiran a ser candidatos
de la Oposición es explicable. ¡Si hasta la aplican a su
propia gente, como Leopoldo López y María Corina Machado!
Este cronista, como el brujo en la guaracha de Billo, se
limita a sostener su lema: “¡Digo lo que veo!”.
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Artículo publicado originalmente en el semanario Zeta |