El
desmantelamiento de la economía venezolana es ya una
realidad incontenible e irreversible. Quedará como el
resultado más importante de la irresponsabilidad de los
venezolanos cuando en 1998 eligieron Presidente de la
República a un ciudadano que proclamaba ignorar hasta lo más
elemental de cuanto debe saber un Jefe de Estado y de
Gobierno.
Esto quiere decir que Venezuela se irá convirtiendo en un
país de quinta categoría a los efectos prácticos, humanos,
de vida. La escasez llegará a niveles cubanos y, en muchos
rubros, hasta africanos. Quien haya estudiado con seriedad
el tema convendrá en que estas analogías no son exageradas.
Los precios se harán inaccesibles para la mayor parte de la
gente. Los pobres harán cola para recibir unos alimentos
insuficientes y de calidad tan baja como jamás imaginaron
que tendrían que comer. Sufrirán hambre y enfermedades.
Vivirán humillados por una realidad cruel en la cual ellos
serán la basura -aunque todos los días sus gobernantes, que
comerán completo y tendrán a sus hijos viviendo en Europa,
les dirán que son los privilegiados de la Tierra porque
todos esos sacrificios -impuestos, claro está, por El
Imperio- son en aras de una cosa llamada “La Revolución”.
Estas privaciones se reflejarán de inmediato en la
apariencia personal de los venezolanos. Volverán a ser
esmirriados y andrajosos, como en tiempos de Gómez. Se
acabaron esos muchachotes(as) robustos, como son los
vástagos del maestro Hugo de los Reyes Chávez, criados por
la Cuarta República.
Lo que les digo no está lejos. Mejor dicho, ya está aquí.
Puede verse por esas calles. El venezolano de pueblo muestra
la gordura fofa de quienes se alimentan de puro carbohidrato.
Parecen cubanos. Es el efecto de las harinas de baja calidad
substituyendo a las proteínas. Aquí no se come carne, ni
aquí, ni aquí. Tampoco leche y ni siquiera huevos. Los jefes
chavistas, ellos sí. En los mejores restaurantes no se bajan
del Buchanan 18 años con agua Perrier y el asado de tira
importado de Nueva Zelandia. Sus mujeres salen de los
automercados con esos carritos hasta los topes. Se llevan
los mejores cortes de carne importada. Mientras tanto, el
pueblo chavista hace cola para comer el pollo insípido de
Mercal.
Detesto la palabra culpa. Me suena a Tribunal de la
Inquisición, a catolicismo sórdido. (Soy un católico
jubiloso, sin temor pero con amor de Dios, convencido de que
Él me quiere y me cuida, enseñándome, en primer lugar a
portarme bien y a cumplir con mi deber). Pero por más vuelta
que le doy no encuentro manera de ignorar que de esta
desgracia tiene la culpa mucha gente. No, por cierto, Hugo
Rafael Chávez Frías. Es obvio que el ignorante ignora su
propia ignorancia. Como ignorante integral de lo que es el
Estado y su manejo, mal podía él saber que no sabía. La
culpa está en tres sectores. En primer lugar, el liderazgo
político y económico de los años noventa que, arrastrado por
la vanidad intelectual de los infantes neo-liberales,
pretendió cambiar el modelo económico a trancas y barrancas,
ignorando la realidad socio-política. (Ese mismo liderazgo
demostró ser, además, cobarde, cuando entregó a Chávez las
elecciones de 1988 y luego el Congreso Nacional en 1999. Por
no hablar de ahora “mesmo”). En segundo lugar, una mayoría
electoral estúpida, la misma que se había entusiasmado con
una reina de belleza y elegido por segunda vez a un
presidente sin los parámetros éticos indispensables para
conducir un país. (Esta mayoría electoral pone más cuidado
en la elección del botiquín donde se va echar palos el
viernes que en la del ciudadano en cuyas manos pondrá el
destino de la república). En tercer lugar, un estamento
militar que sin creer en el proyecto socialista se ha
convertido en único sustento real del grupito que lo
promueve, recibiendo -los militares- beneficios
inconfesables a cambio de ese apoyo. (Que no son socialistas
los militares se transparenta cada vez que uno de ellos
tiene que abordar el tema. Los suyos son discursos en la
cuerda floja, o de abierto rechazo al modelo cubano, como
una vez lo hiciera el ministro Maniglia. Pero ninguno tiene
bolas para pararle el trote al muchacho latinoamericano con
la cabeza llena de basura que está debilitando a la
república al punto de que nos llevará a la pérdida de la
soberanía con referencia especial a La Goajira y el Esequivo.
Y no hablo de tumbarlo -eso es otra cosa-, sino de hablarle
siquiera como cuando lo obligaron a aceptar la derrota del 2
de diciembre pasado).
Como Dios castiga sin palo y sin asador, los venezolanos
están viviendo la vida de humillaciones que se compraron en
las elecciones de 1998. Unos más que otros. De la culpa
exonero al pueblo-pueblo, porque ese siempre lo que ha
tenido es hambre y uno se explica que agarre aunque sea
fallo. No se puede exonerar igual a los políticos
mangasmeadas y a los militares cuánto-hay- pa'-eso. Pero los
grandes productores agrícolas están recibiendo su merecido.
Y conste que hablo de gente amiga, en cuya casa como y cuyo
destino compartí como agricultor “mesmo” hasta que el
programa económico de Pérez II, inspirado en las necesidades
de los agricultores del Medio Oeste estadounidense y no en
la realidad venezolana, me convenció de que José Giacopini
Zárraga tuvo razón cuando me dijo que hay tres maneras de
arruinarse: “La más rápida, el juego; la más sabrosa, las
mujeres; y la más dura, la agricultura”.
Esos productores agrícolas siempre han sido políticamente
torpes. Lo sé porque anduve con ellos un trecho largo. Allí
me encontraba siempre al hoy gobernador Manuit y a mi muy
apreciado el ex ministro y ex embajador Gaviria. Después,
cuando se formó el primer gabinete de La Quinta, vimos en él
a nombres emblemáticos de la producción agrícola. ¡Había que
ser bien ciego! Hoy andan por esas calles en papel de
plañideras.
Si Chávez tuviera cuatro dedos de frente, tendería la mano a
esos oligarcas del campo. Por cierto que ellos le
arrancarían el brazo, según reza la tradición de que ni
oligarca ni militar pelean. La razón es muy simple. Ya que
estamos usando una palabra tan odiosa y tan generalmente
injusta como “culpa”, la desinformación de Chávez tiene la
culpa de que no tengamos comida y la poca que hay esté tan
cara. Si él leyera algo más que los imbéciles panfletos
socialistas, si tuviera una mínima preparación para el
cargo, si permitiera a su alrededor algo más que jalabolas,
debió, desde antes de ocupar el trono, saber que la
humanidad entraba en esta era de escasez que apenas está
comenzando. Eso lo leía uno en todas partes. Ante esa
perspectiva, había que profundizar en la producción
agrícola. No comprando fincas su familia ni repartiendo
tierras en producción para entregarlas a campesinos que no
podían hacer mas que comerse las vacas y el crédito, sino
obligando a esos oligarcas a desarrollar un programa de
ampliación productiva de acuerdo a como lo hacen los países
que hoy producen comida.
Bueno… Pero la culpa no la tiene el ciego, sino quien le dio
el garrote.
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Artículo publicado originalmente en el semanario Zeta |