Hugo
Chávez debió pensarlo varias veces y hasta consultar con
Fidel Castro antes de ordenar la celebración del
quincuagésimo aniversario del derrocamiento de la dictadura
perezjimenista. De hecho, en 1998 el actual presidente
gestionó el respaldo del ex dictador cuyo derrocamiento
ahora celebra. Sobre el tema sostuve entonces una discusión
telefónica con el quisquilloso general. Con la minuciosidad
que le era propia, analizó las esperanzas que el teniente
coronel generaba y terminó difiriendo su dictamen, aunque
dejando un saldo favorable basado en que Chávez demolería el
sistema de partidos, que el general, obviamente, detestaba.
Entre las dos
figuras históricas se abre la determinante distinción entre
la eficacia de Pérez Jiménez y la ineficacia de Chávez.
Cierto que el proyecto de país desarrollado por el
perezjimenismo fue el de la Revolución de Octubre. Las obras
de Pérez Jiménez están anunciadas en el único discurso que
el presidente Gallegos pudo pronunciar ante el Congreso.
Pero fue Pérez Jiménez quien las realizó. Su administración
fue un ejemplo de eficacia, lo cual se explica por su
dedicación a la tarea administrativa y la calidad de los
colaboradores que supo reclutar. No sería caritativo
comparar el nivel aptitudinal de aquellos compatriotas con
el personal que Chávez ha podido recoger por ahí.
Analogías entre
las dos situaciones, también las hay. En los dos casos se
cumple aquello de que a los gobiernos no los tumban, sino
que se caen. En su año final, 1957, Pérez Jiménez había
caído en la debilidad de creer en su propio mito, común a
ese tipo de psiquismos narcisistas y megalomaníacos –a
Carlos Andrés Pérez le pasó lo mismo, pero esa es otra
historia. Laureano Vallenilla-Lanz me lo ilustró en su casa
de Versalles, el año 61, cuando le hice una pregunta que
repetí a varios próceres perezjimenistas: ¿Por qué un
gobierno que en 1957 parecía invulnerable, a fines de ese
año entra en picada y cae a las pocas semanas? El civil más
importante de aquel régimen no vaciló un segundo en
responder: “Porque él creyó que era Pérez Jiménez”. (Esto se
publicó en El Mundo, en 1961).
En los dos casos
es también visible la desvinculación de la realidad. Pérez
Jiménez me lo confesó paladinamente en una entrevista que le
hice en octubre de 1997, emitida en Televen y
publicada en Zeta. Explicó que se había sumergido en
la dirección de las obras públicas y descuidó tanto la
opinión de la calle como la de los militares –en el caso de
Chávez la distracción es hacia el proyecto internacional.
A Pérez Jiménez,
su derrota en las votaciones del 2 de diciembre de 1957 le
fue tan sorpresiva como a Chávez la suya cincuenta años
después. Pérez Jiménez reaccionó desconociendo los
resultados y acomodando los números como ya lo había hecho
en 1952. Chávez intentó lo mismo, pero solamente logró que
la diferencia desfavorable de un aproximado 10% se
acomodara a un margen adecuado a su ego.
En el caso de
Pérez Jiménez, los militares reaccionaron al mes, con el
alzamiento del 1º de enero de 1958, el cual desató la crisis
culminada en 22 días después, cuando el dictador hizo caso a
la advertencia del general Llovera Páez: “Vámonos, Pérez,
que el pescuezo no retoña”. En el caso de Chávez los
militares actuaron de otro modo, haciéndole sentir al
presidente que debía aceptar la derrota.
Siempre en
cuanto a los militares, hay total coincidencia en el modo
como los dos personajes reaccionan frente a la rebelión
militar. El alcalde Bernal relató al diario Jornal do
Povo, de Brasil, que el 12 de abril de 2002, cuando se
presentó ante Chávez para apoyarle en el combate que creía
inevitable, éste lo disuadió de toda resistencia
explicándole que Fidel Castro le había advertido que si lo
hacía terminaría como Allende. Y remató, refiriéndose a los
militares: “Esos canallas me han traicionado”. Exactamente
lo mismo le dijo Pérez Jiménez a su leal José Giacopini
Zárraga el 1º de enero de 1958, según relata T. E. Carrillo
Batalla en su libro sobre el tema, publicado en vida de
Giacopini.
Las
comparaciones son odiosas, pero también inevitables. La que
puede hacerse entre el dictador andino y el aspirante a tal
venido de los llanos, no favorece al llanero. Ni en lo que
se diferencian, ni en lo que se parecen.
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Artículo publicado originalmente en el diario El
Nuevo País |