Reivindiquemos
la palabra carajo. Rescatémosla del degrado en el cual yacen
las meras groserías carentes de sentido. El carajo no es –o
más bien era- otra cosa que la cesta de mimbre, a veces un
medio barril, atada en lo alto de la verga, así llamado el
palo mayor de aquellos veleros donde a los románticos nos
hubiera gustado navegar hacia tierras ignotas –tal soñábamos
cuando adolescentes.
A los marineros que se portaban
mal los mandaban al carajo. Duro castigo. Los vaivenes del
mar, soportables en la cubierta, allá arriba eran tremendos
bandazos ampliados por la altura. La inclinación de un metro
al pie del palo, en el carajo era arco amplísimo cuyo
recorrido sacudía al castigado. El mandado al carajo
vomitaba las tripas. Se suponía que entre basca y basca
debía mirar el horizonte, avistando tierras y navíos. Es muy
posible que Rodrigo de Triana, el marinero de Colón que
primero vio tierra americana, fuera un malaconducta a quien
Don Cristóbal mandó largo al carajo. Dicen que con ese
pretexto le quitó la recompensa ofrecida a quien primero
viera nuevas tierras. Todo es posible. El misterioso
almirante –así llamado por el historiógrafo venezolano
Carlos Brandt, en atención al modo como ocultaba su pasado-,
no era una Madre Teresa.
Conocido, mas no por ello
inútil, es el chiste del lorito borracho condenado al carajo.
Allá estaba cuando una tormenta barrió el buque y empezó a
hundirlo. El lorito castigado gozaba un puyero viendo como
abajo los oficiales eran arrastrados al mar mientras él se
creía a salvo allá arriba, en el carajo. “¡Se jodieron!”,
gritaba. “¡Se jodieron!”. Se hundía el buque. El agua subió
por la verga y llegó hasta el carajo. Sólo cuando se le
mojaron las plumas de las patas el lorito vio la realidad.
“Nos jodimos… Nos jodimos…”, fueron sus últimas palabras.
Esta modesta carajada es a
propósito de una verdadera carajada, la de la prensa
oficialista que se contenta porque está “En picada la
economía de EEUU”. (Título de abrir en “Últimas Noticias”
del miércoles 16 de julio). El tabloide se basa en el
informe sobre la situación económica que el presidente de la
Reserva Federal –banco central de EEUU- acaba de presentar
ante el Congreso. Cosas de los países serios, donde las
autoridades monetarias no tienen que hacer lo que diga un
déspota sin instrucción, sino que deben entregar cuentas es
al ciudadano común, compareciendo en fechas fijas ante la
representación popular para, con el país pendiente de sus
palabras, decir la verdad, toda la verdad y solamente la
verdad. Mentir allí es delito. Por supuesto, los
parlamentarios entienden lo que dice el funcionario y la
prensa lo divulga sin sesgarlo. Es el mundo civilizado, del
cual cada día estamos más lejanos.
En todo caso, lo que dijo el
presidente de la Reserva Federal no es nada nuevo.
Informaciones claras y comentarios autorizados sobre el tema
ocupan espacio y tiempo de los medios desde hace cuatro
años, y desde hace dos todo el mundo se prepara para el
golpetazo que viene. El primer sacudón se ha producido en
Estados Unidos porque esa es la locomotora de la economía
mundial. Desde hace un año quebró el mercado inmobiliario,
caldera de esa locomotora. Grandes bancos entraron en
crisis. Mes a mes se reducen las ventas de casas y
automóviles, industrias que más gente emplean y más dinero
mueven.
Hecho probado es que cuando la economía americana tiene
catarro, al mundo le da pulmonía. El crecimiento de China e
India, también de México y Brasil –democracias punteras de
América Latina, qué envidia-, entra en ralente porque sus
grandes ventas no son en la Avenida Baralt sino en el rico
mercado estadounidense. Ya Europa está tosiendo con el pecho
trancao, porque ella también depende de que los americanos
tengan con qué comprar sus exquisiteces, desde Dom Perignon
hasta Mercedes Benz.
Sólo un lorito inconsciente como
el que tenemos aquí, que aprendió a hablar con Fidel Castro,
puede alegrarse de esta situación sólo porque él esta
montado en el carajo. Ya en el año 29 la crisis mundial
tardó un par de años en llegar a Venezuela, pero aquí pegó
más duro que en Estados Unidos, cuya economía tuvo masa para
lanzar gigantescos planes de reactivación basados en las
ideas de John Maynard Keynes, un sujeto genial y, como suele
ocurrir, mal comprendido. Este inglés de gustos particulares
describió la manera eficaz de aplicar un déficit
presupuestario, no para gastarlo en fantasías egocéntricas
sino en obras de desarrollo que producirían para pagar la
deuda. En Venezuela, donde nunca hubo capacidad para prever
ni reaccionar, aquella gran recesión parió la generación
desnutrida, raquítica y canija que uno ve en las fotos de
los años cuarenta. Salimos de ella gracias a la Guerra
Mundial y de la mano de Estados Unidos. Desde mediados de
los años cuarenta, los cerebros que mueven aquella maraca de
país empezaron a prepararse para la embestida nazi, que
sabían inevitable. Fundamental fue buscar petróleo, de modo
que intensificaron las exploraciones y perforaciones en el
Zulia y en los llanos orientales de Venezuela. Por fin hubo
trabajo y circuló el dinero en este país menesteroso.
Necesitados de trabajar en tierras tropicales, los
americanos inventaron recursos como el insecticida DDT, que
hizo habitables regiones del mundo en las cuales la gente
arrastraba los pies agotada por el paludismo, la bilharzia,
la leshmaniasis y la fiebre amarilla. Las actuales
generaciones pueden hacerse una idea de aquello leyendo
“Casas Muertas”, del comunista Miguel Otero Silva. Eso fue
así como lo pintó el poeta. Les cuento que un día de los
años sesenta llegué a San Carlos (Cojedes) con el doctor
Enrique Tejera, padre del calvito homónimo, guapo e
ilustrado, que hace un par de años dio la cara frente a
Chávez. El viejo Tejera había sido ministro de López
Contreras al final de los años treinta. “No puedo dejar de
impresionarme cada vez que vengo aquí”, me dijo. “La primera
vez que vine, fue acompañando al presidente López. Llegamos
al mediodía. Bajamos del carro para caminar unas cuadras.
Nuestros pasos resonaban en las casas vacías”. Eran ciudades
que habían sido prósperas en la Colonia, ahora desoladas por
el paludismo. No sé qué están esperando llaneros como Hugo
Chávez para hacerle un monumento al robusto de figura pero
escuálido en política doctor Arnoldo Gabaldón (también padre
de un hijo homónimo de buena figuración en La Cuarta). Ese
médico que no se quitaba la corbata de lacito fue el que
fumigó a Venezuela en tiempos de la Acción Democrática
original, haciendo habitables vastas regiones de un país que
se moría de mengua. De eso no se acuerdan ni los adecos,
ocupados en ser alcaldes para ver qué se cogen.
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Artículo publicado originalmente en el semanario Zeta |