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¡Ño Cecilio!
por Rafael Poleo
viernes, 15 agosto 2008


    Fui amigo de Cecilia Matos. Eran tiempos de Caldera I. José Ángel Ciliberto y yo trabajábamos los jueves con Carlos Andrés Pérez, secretario general del partido, en la elaboración de una página que AD publicaba los domingos en El Nacional. Cecilia andaba por ahí, diligente y leal secretaria de Carlos Andrés. José Ángel, hombre de mundo, fue quien me hizo la revelación, apuntando apenas con un gesto de los labios: “Míralo… Míralo… está enamoraíto…”.

 

    Después, durante años, Cecilia me propició muchos y muy largos encuentros con su marido. Aunque Pérez y yo éramos amigos desde sus tiempos en el ministerio de Relaciones Interiores. Después de todo, éramos los muchachos de Rómulo que peleábamos contra los comunistas, acusados por ello de ser agentes de la CIA. (Nunca quise desmentir ese disparate. Muchas damas me fueron propicias porque creían que uno era una especie de James Bond). De hecho, conversaciones y episodios vividos con Cap – como Cecilia lo llama -, serán tema de “Testigo de mi Tiempo”, el libro que a trancas y barrancas estoy por terminar.

 

    Sobre esa base, tenía sentido que Cecilia buscara hablarme en el exilio. Aunque yo estaba allí por gestiones del general Herminio Fuenmayor, su hombre de confianza como Director de Inteligencia Militar. Sería mucho después, en agosto del 2000, cuando Carlos Andrés y yo despejaríamos la incógnita de aquel asalto a mi casa en 1991 y la cadena de autos de detención que me dictaron las juezas adecas, tan bellas ellas. Héctor Cedillo, a quien Pérez mandó a buscarme en el lugar de sano solaz y esparcimiento donde me encontraba, para que limpiáramos un poco de basura histórica, es testigo de que allí el mismo Cap culpó a “Exterminio” por el asalto, haciéndole reproches a Cecilia por su amistad con “Ese loco… Ese loco…”.

 

    El caso es que Cecilia me pilló en Miami, en noviembre de 1992, casa de Reinaldo Leandro Mora, prócer adeco felizmente vivo y empeñado en llegar a los noventa. Sospecho que mi amigo Cedillo le dijo a Cecilia que yo iba para allá.

 

    Un mes antes, el general Fuenmayor me había buscado en Madrid. Cuando me llamó al hotel le dije que no podía aceptar su invitación a hablar porque salía para un almuerzo (por cierto con mi amigo el general Marcos Pérez Jiménez), y de allí me iría al campo, pero que de regreso, de paso para Washington, estaría un par de horas en Barajas. Allí podría encontrarme. En efecto, llegó, acompañado de un joven general que luego sería Comandante de la Fuerza Aérea y ahora paga en el FIM el pecado de haber permitido, todos ellos, que los políticos degradaran a nuestras nobles Fuerzas Armadas hasta llegar adonde ustedes saben. 

 

    La conversación con Herminio se las cuento otro día. Él está en esta crónica a propósito de Cecilia. Y del derrumbe de nuestra democracia, que se degradó cuando se degradó Acción Democrática, el partido que la sostenía.

 

    Cecilia me ofreció la paz. Haría venir a Miami al presidente del Consejo de la Judicatura, Otto Marín Gómez, “para ponerle preparo a ese par de cacatúas que te dictaron los autos de detención”. Mi respuesta fue en el plan heroico que hoy le reprocho a Patricia, heredera de mis defectos:

- Ceci, soy un guerrero y mi hábitat predilecto es el campo de batalla, de manera que en esto puedo estarme toda la vida. Además, ustedes están caídos. Berlín caerá mañana, o caerá pasado, o caerá dentro de un mes, o caerá dentro de un año. Pero Berlín cae”.

 

La reacción de Cecilia fue sorprendente y conmovedora, y es la razón por la cual me viene  ahora a la memoria:

-¿Qué será de mis hijas?

Repliqué cual caballero manchego:

- Soy un adeco de los de antes. Digo con Andrés Eloy aquello de: Ni un solo odio, hijo mío, ni un solo rencor por mí. No derramar ni la sangre que cabe en un colibrí. Porque para ti las hijas del que me hiciera sufrir para ti serán sagradas como las hijas del Cid

(Al vate lo cito de memoria).

Así dije y prometí, a pesar de que antes de salir al exilio tuve que soportar a unos adecos canallas, perecistas de ocasión pagados por la DIM, que convocaban comilonas para mostrar un video íntimo, tomado por servicios de inteligencia de aquel Estado en ruinas, de Patricia con su marido.

 

Pero el chavismo es invencible. Así como son más ladrones, ineptos y criminales que los más ladrones, ineptos y criminales de entre los adecos, los chavistas han puesto en Internet un video en el cual una joven mujer que no es mi nieta Germania ni se le parece, ejecuta artes que no son precisamente marciales. La fecha del video, que la cámara de teléfono utilizada para semejante ruindad muestra en un ángulo, es de hace cuatro años, cuando mi nieta tenía nueve.

 

         No sé cómo, en aquel caso de los adecos canallas, terminé en la Comisión de Relaciones Interiores del Congreso declarando sobre el video que los perecistas mostraban en sus francachelas. Recuerdo que en los noticieros de televisión aparecí llorando de la arrechera, como estoy llorando ahora. Lo peor es que ni siquiera pude vengarme, porque la vida se encargó de eso tanto en el caso de las “cacatúas” como en el de los autores del video.

 

         Ya de regreso de tanta porquería y en presencia de otra magnificada, me pregunto si a algunos chavistas a quienes no he logrado detestar no se les cae la cara de vergüenza por los procedimientos de su régimen. José Vicente el caballero que he conocido, Müller Rojas el militar pundonoroso, Aristóbulo el educador. Las mujeres chavistas: esa señora de la Asamblea que anda siempre con un pañuelo anudado en el pescuezo, La Fosforito frustrada en su sueño de la revolución bonita, la Lina Ron a quien he tratado con el respeto que merecen los equivocados de buena fe. ¿Corresponden las mujeres chavistas a ese modelo de combate político? Y tú, Hugo, de quien empiezo a preguntarme si además de todo no serás un redomado hipócrita. Tú, que tienes un hijo con más problemas que cualquiera. Estáte tranquilo. Yo sí que soy el mismo, y hasta un poco menos malo. Te aplicaré los versos de Andrés Eloy que dije más arriba. ¡Ño Cecilio! 

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  Artículo publicado originalmente en el semanario Zeta


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