Fui amigo de Cecilia Matos. Eran tiempos de Caldera I. José
Ángel Ciliberto y yo trabajábamos los jueves con Carlos
Andrés Pérez, secretario general del partido, en la
elaboración de una página que AD publicaba los domingos en
El Nacional. Cecilia andaba por ahí, diligente y leal
secretaria de Carlos Andrés. José Ángel, hombre de mundo,
fue quien me hizo la revelación, apuntando apenas con un
gesto de los labios: “Míralo… Míralo… está enamoraíto…”.
Después,
durante años, Cecilia me propició muchos y muy largos
encuentros con su marido. Aunque Pérez y yo éramos amigos
desde sus tiempos en el ministerio de Relaciones Interiores.
Después de todo, éramos los muchachos de Rómulo que
peleábamos contra los comunistas, acusados por ello de ser
agentes de la CIA. (Nunca quise desmentir ese disparate.
Muchas damas me fueron propicias porque creían que uno era
una especie de James Bond). De hecho, conversaciones y
episodios vividos con Cap – como Cecilia lo llama -, serán
tema de “Testigo de mi Tiempo”, el libro que a trancas y
barrancas estoy por terminar.
Sobre esa
base, tenía sentido que Cecilia buscara hablarme en el
exilio. Aunque yo estaba allí por gestiones del general
Herminio Fuenmayor, su hombre de confianza como Director de
Inteligencia Militar. Sería mucho después, en agosto del
2000, cuando Carlos Andrés y yo despejaríamos la incógnita
de aquel asalto a mi casa en 1991 y la cadena de autos de
detención que me dictaron las juezas adecas, tan bellas
ellas. Héctor Cedillo, a quien Pérez mandó a buscarme en el
lugar de sano solaz y esparcimiento donde me encontraba,
para que limpiáramos un poco de basura histórica, es testigo
de que allí el mismo Cap culpó a “Exterminio” por el asalto,
haciéndole reproches a Cecilia por su amistad con “Ese loco…
Ese loco…”.
El caso es
que Cecilia me pilló en Miami, en noviembre de 1992, casa de
Reinaldo Leandro Mora, prócer adeco felizmente vivo y
empeñado en llegar a los noventa. Sospecho que mi amigo
Cedillo le dijo a Cecilia que yo iba para allá.
Un mes
antes, el general Fuenmayor me había buscado en Madrid.
Cuando me llamó al hotel le dije que no podía aceptar su
invitación a hablar porque salía para un almuerzo (por
cierto con mi amigo el general Marcos Pérez Jiménez), y de
allí me iría al campo, pero que de regreso, de paso para
Washington, estaría un par de horas en Barajas. Allí podría
encontrarme. En efecto, llegó, acompañado de un joven
general que luego sería Comandante de la Fuerza Aérea y
ahora paga en el FIM el pecado de haber permitido, todos
ellos, que los políticos degradaran a nuestras nobles
Fuerzas Armadas hasta llegar adonde ustedes saben.
La
conversación con Herminio se las cuento otro día. Él está en
esta crónica a propósito de Cecilia. Y del derrumbe de
nuestra democracia, que se degradó cuando se degradó Acción
Democrática, el partido que la sostenía.
Cecilia me
ofreció la paz. Haría venir a Miami al presidente del
Consejo de la Judicatura, Otto Marín Gómez, “para ponerle
preparo a ese par de cacatúas que te dictaron los autos de
detención”. Mi respuesta fue en el plan heroico que hoy le
reprocho a Patricia, heredera de mis defectos:
- Ceci, soy un
guerrero y mi hábitat predilecto es el campo de batalla, de
manera que en esto puedo estarme toda la vida. Además,
ustedes están caídos. Berlín caerá mañana, o caerá pasado, o
caerá dentro de un mes, o caerá dentro de un año. Pero
Berlín cae”.
La reacción de
Cecilia fue sorprendente y conmovedora, y es la razón por la
cual me viene ahora a la memoria:
-¿Qué será de
mis hijas?
Repliqué cual
caballero manchego:
- Soy un adeco
de los de antes. Digo con Andrés Eloy aquello de:
Ni un solo odio, hijo mío, ni un solo rencor por mí. No
derramar ni la sangre que cabe en un colibrí. Porque para
ti las hijas del que me hiciera sufrir para ti serán
sagradas como las hijas del Cid
(Al vate lo
cito de memoria).
Así dije y
prometí, a pesar de que antes de salir al exilio tuve que
soportar a unos adecos canallas, perecistas de ocasión
pagados por la DIM, que convocaban comilonas para mostrar un
video íntimo, tomado por servicios de inteligencia de aquel
Estado en ruinas, de Patricia con su marido.
Pero el chavismo
es invencible. Así como son más ladrones, ineptos y
criminales que los más ladrones, ineptos y criminales de
entre los adecos, los chavistas han puesto en Internet un
video en el cual una joven mujer que no es mi nieta Germania
ni se le parece, ejecuta artes que no son precisamente
marciales. La fecha del video, que la cámara de teléfono
utilizada para semejante ruindad muestra en un ángulo, es de
hace cuatro años, cuando mi nieta tenía nueve.
No sé
cómo, en aquel caso de los adecos canallas, terminé en la
Comisión de Relaciones Interiores del Congreso declarando
sobre el video que los perecistas mostraban en sus
francachelas. Recuerdo que en los noticieros de televisión
aparecí llorando de la arrechera, como estoy llorando ahora.
Lo peor es que ni siquiera pude vengarme, porque la vida se
encargó de eso tanto en el caso de las “cacatúas” como en el
de los autores del video.
Ya de
regreso de tanta porquería y en presencia de otra
magnificada, me pregunto si a algunos chavistas a quienes no
he logrado detestar no se les cae la cara de vergüenza por
los procedimientos de su régimen. José Vicente el caballero
que he conocido, Müller Rojas el militar pundonoroso,
Aristóbulo el educador. Las mujeres chavistas: esa señora de
la Asamblea que anda siempre con un pañuelo anudado en el
pescuezo, La Fosforito frustrada en su sueño de la
revolución bonita, la Lina Ron a quien he tratado con el
respeto que merecen los equivocados de buena fe.
¿Corresponden las mujeres chavistas a ese modelo de combate
político? Y tú, Hugo, de quien empiezo a preguntarme si
además de todo no serás un redomado hipócrita. Tú, que
tienes un hijo con más problemas que cualquiera. Estáte
tranquilo. Yo sí que soy el mismo, y hasta un poco menos
malo. Te aplicaré los versos de Andrés Eloy que dije más
arriba. ¡Ño Cecilio!
* |
Artículo publicado originalmente en el semanario Zeta |