La
espectacular derrota de Chávez en el incidente ecuatoriano y
el bodrio de su partido nonato están lejos de ser los hechos
más importantes en un país que, mientras sus gobernantes van
de chapuza en chambonada y de chambonada en chapuza, se va
aproximando al abismo de una catástrofe económica y
financiera.
El deplorable desempeño del Jefe del Estado en el incidente
ecuatoriano sirve, eso sí, como renovado ejemplo de su
incapacidad y la de su equipo para cumplir las obligaciones
que en 1998 le confió un electorado irresponsable, pecado
histórico del cual esta pesadilla es una muy merecida
penitencia –y ojalá sea además su purgación. Hagamos un
recuento de la manera como a Chávez se le ha venido
empantanando la cosa colombiana.
Antecedente ya remoto es la perversa lenidad de ilustres
generales venezolanos que creyeron manipular la célula
fascisto-comunista que Chávez montó en el Ejército, y la
ceguera del presidente Pérez (II) cuando estos hechos le
fueron presentados por quien tenía la obligación de hacerlo.
(“¡A mí no se me alza nadie!”, fue la frase conque el
agotado prepotente rechazó las evidencias). Estas conductas
retratan la degeneración de un estrato gobernante que había
perdido el contacto con la realidad, al punto de embarcarse
en un programa económico que, independientemente de sus
méritos teóricos, era políticamente inviable. A los
gobiernos no los tumban, sino que se caen, como hemos dicho.
No quiero recordar quiénes de mis amigos se llevaron a
Chávez para Cuba en 1994. El video de aquella visita es un
fascinante documento humano. Un tembloroso Hugo literalmente
meado ante la figura histórica que le recibía. Fidel
acariciándose la barba con expresión de “Esto me lo reparó
Dios”. Al viejo criminal se le presentaba inesperadamente la
posibilidad, clave de su estrategia en los años sesenta -a
la cual ya había renunciado-, de ponerle la mano al petróleo
venezolano. El pobre muchacho quedó fascinado y Venezuela
quedó jodida... hasta el día de hoy.
Por el año 2002 Fidel exterioriza a personas de su confianza
-como el embajador de México, Ricardo Pascoe, ficha del
revolucionario López Obrador-, su preocupación por el rumbo
que lleva la guerrilla colombiana. Los comandantes de
aquella legítima rebelión de los años cuarenta contra un
gobierno conservador que decretó el exterminio físico de los
liberales, se han trocado en industriales del secuestro y el
narcotráfico, actividades cada día más abominadas por el
mundo civilizado. Esta guerrilla profesional cuyos
comandantes poseen gordas cuentas en Suiza ha perdido la
combatividad que nace del sentido de misión. La muy capaz
clase dirigente colombiana, ayudada a toda leche por Estados
Unidos, está montando –hablo del año 2002- un dispositivo
bélico dotado de la más actual tecnología, capaz de aplastar
definitivamente la subversión.
Fidel ve la urgencia de buscar una salida que salve a la
guerrilla mutándola en partido político. Cepilla su más
elegante piel de cordero y ofrece sus oficios para mediar en
la guerra. Llega a proclamar su amistad con el presidente
Uribe. Por supuesto, no se trata de entregar la guerrilla al
Gobierno, sino de abrirle un espacio político-electoral
que... quién sabe, visto lo que con Chávez pudo hacer en
Venezuela.
Lamentablemente, a Fidel le traicionan las tripas. Sus
médicos españoles –no cubanos- explican que el polisapiente
caudillo les obligó a practicarles una solución quirúrgica
equivocada a raíz de la cual estuvo un año al borde de la
tumba. Sale del trance con un incómodo ano contra-natura por
el cual las heces fluyen permanentemente y un estado general
que le obliga a abandonar el mando. Cuando se reanudan las
conversaciones con el discípulo venezolano ya no son
sesiones de consulta, sino cariñosas visitas al anciano
enfermo. Sin vigilancia directa y permanente, Chávez empieza
a actuar por la libre, arrastrado por su naturaleza
impulsiva.
El pupilo se mantiene, no obstante, en la línea de ayudar a
la guerrilla mientras negocia con Uribe la mutación que
Fidel considera necesaria. Las razones del viejo estratega
son muy sólidas. El pueblo colombiano, harto de la guerra,
respalda a Uribe en su alianza militar con Estados Unidos.
Las condiciones no son las de Vietnam, sino las de Venezuela
en los años sesenta, luego hay que buscar un escape político
cual fue la pacificación venezolana. Sobre todo, Chávez
debería ser cauteloso en su ayuda a la guerrilla. Un
respaldo evidente serviría de pretexto para precipitar un
enfrentamiento armado con Colombia. Uribe cuenta diez
combatientes bien armados y entrenados por cada descuidado
soldadito venezolano. Tiene el decisivo dominio del aire
desde que la desconfianza política desmanteló las flotas de
Mirages y F16s, y los pilotos de los Sukoi aún están
entrenándose en Rusia, frente a simuladores de vuelo. Los
herederos del almirante Padilla no tienen una sola unidad
capaz de operar a plenitud. Queda la Guardia Nacional,
cazurra tropa profesional habituada a otras funciones. Los
generales venezolanos sacrificarían a Chávez para impedir un
enfrentamiento desigual y lavarían sus pecados participando
en la ofensiva final contra la guerrilla.
A medida que el control de Fidel se debilita por la
enfermedad, Chávez incurre en más y más graves imprudencias
dictadas por su particular condición psíquica. Su compulsión
protagónica es su mayor enemigo. Se vuelve incómodo hasta
para quienes viven de él, como Kirchner y Correa. Sólo el
cuitado Evo Morales, esperanzado por un nuevo mercado para
las hojas de coca, y Ortega, que con Colombia tiene un
diferendo de islas útil para su política interna, se
retratan de gratis con él. Pobre compañía, como se verá a
muy corto plazo.
Las negociaciones para liberar secuestrados son parte del
proceso de pacificación, pero Uribe las alarga astutamente
para dar tiempo a que la humanidad perciba el horror del
secuestro como industria. Lo de la francesa Ingrid
Betancourt, que prometía ser un buen punto europeo para
Chávez, se revierte como una historia de horror donde el
presidente venezolano aparece entre los villanos. En
Venezuela se destaca la tranquila presencia en las calles de
los mismos guerrilleros que asesinaron a nuestros soldaditos
en Cararabo y mantienen secuestrados y maltratados a un
centenar de venezolanos inocentes. A los militares se les
mira de reojo. Pueden oír cómo se ensancha el abismo que les
ha ido separando de la sociedad.
Uribe considera madura la situación para incursionar en
Ecuador. Es un golpe maestro que demuestra la complicidad
del presidente Correa con la guerrilla y, por analogía, de
su protector Chávez. De paso se desmoraliza al guerrillero
común demostrándole que está a merced de la eficacia militar
del Estado colombiano, capaz de masacrarlo cuando las
condiciones de opinión lo permiten. A Chávez el porrazo lo
desequilibra. Ordena una movilización militar que sólo sirve
para recordar la impreparación en que ha sumido a la Fuerza
Armada y enriquecer al transportista carabobeño que ya lucra
con los retardos en el otorgamiento de divisas, los cuales
mantienen llenos sus depósitos portuarios. Malgasta y
desacredita el recurso de llamar traidores a la patria a
quienes no le ayuden en el trance, pues que el país entero
se ríe de sus desplantes. Esa patológica necesidad de hablar
en público hasta en el momento menos conveniente le lleva a
su peor perfomance televisiva desde que el Rey de España lo
mandó a callar delante de todo el mundo.
Fidel se pone las manos en la cabeza. Hay que enderezar la
parada. Detener al imprudente que precipita unos
acontecimientos absolutamente desfavorables. Pagar lo
perdido y retirarse de la mano. El exquisito Leonel
Fernández, estratega de un pequeño país con la suerte de
tener un gran presidente, acepta sacarle las castañas del
fuego –a cambio, bien seguro, de que la pseudo-izquierda no
le encarate su Dominicana y Chávez acentúe su generosidad
petrolera. El sainete de la Cumbre de Río se convierte así
en una pieza deliciosa. El menudo Uribe, que está en el ajo,
se mueve de un lado a otro con destreza de buhonero
antioqueño. Chávez, como cucaracha en baile e’gallina, no
puede ocultar su confusión. Ortega, ladino con oficio, trata
de eludir a Uribe, pero éste, jodedorcito, lo palmea por
detrás y lo obliga a cumplir su parte del libreto. A Correa,
la víctima directa, se le concede la licencia de echar una
lloraíta al regresar a Quito. ¡Pero una sola!
A Chávez no se le han desinflamado los chichones cuando ya
debe atender a los guerrilleros que huyendo pasan la
frontera. La inteligencia colombiana, que como Dios está en
todas partes y además es de verdad inteligente, debió ser
quien puso en Internet y de allí en la prensa las imágenes
de los capos hospitalizados en el santuario tachirense. Se
está produciendo lo que Fidel más temía. No hay vida para la
guerrilla. Chávez, general suyo a quien confió la misión de
salvarla, tiene en este episodio una nueva y espectacular
derrota. Ahora vienen las denuncias internacionales por
corrupción contra los millonarios del régimen y la extorsión
a los militares enriquecidos con la droga. ¡Ah mundo, Puerto
Cabello! Llegamos adonde mono no carga a su hijo, decía mi
abuela barloventeña para describir estas situaciones en que
la inundación –no precisamente de agua- llega a la copa de
los árboles.
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Artículo publicado originalmente en el semanario Zeta |