Reducido
al mínimo de sus posibilidades físicas y necesariamente muy
disminuido en su capacidad intelectual, el ex presidente
Carlos Andrés Pérez solicita que le permitan morir en la
patria. El solicitante en nada recuerda al atlético
personaje para quien en la campaña electoral de 1973 este
cronista acuñó el slogan “Democracia con Energía”, ni al
vigoroso caminante para quien en la misma campaña establecí
la frase de “Ese hombre sí camina”, reacción espontánea de
un adeco serrano impresionado por el paso de carga conque
montaña arriba avanzaba su candidato. Nada queda de quien
fuera ídolo de las mayorías venezolanas y gobernara el país
discrecionalmente mediante una de esas leyes habilitantes
cuya perversidad anti-democrática hoy estamos comprobando.
Sólo hay un esquelético anciano que bravamente trata de
mantener la dignidad crispada por repetidos accidentes
cerebro-vasculares.
No puede ser más legítima esta
solicitud. El extrañamiento del adversario político es una
tara de la historia venezolana de la cual tuve buena prueba
por decisión, justamente, del anciano luchador motivo de
esta crónica. Pérez se ensañó conmigo de una manera
desproporcionada. Habíamos sido grandes amigos, a fuer de
pupilos de Betancourt. Nos enemistamos en su primer período,
por mi oposición al endeudamiento y mi crítica de la
corrupción, que llegó junto con el auge dinerario de los
años setenta y que él no quiso contener. Salido del poder,
Gustavo Cisneros nos amigó en un almuerzo a tres donde di
por prescritas nuestras diferencias. El anfitrión debe
recordar como respondí a su solicitud de paz: “Yo peleo
contigo sólo cuando eres presidente. Sólo volveré a pelear
si tratas de volver a serlo”.
- ¿¡Yo!? – me respondió. ¿Qué
seré yo dentro de diez años? ¿Ha leído ese libro “Esos
enfermos que nos gobernaron”?
Pasados esos diez años nos
encontramos en la celebración de los 69 años de Miguel Ángel
Capriles, una fiesta bizarra en petit comité, tipo despedida
de soltero, en la cual Carlos Andrés y Jaime Lusinchi
-candidato adeco: era marzo del ’83-, se batieron a
barrigazos por la atención de una bailarina del vientre que
salió de un enorme tambor.
Cuando llegué al restringido
ágape, la anfitriona, Magaly de Capriles, me esperaba en la
puerta: “Hay una amiga empeñada en hablar contigo”. Pasamos
a un salón donde por 50 minutos le aseguré a Cecilia Matos
que yo el pleito lo había dejado atrás. Transcurrió la
fiesta donde apenas había alguien más que la cumbre del
gobierno de Luis Herrera y el gabinete en la sombra de
Lusinchi. El único realmente extrañado del poder era Enrique
Delfino, perseguido de los copeyanos. A la hora de comer
nadie quiso acompañarlo en la mesa. Salvo uno el pendejo.
Pero el pobre Enrique estaba destinado a quedarse solo. El
capitán de los mesoneros vino a decirme “El Presidente le
pide que vaya a su mesa” -a Pérez todavía lo llamaban
presidente.
Cecilia me hizo sitio entre su
marido y ella en la mesa ovalada donde estaban de un lado el
alto gobierno –el “premier” Pepi Montes de Oca y el ministro
de Secretaría, García Bustillos, y del otro Jaime con
quienes ocuparían esos mismos cargos en su gobierno -Consalvi
y Lepage.
Pérez presidía comiendo a dos
carrillos.
- Papi… He recuperado un gran amigo -le dijo Cecilia.
- Ajá- respondió CAP con satisfacción pero siempre tragando.
- Sí -continuó Ceci. Rafael Poleo… Que tanta gente hizo un
paredón para separarnos de él.
Lo que siguió fue tenso. Guáimaros de Cecilia contra
Consalvi y plomo grueso contra Lepage. Entre Miguel Ángel y
yo apagamos la candela y la fiesta siguió.
Pasó el gobierno de Jaime, vino
el de Carlos Andrés y de Miraflores salieron para los
periódicos los recaudos para destruir a Jaime. Aquello de
los jeeps que compraron para la campaña del propio Pérez.
Siempre bajo la influencia de Pedro Tinoco, Carlos Andrés
ensayó el baile neo-liberal. Por eso volvimos a pelear.
Herminio Fuenmayor, director de Inteligencia Militar puesto
por Cecilia, su amiga de juventud, asaltó mi casa y montó,
con jueces felones de esos que abundan en los partidos,
aquello del auto-atraco. Otra historia para otra ocasión.
El tema lo discutimos Pérez y yo
en Santo Domingo en agosto del 2000. El secretario general
de AD, Timoteo Zambrano y este servidor, éramos comisionados
a la toma de posesión del presidente Mejías. Pérez me mandó
a buscar con Héctor Cedillo, quizás su amigo más
consecuente. Hablamos cuatro horas, hasta la madrugada.
Presentes Cecilia y Cedillo. Pérez me sondeó para saber si
le consideraba responsable del asalto a mi casa y los autos
de detención que sus jueces me dictaron. Rápidamente aceptó
que el autor fue Fuenmayor. “¡Ese loco! ¡Ese loco!”, decía
vuelto hacia Cecilia, como culpándola. Pasamos a lo del
rencor que pudiera guardarle. “Los vencedores no tenemos de
qué vengarlos, y yo esa guerra te la gané”, le dije para
tranquilizarlo. Pasamos a hablar de la situación venezolana
y nos despedimos con la promesa de seguir comunicándonos.
Cedillo, quien escuchó todo a pocos metros e intervino para
respaldar lo que yo decía sobre el atraco a mi casa, me
devolvió a mi hotel.
En 2006 apareció un libro que
recoge conversaciones de Pérez con los periodistas Ramón
Hernández y Roberto Giusti donde el expresidente fue
despiadado con todos sus compañeros de partido,
especialmente con Betancourt, el hombre que lo sentó en la
silla presidencial. A mí me dedica varias páginas de
insultos que, dentro del contexto venezolano, vienen a ser
los más eficaces elogios. Textualmente: “…ha ejercido
(Rafael Poleo) una influencia nefasta pero muy importante en
el curso de la vida política venezolana. Es el hombre más
peligroso, más nefasto, que haya parido Venezuela”.
Nada le facturo a Pérez por esas
palabras ni por las gruesas mentiras que le preceden. Las
dijo en 1993, cuando estaba preso en “La Ahumada”, como
resultado de ciertas diligencias que hicimos cuatro
perseguidos de su segundo gobierno. No fue leal con el
entrevistado que los periodistas publicaran esas palabras
dictadas por un explicable resentimiento, doce años después
de haber sido pronunciadas dentro de un contexto que mucho
había cambiado -entre otras cosas, ya habíamos tenido la
aclaración de agosto del 2000 en Santo Domingo. Además,
Pérez desautorizó indignado la publicación en una carta al
editor, donde exigió retirar el libro de las estanterías.
Mucho más tengo que contar y
contaré de mis accidentadas relaciones con el antiguo
adversario cuyo derecho a morir en la patria hoy defiendo
con las mismas razones con las cuales solicité del
presidente Caldera el regreso de Marcos Pérez Jiménez.
“Rompa usted, Don Rafa, la salvaje tradición de que los
presidentes venezolanos mueran en el exilio”, le dije. (Por
cierto, me dio luz verde para gestiones que Pérez Jiménez
rechazó). Caldera aceptó mi argumento de que la violencia
extrema y crueldad del exilio político puede explicarse
mientras el extrañado representa para la seguridad del
Estado un riesgo inmanejable, lo cual no era el caso del
anciano Pérez Jiménez ni es el de Carlos Andrés Pérez.
Dentro de la necesaria
re-educación para construir un país de todos en este
campamento minero que nos legaron los libertadores, debemos
aprender que el exilio es un hecho salvaje, una grotesca
maldad que sólo practican las sociedades primitivas,
generalmente mandadas por canallas.
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Artículo publicado originalmente en el semanario Zeta |