En
1979, en un almuerzo concertado por Gustavo Cisneros en su
casa para reconciliarnos a Carlos Andrés Pérez y este
humilde cronista, el ya ex presidente me preguntó si había
leído “Esos enfermos que nos gobernaron”, libro entonces en
boga. Fue a la hora del café. Ya habíamos almorzado como los
antiguos amigos que habíamos sido. No mencionamos las
persecuciones de que fui víctima durante su mandato -suaves,
es cierto, si se las compara con las que me aplicó en el
segundo. Gustavo nos pidió entrar en materia y Pérez abordó
el tema confesando que él había sido “muy vehemente” y que
“mucha gente se portó mal”, mencionando como instigador a un
alto miembro de su gabinete.
-Yo peleo contigo por la manera como gobiernas. Ahora no
estás gobernando, ¿por qué voy a pelear? Pero si tratas de
ser presidente otra vez, volveremos a pelear seguramente.
Se lo dije casi en broma, eficaz manera de hablar en serio.
Pérez siguió en plan conciliador:
-¿Gobernar otra vez? ¿Qué seré yo dentro de diez años? ¿No
ha leído “Esos enfermos que nos gobernaron”?
El día anterior yo había almorzado con Escovar Salom y éste
me había dicho que Pérez el único libro que había leído era
“Desde el Jardín”, y eso porque se lo había regalado
Milagros Maldonado y ella a cada momento le preguntaba si
por fin lo había leído. Me dije, para mis adentros: “Ya van
dos libros que se ha leído Carlos Andrés...”.
“Esos enfermos que nos gobernaron” era una relación de las
enfermedades que han sufrido los presidentes de países
importantes y la manera como eso se ocultó a los gobernados.
En algunos casos fueron enfermedades graves, como el ACV que
inutilizó al presidente Willson al punto de que su mujer era
quien gobernaba a los Estados Unidos. Fue después de eso que
Reagan gobernó con Alzheimer y Bush II arrastró a su nación
en un fanatismo alucinado. Para aguantar eso hay que ser los
Estados Unidos.
De Pérez solía decirse que era loco. Cuando empezó a
nacionalizarlo todo y a cambiarle el nombre aplicándole el
sufijo “ven”, sus mismos amigos lo llamaban “Locoven”. De
Chávez, el comunista Radamés Larrazábal, afiliado al
chavismo, un día me reclamó: “No sigan llamándolo comunista.
Ese no es comunista. Lo que es es loco”. Y uno de los
chavistas más importantes de hoy, una noche me confesó:
“Nosotros sabemos que es loco, pero con ese loco estamos
mandando”.
Por supuesto que Pérez no era normal -hay otros hechos que
por delicados jamás contaré. Chávez se le parece en varios
aspectos, como el narcisismo, la anafectividad, la
megalomanía y la logorrea. Pero eso es corriente en
políticos. Los hambrientos de poder son, sin duda, unos
enfermos, como los de dinero o de gloria. Maniáticos capaces
de enormes sacrificios con tal de conseguir lo que ansían.
Pero eso es estar y hasta ser trastornados, distinto de ser
locos. Los grandes guerreros mitificados por un enfoque
épico de la Historia fueron tipos dañados además de dañinos.
Desatando matanzas Napoleón compensaba la insuficiencia
gonádica que consta en su autopsia. Hitler era chiclán
-tenía un solo testículo-, vivió una intensa relación
homosexual antes de ser político, practicaba la coprofilia
con su sobrina y amante Geli Raubal -a quien llevó al
suicidio- y pronto renunció a la sexualidad: su relación con
Eva Braun fue asexuada, como la del también hipogonádico
general Perón con la histérica Evita.
El caso de Bolívar ha sido muy comentado, pero sin rigor
científico. En los años treinta circuló un libro del doctor
Carbonell donde se le atribuye un proceso sifilítico
-enfermedad de moda antes de los antibióticos- que llegó al
estadio máximo de la Parálisis General Progresiva, con
delirio de grandezas. Es un tanto especulativo, el libro.
Aunque la sífilis jugaba garrote en esos tiempos y Bolívar
era puyoncito. Eyaculador precoz, según la mala lengua de la
oligarquía peruana, como quedó asentado en las “Siete
Crónicas Secretas” de Ricardo Palma que se esconden en la
Cancillería de Lima.
Más consistente es la teoría del ilustre médico Gabriel
Trómpiz según la cual a la tuberculosis crónica se añadió en
Bolívar un tumor amibiano en el hígado. Los síntomas que
recoge el doctor Reverend, quien lo autopsió, coinciden con
eso. Habría que ver también con ojo médico lo que el propio
Libertador cuenta de su enfermedad en Pativilca, que casi se
lo llevó. De cualquier modo, cuando Hugo se pone a especular
sobre el tema está aplicando el dicho según el cual “De
médico, poeta y loco/ todos tenemos un poco”. En Hugo lo de
loco viene cargado, pero no tanto como para amarrarlo,
aunque a veces provoca.
En cualquier estudio sobre la patología bolivariana hay que
incluir la atmósfera de época. Bolívar fue un hombre de su
lugar y de su tiempo, cabe decir un romántico. Madariaga,
sesgado él, le enrostra que todo lo hizo por apetito de
gloria. Normal. La gloria era lo máximo en esos años. Lo de
ahora y aquí es sacarse el complejo frente a los americanos
hablando mal de ellos. ¿Puede llamarse loco a un
acomplejado? No, pero con una base psicosomática proclive,
un acomplejado puede hacer locuras. Por eso a Chávez le he
visto más como sociópata que como psicópata.
Betancourt, en confianza, me decía que el problema de Pérez
era la ingenuidad. Y la ignorancia, diría yo. A Chávez le
pasa eso. Sus apresuradas lecturas no tienen un contexto
dentro del cual calificarlas. Adopta cualquier disparate que
lea o le digan, si conviene a su confort psíquico. Por sus
conflictos con el padre se buscó uno en Fidel. Éste bellaco,
que lo caló, así pudo convertirlo en su pelele.
Eso del conflicto con el padre es determinante. Antes de
Fidel, Hugo se había declarado hijo dilecto de Bolívar. La
psicóloga de la cárcel de Yare ha contado como conversaba
con un busto de El Libertador que hay allí. En lo de la
silla reservada para Bolívar en los almuerzos coinciden
varios testigos. Son compensaciones que pueden convertirse
en manías, inofensivas salvo cuando se manejan los
petrodólares.
Todas esas tendencias se desatan bajo determinadas
circunstancias. Lo del 2 de diciembre ha sido devastador en
el ánimo de un narcisista para quien lo más horrible es
sentirse rechazado. Desde ese día Chávez odia a los
venezolanos. Así como les digo. Hitler en sus días finales
ordenaba que se enviaran al frente los niños alemanes, para
que desapareciera esa estirpe que no fue capaz de
acompañarlo hasta ganar la guerra. Los alemanes no merecen
sobrevivir, decía.
Henry Ramos tiene razón cuando denuncia al Presidente por
insanía mental. Pero no tiene que ser una enfermedad
incurable. Sólo que en las condiciones actuales no puede
sino agravarse por la fatiga, la frustración y la
incapacidad de sus colaboradores. Las neuronas son órganos
que se fatigan y necesitan reposo. El Presidente da muestras
de un peligroso cuadro de cansancio. Es notoria una fatiga
nerviosa, psíquica y espiritual que debe atenderse, pues
afecta gravemente los intereses de la Nación.
Lamentablemente, a su alrededor no hay quien lo reemplace
aunque sea por unas semanas. No puede hacer como De Gaulle,
que se retiraba a Colombei les Deux Eglises, o como nuestro
Leoni, que se iba con Menca cuatro días a La Orchila. Allí
es donde entra lo de su personalidad obsesiva, que le impide
dormir, pensando en tanto problema.
Qué buena vaina. Él, enfermo, y nosotros metidos en este
berenjenal.
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Artículo publicado originalmente en el semanario Zeta |