Pocos
personajes históricos han sido tan desgraciados como Simón
Bolívar. Lo fue en vida y lo sigue siendo después de muerto.
Su biografía es una serie de desgracias desde la temprana
orfandad hasta la muerte en el repudio de aquellos a quienes
había dotado con la dignidad ciudadana. Después, todo ha
sido distorsión de su pensamiento, abuso de sus palabras
citadas fuera de contexto e incomprensión de la naturaleza
trágica del héroe.
La única etapa en la vida del Libertador donde por lo menos
hay una euforia vitalista que puede pasar por felicidad es
la de su matrimonio y sus primeros combates. Otro breve
intermedio será el de la adulación de colombianos y
peruanos, que en realidad lo detestaban pero no tenían
inconveniente en rendírsele y entregarle el fácil trofeo de
sus mujeres. En esos días llegó a creer que el sueño de una
gran nación sería posible. Lo demás fue infancia sin
ternura, enamoramiento frustrado por la muerte de la mujer
amada, luchas plagadas de traiciones, desarraigo de hombre
civilizado en un medio salvaje, y amargura de quien ha caído
de la cumbre al abismo donde todos te desconocen y se
ensañan en tu debilidad y tu desgracia.
Seguir ese itinerario es fácil, porque Bolívar era
extrovertido. Va dejando aquí y allá huellas no sólo de su
pensamiento, sino de sus estados de ánimo. Todo está en sus
discursos y proclamas, pero sobre todo en sus cartas. En
ellas hace la catarsis indispensable para quien sigue
luchando porque ése es su “fatum”, pero está profundamente
convencido de que cuanto construya será destruido por esos
canallas que son sus compatriotas.
El proyecto grancolombiano es impecable en el papel, pero en
la práctica no puede realizarse porque simplemente contraría
la pequeñez de sus contemporáneos y, sobre todo, los
intereses de poderosas hegemonías locales. Para unir una
gran nación hay que tener la crueldad de Pedro El Grande o
aceptar la fatalidad de la guerra como Lincoln la aceptó
aplastando al Sur de los Estados Unidos en la Guerra de
Secesión. Bolívar no puede hacer eso. Cree que puede
persuadir, tan evidente es la solidez de su propuesta.
Inmerso en el magno proyecto de una gran nación, no puede
entender la pequeñez de las personalidades que le rodean,
cada una pendiente de su personal provecho. Los plebeyos
espirituales que pueblan las naciones a consolidar no
entenderán la grandeza del verdadero aristócrata. Porque
Bolívar es aristócrata en más de un sentido. Su intelecto es
una arista, su desprendimiento es una arista, su objetivo es
una arista, su manera de pensar, de proceder, de
relacionarse, de plantear sus ideas, sobresalen entre la
mediocridad que terminará por imponerse, como siempre pasa.
La contrafigura de este quijote condenado al fracaso es el
Páez sanchopancesco y eficaz. No es que Páez sea malvado.
Podemos sospechar que comprendía, respetaba y hasta amaba a
Bolívar, pero no podía acompañarlo en un proyecto que iba a
contrapelo de la miserable realidad. De hecho, no murió sin
honrarlo. Páez vio la grandeza de aquel hombre superior, se
dolió de ella y cuerdamente actuó dentro de lo posible -que
la política es el arte de eso, según dicen. Por lo demás, el
propio Páez vivió su personal desgracia, lo cual no siempre
se tiene presente al recordarlo. Después de ser el hombre
más poderoso y rico del país fue encarcelado y humillado.
Envejeció en estrecho exilio y murió obscuramente fuera de
la patria. No podía contrariar la norma de un país de
malagradecidos.
La reivindicación de Bolívar por Páez es explicable en
cuanto Páez es el jefe conservador y el Bolívar de los
últimos años es el arquetipo del estadista conservador.
Aquel exaltado jacobino que a principios del Siglo XIX
regresó de Europa con el sabor de la Revolución Francesa,
dispuesto a construir una gran nación, a partir de 1820 ya
tiene el alma llena de excoriaciones. En su fuero íntimo
debe estar de acuerdo con Miranda en aquello de que sus
compatriotas no saben hacer sino bochinche, con Sucre cuando
le describe la canalla naturaleza de la mayoría de sus
generales, con el San Martín que antes de irse a Europa a
disfrutar siquiera su vejez le recomienda ejercer el poder
total para impedir el caos. Es lo que reflejan sus cartas de
desencantado escéptico. En ellas no da un céntimo por el
destino de estos pueblos de los cuales, como si estuviera
pensando en un Chávez, predice que serán destruidos por “la
pardocracia”.
Conservadores de Colombia y Venezuela adoptan a Bolívar como
su paradigma. Vicente Lecuna, viejo conservador de uña en el
rabo, se convierte en su albacea intelectual. Lecuna publica
una versión de sus cartas convenientemente expurgada a los
efectos de consolidar la imagen mitificada del héroe.
Eleazar López Contreras, arquetipo del sabio estadista
conservador, le tiene por guía ético e intelectual al cual
honra con la palabra y con la obra. Por su parte, los
liberales colombianos no disimulan su aversión por el
caraqueño que les obligó a independizarse y a quien
ridiculizaban llamándole “Longaniza”. En el hemiciclo del
Congreso colombiano hay, llenando una pared, el letrero
contentivo de una de las frases más anti-bolivarianas
pronunciadas por Santander. Algo despectivo sobre quien les
hizo ciudadanos dándoles la independencia (Bolívar), cuando
la libertad sólo se las podía dar quien les otorgó leyes
(Santander). Es como si los dueños del Congreso colombiano a
un politicastro maquinador hubieran querido proclamarlo
Libertador en lugar de Bolívar. La leí obsesivamente, una y
otra vez, sin poder creerla, un mediodía en que acompañé
allí al presidente conservador Rafael Caldera, en visita de
Estado en cuyo programa estaba un discurso ante el Congreso
de la República de Colombia. Los diputados guerrilleros,
cobijados en la bancada liberal, recibieron al presidente
venezolano con plomo grueso contra Bolívar y una exaltación
de Páez como su adversario. Caldera les respondió con una de
sus mejores piezas de intelectual y orador insigne, poniendo
a Páez en su por lo demás no vergonzosa dimensión
sanchopancesca, pero enseñándole a los garañones liberales
lo que significa ser un gran hombre.
Los conservadores salvaron la memoria de Bolívar de la
jauría liberal que quiso destruirla. Tarea realizada al modo
conservador, dogmático en la tesis y rígido en el método.
Eso condujo a una deshumanización del personaje, frente a la
cual cierto liberalismo intelectual reaccionó con una
iconoclastia un tanto escandalosa, más bien oportunista,
como la de Herrera Luque y García Márquez. Ya el positivismo
había hincado el diente en las magras carnes del jinete
sublime, con un libro de los años treinta donde un doctor
creo que Carbonell atribuía una etiología sifilítica a la
genialidad de Bolívar. El juramento en el Monte Sacro y el
“Delirio sobre el Chimborazo” serían una típica expresión de
la manía de grandeza propia de la Parálisis General
Progresiva, estadio final del lues. Lo del juramento en el
Monte Sacro queda resuelto porque no hay prueba de que tal
episodio haya ocurrido. En cuanto al “Delirio”, pasa bien
como un brote de lirismo romántico propio de la época. Lo
que hacía Byron, por mencionar a alguien. Ese mismo
romanticismo cultural sirve como respuesta a la venenosa
interpretación del cortesano franquista Salvador de
Madariaga cuando devalúa a Bolívar como un sujeto movido por
mero afán de gloria. Ante todo, ese afán es bastante más
noble que el de poder y riqueza, para mencionar dos muy
comunes. Pero, sobre todo, era propio de la cultura
romántica donde Bolívar está inscrito. Un hombre de su
tiempo, pues. No hace falta más.
Más acá de los ditirambos de unos y los insultos de otros,
Bolívar fue un gran hombre que de modo elegante se movió
hacia objetivos superiores. Una voluntad claramente
excepcional puesta al servicio de la Historia. Como
Richelieu, el creador de Francia. O Lincoln, sin cuya
determinación los Estados Unidos serían alguna otra cosa,
mas no unidos. O Churchill, salvador de Europa. O el
quijotesco Rómulo Betancourt, que intentó darle civilización
política a una sociedad esencialmente bárbara.
La epopeya del héroe continúa incluso por vía de las
aberraciones. Está por discutirse si la furia bolivariana de
Chávez obedece a una deshonestidad intelectual de político
que secuestra la imagen de un héroe para limpiarse los pies
con ella, o si es la superficialidad de conocimientos que el
Presidente muestra en otras áreas, la que le lleva a invocar
a Bolívar mientras actúa como Boves. Esta documentado que a
lo que más temió el Libertador fue a la capacidad
destructiva de las fuerzas sociales que Chávez representa.
Por cierto que este cronista no comparte la explicación
racista implícita en el horror de Bolívar por “la
pardocracia” que, predijo, destruiría a este país. No hace
falta ser pardo como Chávez. Se puede ser tan ario como
Izarra o tan rubio y godo como Müller Rojas. Además, no
destruirán nada, salvo un antiguo régimen que ya estaba
podrido y un aparato productivo que ya el neo-liberalismo
perecista había derrengado. Pasará la ola bárbara y el país
se recuperará con los recursos provenientes de un factor que
Bolívar no pudo considerar ni tenía por qué hacerlo -el
petróleo-, manejado no por los bellacos que secuestraron y
violaron aquella honorable Cuarta República, ni por los
salvajes saqueadores de esta Quinta, sino por el nuevo país
de esa generación del 2007 que, sin darse cuenta, hace
historia como la hicieron las de 1928 y 1810.
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Artículo publicado originalmente en el semanario Zeta |