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Pobre Bolívar
por Rafael Poleo
viernes, 20 julio 2007


Pocos personajes históricos han sido tan desgraciados como Simón Bolívar. Lo fue en vida y lo sigue siendo después de muerto.

Su biografía es una serie de desgracias desde la temprana orfandad hasta la muerte en el repudio de aquellos a quienes había dotado con la dignidad ciudadana. Después, todo ha sido distorsión de su pensamiento, abuso de sus palabras citadas fuera de contexto e incomprensión de la naturaleza trágica del héroe.

La única etapa en la vida del Libertador donde por lo menos hay una euforia vitalista que puede pasar por felicidad es la de su matrimonio y sus primeros combates. Otro breve intermedio será el de la adulación de colombianos y peruanos, que en realidad lo detestaban pero no tenían inconveniente en rendírsele y entregarle el fácil trofeo de sus mujeres. En esos días llegó a creer que el sueño de una gran nación sería posible. Lo demás fue infancia sin ternura, enamoramiento frustrado por la muerte de la mujer amada, luchas plagadas de traiciones, desarraigo de hombre civilizado en un medio salvaje, y amargura de quien ha caído de la cumbre al abismo donde todos te desconocen y se ensañan en tu debilidad y tu desgracia.

Seguir ese itinerario es fácil, porque Bolívar era extrovertido. Va dejando aquí y allá huellas no sólo de su pensamiento, sino de sus estados de ánimo. Todo está en sus discursos y proclamas, pero sobre todo en sus cartas. En ellas hace la catarsis indispensable para quien sigue luchando porque ése es su “fatum”, pero está profundamente convencido de que cuanto construya será destruido por esos canallas que son sus compatriotas.

El proyecto grancolombiano es impecable en el papel, pero en la práctica no puede realizarse porque simplemente contraría la pequeñez de sus contemporáneos y, sobre todo, los intereses de poderosas hegemonías locales. Para unir una gran nación hay que tener la crueldad de Pedro El Grande o aceptar la fatalidad de la guerra como Lincoln la aceptó aplastando al Sur de los Estados Unidos en la Guerra de Secesión. Bolívar no puede hacer eso. Cree que puede persuadir, tan evidente es la solidez de su propuesta. Inmerso en el magno proyecto de una gran nación, no puede entender la pequeñez de las personalidades que le rodean, cada una pendiente de su personal provecho. Los plebeyos espirituales que pueblan las naciones a consolidar no entenderán la grandeza del verdadero aristócrata. Porque Bolívar es aristócrata en más de un sentido. Su intelecto es una arista, su desprendimiento es una arista, su objetivo es una arista, su manera de pensar, de proceder, de relacionarse, de plantear sus ideas, sobresalen entre la mediocridad que terminará por imponerse, como siempre pasa.

La contrafigura de este quijote condenado al fracaso es el Páez sanchopancesco y eficaz. No es que Páez sea malvado. Podemos sospechar que comprendía, respetaba y hasta amaba a Bolívar, pero no podía acompañarlo en un proyecto que iba a contrapelo de la miserable realidad. De hecho, no murió sin honrarlo. Páez vio la grandeza de aquel hombre superior, se dolió de ella y cuerdamente actuó dentro de lo posible -que la política es el arte de eso, según dicen. Por lo demás, el propio Páez vivió su personal desgracia, lo cual no siempre se tiene presente al recordarlo. Después de ser el hombre más poderoso y rico del país fue encarcelado y humillado. Envejeció en estrecho exilio y murió obscuramente fuera de la patria. No podía contrariar la norma de un país de malagradecidos.

La reivindicación de Bolívar por Páez es explicable en cuanto Páez es el jefe conservador y el Bolívar de los últimos años es el arquetipo del estadista conservador. Aquel exaltado jacobino que a principios del Siglo XIX regresó de Europa con el sabor de la Revolución Francesa, dispuesto a construir una gran nación, a partir de 1820 ya tiene el alma llena de excoriaciones. En su fuero íntimo debe estar de acuerdo con Miranda en aquello de que sus compatriotas no saben hacer sino bochinche, con Sucre cuando le describe la canalla naturaleza de la mayoría de sus generales, con el San Martín que antes de irse a Europa a disfrutar siquiera su vejez le recomienda ejercer el poder total para impedir el caos. Es lo que reflejan sus cartas de desencantado escéptico. En ellas no da un céntimo por el destino de estos pueblos de los cuales, como si estuviera pensando en un Chávez, predice que serán destruidos por “la pardocracia”.

Conservadores de Colombia y Venezuela adoptan a Bolívar como su paradigma. Vicente Lecuna, viejo conservador de uña en el rabo, se convierte en su albacea intelectual. Lecuna publica una versión de sus cartas convenientemente expurgada a los efectos de consolidar la imagen mitificada del héroe. Eleazar López Contreras, arquetipo del sabio estadista conservador, le tiene por guía ético e intelectual al cual honra con la palabra y con la obra. Por su parte, los liberales colombianos no disimulan su aversión por el caraqueño que les obligó a independizarse y a quien ridiculizaban llamándole “Longaniza”. En el hemiciclo del Congreso colombiano hay, llenando una pared, el letrero contentivo de una de las frases más anti-bolivarianas pronunciadas por Santander. Algo despectivo sobre quien les hizo ciudadanos dándoles la independencia (Bolívar), cuando la libertad sólo se las podía dar quien les otorgó leyes (Santander). Es como si los dueños del Congreso colombiano a un politicastro maquinador hubieran querido proclamarlo Libertador en lugar de Bolívar. La leí obsesivamente, una y otra vez, sin poder creerla, un mediodía en que acompañé allí al presidente conservador Rafael Caldera, en visita de Estado en cuyo programa estaba un discurso ante el Congreso de la República de Colombia. Los diputados guerrilleros, cobijados en la bancada liberal, recibieron al presidente venezolano con plomo grueso contra Bolívar y una exaltación de Páez como su adversario. Caldera les respondió con una de sus mejores piezas de intelectual y orador insigne, poniendo a Páez en su por lo demás no vergonzosa dimensión sanchopancesca, pero enseñándole a los garañones liberales lo que significa ser un gran hombre.

Los conservadores salvaron la memoria de Bolívar de la jauría liberal que quiso destruirla. Tarea realizada al modo conservador, dogmático en la tesis y rígido en el método. Eso condujo a una deshumanización del personaje, frente a la cual cierto liberalismo intelectual reaccionó con una iconoclastia un tanto escandalosa, más bien oportunista, como la de Herrera Luque y García Márquez. Ya el positivismo había hincado el diente en las magras carnes del jinete sublime, con un libro de los años treinta donde un doctor creo que Carbonell atribuía una etiología sifilítica a la genialidad de Bolívar. El juramento en el Monte Sacro y el “Delirio sobre el Chimborazo” serían una típica expresión de la manía de grandeza propia de la Parálisis General Progresiva, estadio final del lues. Lo del juramento en el Monte Sacro queda resuelto porque no hay prueba de que tal episodio haya ocurrido. En cuanto al “Delirio”, pasa bien como un brote de lirismo romántico propio de la época. Lo que hacía Byron, por mencionar a alguien. Ese mismo romanticismo cultural sirve como respuesta a la venenosa interpretación del cortesano franquista Salvador de Madariaga cuando devalúa a Bolívar como un sujeto movido por mero afán de gloria. Ante todo, ese afán es bastante más noble que el de poder y riqueza, para mencionar dos muy comunes. Pero, sobre todo, era propio de la cultura romántica donde Bolívar está inscrito. Un hombre de su tiempo, pues. No hace falta más.

Más acá de los ditirambos de unos y los insultos de otros, Bolívar fue un gran hombre que de modo elegante se movió hacia objetivos superiores. Una voluntad claramente excepcional puesta al servicio de la Historia. Como Richelieu, el creador de Francia. O Lincoln, sin cuya determinación los Estados Unidos serían alguna otra cosa, mas no unidos. O Churchill, salvador de Europa. O el quijotesco Rómulo Betancourt, que intentó darle civilización política a una sociedad esencialmente bárbara.

La epopeya del héroe continúa incluso por vía de las aberraciones. Está por discutirse si la furia bolivariana de Chávez obedece a una deshonestidad intelectual de político que secuestra la imagen de un héroe para limpiarse los pies con ella, o si es la superficialidad de conocimientos que el Presidente muestra en otras áreas, la que le lleva a invocar a Bolívar mientras actúa como Boves. Esta documentado que a lo que más temió el Libertador fue a la capacidad destructiva de las fuerzas sociales que Chávez representa. Por cierto que este cronista no comparte la explicación racista implícita en el horror de Bolívar por “la pardocracia” que, predijo, destruiría a este país. No hace falta ser pardo como Chávez. Se puede ser tan ario como Izarra o tan rubio y godo como Müller Rojas. Además, no destruirán nada, salvo un antiguo régimen que ya estaba podrido y un aparato productivo que ya el neo-liberalismo perecista había derrengado. Pasará la ola bárbara y el país se recuperará con los recursos provenientes de un factor que Bolívar no pudo considerar ni tenía por qué hacerlo -el petróleo-, manejado no por los bellacos que secuestraron y violaron aquella honorable Cuarta República, ni por los salvajes saqueadores de esta Quinta, sino por el nuevo país de esa generación del 2007 que, sin darse cuenta, hace historia como la hicieron las de 1928 y 1810.

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  Artículo publicado originalmente en el semanario Zeta


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