Las
votaciones del domingo marcan el clásico punto de inflexión
a partir del cual los hechos toman un curso diferente. Estos
hechos tienen una dinámica propia y se mueven en una
dirección, pero su ritmo puede alterarse por incidentes o
accidentes cuya responsabilidad recaería sobre sus
protagonistas -caso típico, el 12 de abril de 2002.
El nuevo curso del proceso político venezolano es favorable
al restablecimiento del modelo democrático, incluso
perfeccionado en cuanto recuperaría la intención social
debilitada en los últimos años de la República Civil. Este
movimiento histórico ganará o perderá velocidad según
aciertos o errores de los dirigentes de oposición. Los
aciertos se refieren sobre todo a la coordinación y firmeza
de sus voluntades, para lo cual se requiere algo tan escaso
como es la generosidad y el sentido histórico. Más fácil
será que abunden los errores debidos a rivalidades de
quienes desde ya tienen montados sus propios proyectos, en
función del cual ponen el conjunto de las operaciones, al
punto de enlentecer los acontecimientos hasta acoplarlos a
sus planes personales.
Debemos estar claros en cuanto a que el resultado del
domingo es una derrota personal de Chávez. Él mismo potenció
esa realidad cuando en la última semana planteó el Sí y el
No como una aprobación o rechazo a su mandato. Él tiene que
haber medido cuan grave es el hecho de que hasta en los
barrios populares o especialmente en ellos, lo más que logró
fue la abstención de ciudadanos que antes le apoyaban y
ahora le rechazan.
Otro punto a concientizar es que la actitud, por no decir la
presión, del estamento militar, inhibió el uso de ese
dominio que el presidente tiene sobre el Consejo Nacional
Electoral, de modo que esa potestad sólo fue utilizada
parcialmente, para reducir el margen del rechazo en no menos
de un 6%. Pareja está la conciencia de que la aparentemente
respetuosa pero realmente firme posición militar tiene como
argumento la recia actitud de los dirigentes políticos,
determinada por la sana belicosidad de la población
opositora, la cual fue a su vez alimentada por el ejemplo de
los estudiantes y, más allá, por la bien fundamentada
desconfianza en el CNE sembrada en meses anteriores por
voceros del abstencionismo. (Dicho sea de paso, ese
abstencionismo dejará de tener sentido en la medida, pero
sólo en la medida, en que los dirigentes de la Oposición
sean eso que se vio a la medianoche del domingo).
Todo lo anterior nos conduce a la necesidad de rechazar un
Consejo Nacional Electoral esperpéntico cual sólo puede
serlo un organismo arbitral donde seis de sus siete miembros
responden perrunamente las órdenes de una de las dos partes
en disputa. Esta indispensable gestión se difirió quizás por
la debilidad que hasta ahora padecía una Oposición
minoritaria y dispersa. Pero una Oposición unida y vencedora
no tiene por qué dejar el poder electoral en manos de un
gobierno doctrinariamente tramposo cuando éste ya no tiene
ni la mayoría del pueblo ni el apoyo militar, y en cambio le
acosan desde distintas direcciones todos los factores
significativos internos y externos.
Es así como llegamos al punto capital: la unidad de la
Oposición. Una unidad que corresponda al dilema real
-libertad o tiranía. Una unidad sin ciertas groseras
muestras de un egoísmo calculador estimulado por la
inagotable capacidad de intriga que es lo único que les
queda a los ancianos muñidores. Los dirigentes políticos del
2007 no se deben inspirar en las mañas de los fracasados de
la Cuarta República, sino en el espíritu de los patricios
que en 1957 unieron sus aspiraciones en un solo objetivo:
darnos, como nos dieron, una democracia con objetivos
nacionales de crecimiento y justicia. No deja de ser irónico
que quienes ahora lamen las orejas de los dirigentes
políticos aconsejándoles hegemonías, sean de los mismos que
descarrilaron aquella democracia decente, hoy añorada.
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Artículo publicado originalmente en el diario El
Nuevo País |