Los
hombres de talento son indóciles. Tienen sus propias ideas
y, si además tienen personalidad, las expresan aunque sea a
contracorriente. Pero tampoco es disentir por disentir. Se
aprende de quienes en sentido figurado fueron los padres y
los hermanos mayores. Y de fuentes varias. O sea, a conocer
el bicho humano, con el comunista Gómez Grillo y el
imperialista Everet Bauman. Más raro aún: con Pedro Estrada,
quien viejo pero lúcido me revelaba secretos sorprendentes
sobre sus contemporáneos importantes. Y con Carrillo
Batalla, quien me paseaba por las lujosas urbanizaciones
floridianas para mostrarme las mansiones de los jerarcas de
La Cuarta. A hacer periódicos, con Miguel Ángel Capriles,
Armando de Armas y Oscar Yanes. A la elegancia en la
conducta, con Gallegos en cuatro o cinco frases que me dijo
como hablándole al vacío y con su opúsculo “Una posición en
la vida”, que su albacea, Ricardo Montilla, me regaló con
una dedicatoria llena de intención.
Con los
profesores Velandia y Ágreda, impasibles ante el infortunio
político y personal. Con el nobilísimo Luis Augusto (Dubuc),
con mi tío Francisco Isava, con Luis Villalba Villalba –un
día me paró en medio de la calle y me dijo a grito herido,
porque él estaba sordo: “¡No seas el Rufino Blanco de tu
generación!”, y siguió de largo, a paso de carga, como si
fuera a cobrar una herencia cuando a lo que iba era a
almorzar en su casita en Puente de Hierro. Me dejó
cavilando, revisé mi opinión sobre Blanco Fombona, uno de
mis fetiches, y me di cuenta de que la suya había sido una
vida espectacular, pero estéril.
Del Estado
aprendí con Betancourt, Leoni, Caldera, Ramón Jota y
Reinaldo (Leandro Mora). De política, con gente como Jaime (Lusinchi),
Alfaro, Pedro Pablo (Aguilar). Estos y otros como ellos
fueron o han sido mis amigos. Pero no es indispensable la
amistad propiamente dicha, ni siquiera el contacto
frecuente, porque basta con sus escritos, cuando se trata de
conocimientos, o con el efecto de demostración. Así aprendí
Petróleo de Pérez Alfonzo y Economía de Maza Zabala. Una vez
me pasé una semana leyendo sobre el efecto de las tasas de
interés sólo por un preocupado comentario que Carlos Rafael
Silva me hizo sobre el alza del líbor. También se puede
aprender por contraste, como a terminar mis tareas aprendí
de mi padre, un genio incapaz de rematar un trabajo, o de
Pérez Jiménez, quien, superando, ya en la humildad de la
vejez, su natural soberbia, me comentaba los errores
políticos que le sacaron del poder.
En medio y
después de todo eso, uno afila su predisposición a disentir,
y la ejerce sólo cuando está seguro. Con Hugo Chávez tuvimos
una simpatía muy explicable que me hubiera permitido entrar
en su círculo de confianza. Puedo decirlo porque el propio
Hugo me lo ha recordado en público –se lo agradezco. Un
embajador estadounidense me lo señaló, recomendándome
acercarme al hombre fuerte. Le contesté que ya no había nada
que hacer, que el hombre ya volaba arrastrado por esa
elación de la personalidad que el poder produce en las
personas sin un sentido filosófico de la existencia.
Observé, sí, a
veces de cerca, a quienes me pareció que no podrían ir muy
lejos en la ilusión de entenderse con un líder a quien no
sólo su propia personalidad, sino la fuerza de las cosas,
llevaban por el camino de Adolfo Hitler, más que el de Fidel
Castro. Escarrá, por ejemplo, con su rigor jurídico, tenía
que estorbar al toro salvaje de Barinas. José Vicente no
podía convertirse en un represor. Los Villeguitas, formados
en la nobleza y experiencia del indeformable Cruz Villegas y
de la judía eslava con quien el sobrio comunista montó
hogar, no podían sostener mucho tiempo una bandera donde
bajo la hoz y el martillo iba apareciendo claramente la
svástica. De mis compañeros en el Senado Breve observé a
Guyón y a Isaías. Guyón resultó el palo de hombre que allí
me pareció. Isaías no; pero lo atribuyo a un problema
íntimo, a un colapso integral de una personalidad que no
soportó la prueba ácida del poder.
Esas disidencias
personales son interesantes, pero decisivas son las
disidencias institucionales. En los partidos, Podemos,
porque lo forman tipos que no se dejan padrotear. Lástima
del PPT, al cual miré con simpatía, y lástima en especial de
Aristóbulo, que pudo vivir mejor destino. Ahora, lo que se
llama instituciones, digo y sostengo que las piedras de
tranca en el camino de Hugo hacia un orgiástico y dislocado
ejercicio del poder total y estéril, son la Iglesia Católica
y la Fuerza Armada.
Vayamos a Fidel.
Paranoico de especial capacidad para la manipulación, fue
capaz de engañar a los curas con aquello de su formación en
el colegio jesuita, la barba nazarena que en realidad servía
para disimular un mentón retraído y aquel enorme crucifijo
que le guindaba del pescuezo y en su hora batiría contra el
suelo. (“Por fin me puedo quitar esta vaina”, habría dicho).
Hugo no. Su capacidad de simulación es nula. A los católicos
les ha hecho saber que con él no tienen vida.
Con el estamento
militar Fidel no tuvo problema. Lo primero que hizo fue
fusilar a los militares importantes que no escaparon con
Batista. De inmediato, asesinó o encarceló a sus compañeros
prominentes, como Camilo Cienfuegos y Huber Matos, trámite
indispensable que Hugo no pudo ejecutar.
Aquí las cosas
han sido distintas. Los militares le han aplicado a Chávez
una de simulación, cual recomiendan los tratados de la
guerra, sean chinos o prusianos. Lo que piensan lo hacen
saber cuando pasan a retiro, para que los cuadros medios no
se cofundan con la apariencia. Así cada ministro de la
Defensa: Salazar, Rincón, García Carneiro, Maniglia, Baduel.
El que tiene ahora, Rangel Briceño, entró con protestas de
incondicionalidad que recuerdan al general Rosendo, aquel
que no cabía por la tapa del tanque. Pero a Rangel se le
salió la clase cuando en un coloquio en Fuerte Tiuna le
preguntaron por aquello de “Candelita que se prende,
candelita que se apaga”, amenaza que Chávez sostiene de usar
al Ejército Libertador para dispararle a quienes manifiesten
contra su decisión de eternizarse en Miraflores. Orden
criminal que, pueden estar seguros, los militares no
cumplirán jamás.
Y no sólo eso,
sino que les hará pensar que esa Nube Negra enviada por Bush,
a Hugo le ha afectado hasta más arriba de los bronquios. El
caso es que Rangel Briceño se revolvió más allá de lo
prudente. De este compromiso en que le metió la
irresponsabilidad de los venezolanos que en 1998 votaron por
Chávez –recen cien padrenuestros y cincuenta avemarías-, los
militares no piensan salir con el odio de sus compatriotas y
el desprecio de la comunidad internacional, cuyas normas
jurídicas globales e imprescriptibles son particularmente
rigurosas con ese tipo de crímenes. ¿Se imaginan al pobre
Rangel Briceño, a quien el ministerio le vino como caído del
cielo, terminando como Sadam Hussein?
No sigo, porque
los años me han vuelto cauteloso con las aguas profundas.
Pero está claro que el rojo y el negro stendhelianos están
coincidiendo de una manera que no deja lugar a dudas sobre
la solución de esta charada.
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Artículo publicado originalmente en el semanario Zeta |