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Rojo y negro
por Rafael Poleo
viernes, 2 noviembre 2007


Los hombres de talento son indóciles. Tienen sus propias ideas y, si además tienen personalidad, las expresan aunque sea a contracorriente. Pero tampoco es disentir por disentir. Se aprende de quienes en sentido figurado fueron los padres y los hermanos mayores. Y de fuentes varias. O sea, a conocer el bicho humano, con el comunista Gómez Grillo y el imperialista Everet Bauman. Más raro aún: con Pedro Estrada, quien viejo pero lúcido me revelaba secretos sorprendentes sobre sus contemporáneos importantes. Y con Carrillo Batalla, quien me paseaba por las lujosas urbanizaciones floridianas para mostrarme las mansiones de los jerarcas de La Cuarta. A hacer periódicos, con Miguel Ángel Capriles, Armando de Armas y Oscar Yanes. A la elegancia en la conducta, con Gallegos en cuatro o cinco frases que me dijo como hablándole al vacío y con su opúsculo “Una posición en la vida”, que su albacea, Ricardo Montilla, me regaló con una dedicatoria llena de intención.

Con los profesores Velandia y Ágreda, impasibles ante el infortunio político y personal. Con el nobilísimo Luis Augusto (Dubuc), con mi tío Francisco Isava, con Luis Villalba Villalba –un día me paró en medio de la calle y me dijo a grito herido, porque él estaba sordo: “¡No seas el Rufino Blanco de tu generación!”, y siguió de largo, a paso de carga, como si fuera a cobrar una herencia cuando a lo que iba era a almorzar en su casita en Puente de Hierro. Me dejó cavilando, revisé mi opinión sobre Blanco Fombona, uno de mis fetiches, y me di cuenta de que la suya había sido una vida espectacular, pero estéril.

 

Del Estado aprendí con Betancourt, Leoni, Caldera, Ramón Jota y Reinaldo (Leandro Mora). De política, con gente como Jaime (Lusinchi), Alfaro, Pedro Pablo (Aguilar). Estos y otros como ellos fueron o han sido mis amigos. Pero no es indispensable la amistad propiamente dicha, ni siquiera el contacto frecuente, porque basta con sus escritos, cuando se trata de conocimientos, o con  el efecto de demostración. Así aprendí Petróleo de Pérez Alfonzo y Economía de Maza Zabala. Una vez me pasé una semana leyendo sobre el efecto de las tasas de interés sólo por un preocupado comentario que Carlos Rafael Silva me hizo sobre el alza del líbor. También se puede aprender por contraste, como a terminar mis tareas aprendí de mi padre, un genio incapaz de rematar un trabajo, o de Pérez Jiménez, quien, superando, ya en la humildad de la vejez,  su natural soberbia, me comentaba los errores políticos que le sacaron del poder.

 

En medio y después de todo eso, uno afila su predisposición a disentir, y la ejerce sólo cuando está seguro. Con Hugo Chávez tuvimos una simpatía muy explicable que me hubiera permitido entrar en su círculo de confianza. Puedo decirlo porque el propio Hugo me lo ha recordado en público –se lo agradezco. Un embajador estadounidense me lo señaló, recomendándome acercarme al hombre fuerte. Le contesté que ya no había nada que hacer, que el hombre ya volaba arrastrado por esa elación de la personalidad que el poder produce en las personas sin un sentido filosófico de la existencia.

 

Observé, sí, a veces de cerca, a quienes me pareció que no podrían ir muy lejos en la ilusión de entenderse con un líder a quien no sólo su propia personalidad, sino la fuerza de las cosas, llevaban por el camino de Adolfo Hitler, más que el de Fidel Castro. Escarrá, por ejemplo, con su rigor jurídico, tenía que estorbar al toro salvaje de Barinas. José Vicente no podía convertirse en un represor. Los Villeguitas, formados en la nobleza y experiencia del indeformable Cruz Villegas y de la judía eslava con quien el sobrio comunista montó hogar, no podían sostener mucho tiempo una bandera donde bajo la hoz y el martillo iba apareciendo claramente la svástica. De mis compañeros en el Senado Breve observé a Guyón y a Isaías. Guyón resultó el palo de hombre que allí me pareció. Isaías no; pero lo atribuyo a un problema íntimo, a un colapso integral de una personalidad que no soportó la prueba ácida del poder.

 

Esas disidencias personales son interesantes, pero decisivas son las disidencias institucionales. En los partidos, Podemos, porque lo forman tipos que no se dejan padrotear. Lástima del PPT, al cual miré con simpatía, y lástima en especial de Aristóbulo, que pudo vivir mejor destino. Ahora, lo que se llama instituciones, digo y sostengo que las piedras de tranca en el camino de Hugo hacia un orgiástico y dislocado ejercicio del poder total y estéril, son la Iglesia Católica y la Fuerza Armada.

 

Vayamos a Fidel. Paranoico de especial capacidad para la manipulación, fue capaz de engañar a los curas con aquello de su formación en el colegio jesuita, la barba nazarena que en realidad servía para disimular un mentón retraído y aquel enorme crucifijo que le guindaba del pescuezo y en su hora batiría contra el suelo. (“Por fin me puedo quitar esta vaina”, habría dicho). Hugo no. Su capacidad de simulación es nula. A los católicos les ha hecho saber que con él no tienen vida.

 

Con el estamento militar Fidel no tuvo problema. Lo primero que hizo fue fusilar a los militares importantes que no escaparon con Batista. De inmediato, asesinó o encarceló a sus compañeros prominentes, como Camilo Cienfuegos y Huber Matos, trámite indispensable que Hugo no pudo ejecutar.

 

Aquí las cosas han sido distintas. Los militares le han aplicado a Chávez una de simulación, cual recomiendan los tratados de la guerra, sean chinos o prusianos. Lo que piensan lo hacen saber cuando pasan a retiro, para que los cuadros medios no se cofundan con la apariencia. Así cada ministro de la Defensa: Salazar, Rincón, García Carneiro, Maniglia, Baduel. El que tiene ahora, Rangel Briceño, entró con protestas de incondicionalidad que recuerdan al general Rosendo, aquel que no cabía por la tapa del tanque. Pero a Rangel se le salió la clase cuando en un coloquio en Fuerte Tiuna le preguntaron por aquello de “Candelita que se prende, candelita que se apaga”, amenaza que Chávez sostiene de usar al Ejército Libertador para dispararle a quienes manifiesten contra su decisión de eternizarse en Miraflores. Orden criminal que, pueden estar seguros, los militares no cumplirán jamás.

 

Y no sólo eso, sino que les hará pensar que esa Nube Negra enviada por Bush, a Hugo le ha afectado hasta más arriba de los bronquios. El caso es que Rangel Briceño se revolvió más allá de lo prudente. De este compromiso en que le metió la irresponsabilidad de los venezolanos que en 1998 votaron por Chávez –recen cien padrenuestros y cincuenta avemarías-, los militares no piensan salir con el odio de sus compatriotas y el desprecio de la comunidad internacional, cuyas normas jurídicas globales e imprescriptibles son particularmente rigurosas con ese tipo de crímenes. ¿Se imaginan al pobre Rangel Briceño, a quien el ministerio le vino como caído del cielo, terminando como Sadam Hussein?

 

No sigo, porque los años me han vuelto cauteloso con las aguas profundas. Pero está claro que el rojo y el negro stendhelianos están coincidiendo de una manera que no deja lugar a dudas sobre la solución de esta charada.

 

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  Artículo publicado originalmente en el semanario Zeta


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