Beatriz
I de la Universidad, reina y señora nuestra, coronela
gallarda de este bravo batallón de muchachos que guardan y
acrisolan en su agresivo aislamiento las mejores reservas
dinámicas de la patria, a ti va por caminos inéditos mi
palabra que no sabe de genuflexiones.
Debe vocearse recio para que se escuche lejos el sentido
trascendente de estas fiestas, en las que quinientos
venezolanos nuevos -¡limpios de claudicaciones,
insospechables de oportunismo!- [halagan] a una mujer en
actitud de vasallaje, ya sumisas las manos rebeldes, las
manos que se han endurecido ciudadanamente en el roce
cotidiano con los rudos cinceles con que en los pueblos
olvidados de Dios se tatúan de gestos el espíritu de los
escultores de su propia angustia.
Beatriz...: muchacha agreste, nacida en un pueblo de estos
llanos nuestros, donde los nietos de los montoneros
derrapados y libérrimos gritan su admonición de rebeldía que
nadie oye: muchacha agreste, que tienes en tu sangre
impetuosa, y en el color cálido de la piel asoleada y en el
nocturno bárbaro trenzado al cabello, todo el ímpetu
desbordado de la mujer de una raza que está gestando en su
silencio grávido de anticipos el milagro de una nueva
alborada en la senectud del mundo: en ti, su símbolo
integral, estamos rindiendo un homenaje que debíamos los
venezolanos decorosos a la mujer de Venezuela. Mujer leal,
ingenuamente abnegada, que se dio toda a la clara misión de
ungir con sus piedades nuestras miserias y nuestros dolores
republicanos; mujer que en el suave apostolado de la novia
nos reconforta con el vino amable de sus ternuras, y en el
regazo de la madre, o en el recuerdo de su sonrisa
inolvidable, es cordial refugio para el espíritu maltratado
de incomprensiones. Cuántas veces un venezolano de estos
tiempos, después del minuto de prueba colectiva, ya alejado
de la multitud que recibiera sobre su frente el duro
latigazo de la barbarie insolente, fue a refugiar en la
intimidad piadosa del hogar su rabia amordazada; y fueron
entonces manos de mujer las que recogieron en su palma
ahuecada el dolor de una lágrima, donde cristalizaron como
dentro de un prisma de amarguras todos los dolores de un
pueblo que, después de haber estado a la cabeza de América
en su más alta ocasión gloriosa, ha venido cumpliendo a
pasos de sacrificios los ciclos de una larga expiación!
Mujer de nuestra tierra: continúa siendo para nosotros -los
esforzados paladines de la inconformidad- escudo y atalaya
de ensueños, símbolo para el vuelo aquilino de la hazaña y
campanada de apremio en la virtualidad alerta de la idea. En
cambio, te hacemos, en este diáfano momento de la
sinceridad, una promesa lírica. Escúchala atento, Beatriz I
de la Universidad y de Venezuela, y difúndela a lo largo y a
lo ancho de tus vastos dominios, ya amanecido el sol que ha
de alumbrar la hora definitiva de su destino:
Si algún día imperativos de patria nos obligan a exponer a
la intemperie de soles y lluvias la lanza historiada que nos
legó N. S. Alonso Quijano, será orgullo nuestro conservar
intacta en ella la silueta de la «dulce su enemiga» del
Manchego, grabado por él -lo afirmo, aun cuando olvidó
decirlo el parco biógrafo de sus hechos y hazañas- con un
tosco guijarro, en una de sus largas noches meditativas en
las soledades de Sierra Morena, después de la segunda
salida...
* |
Pronunciado en el Teatro Rívoli de Caracas, el 8 de
febrero de 1928 |