En nuestro Caldo anterior cultivamos a
fuego breve las ideas del novelista e historiador Gore Vidal sobre la invención
de los Estados Unidos como nación, los debates en torno a la redacción de su
Constitución y el resultado histórico de ese experimento. Desde su fundación el
país buscó la plena libertad de su gente y las formas de controlar al gobierno.
La Carta Magna comienza diciendo “Nosotros la gente de los Estados Unidos”, para
dejar en claro que de la gente deriva el poder del gobierno, y además, que si
éste se excede en sus atribuciones corresponde a la gente ponerlo en su lugar.
Como voz agorera aparece Benjamín Frankiln, quien preconiza un despotismo como
resultado de la futura e inevitable corrupción de la república, con el agravante
de encontrar entre los gobernados una disposición a aceptarlo.
En su libro
Perpetual War for Perpetual Peace (Nation Books, 2002) Vidal echa mano del
erudito napolitano Vico quien describió a principios del siglo XVIII el ciclo
orgánico de las sociedades humanas como un círculo que va del Caos a la
Teocracia, y de allí, a la Aristocracia que desemboca en Democracia. A causa de
la corrupción, estas repúblicas se convierten imperios tiránicos que
eventualmente colapsan y retroceden al Caos y la etapa Teocrática. Con esta
idea, Vidal escribe “actualmente los Estados Unidos es una república imperial
medianamente caótica que va de salida, nada malo a menos que haya una seria
epidemia de Caos en cuyo caso una nueva era religiosa estará sobre nosotros”. No
soy un teórico que pueda definir al detalle lo que deba entenderse como caos,
pero basta con ver el poder de los grupos conservadores cristianos en EEUU para
entender que la religión está bailando un apretado vals con el capitalismo
corporativo en the land of the free.
Para Vidal el gobierno
da claras señales de su despotismo al coartar las libertades civiles consagradas
en la Constitución y paulatinamente se hace rehén del fundamentalismo religioso.
La presencia de John Ascroft como Secretario de Justicia es la punta de un
iceberg que va congelando los derechos individuales bajo el argumento de la
moralidad, y sobre todo, de la seguridad y la lucha contra el terrorismo. En
1995, y según una encuesta de CNN-Time, el 55% de los entrevistados consideraba
que el gobierno federal se había hecho tan poderoso que significaba una amenaza
a los derechos del ciudadano común. El 14 de septiembre de 2001, tres días
después del espantoso ataque a las Torres Gemelas, el 74% de los encuestados
consideraba que era necesario renunciar a ciertos aspectos de la libertad
personal. El gobierno ha sabido interpretar ese cheque en blanco (y ha sabido
sembrar esa matriz de opinión) promulgando leyes que abren ventanas por donde
meter su nariz, y a su manera, la cruz y la Biblia.
En año de contienda
electoral, vale la pena poner el ojo en el caso estadounidense. Cuando los
ciudadanos renuncian a ciertas libertades ¿qué significa esa disposición de los
gobernados a dejarse someter por su gobierno? Al entregar sus derechos con el
objetivo de salvar la patria ¿acaso no retroceden las conquistas políticas y
sociales? Por convertir la fe en razón de estado ¿podrá un fanatismo armado de
mucho dinero poner al mundo patas arriba en nombre de Dios, tal y como pretenden
hacerlo los fanáticos musulmanes?
“No hay nada
patriótico en nuestra pretensión de que puedes amar a tu país y despreciar a tu
gobierno” las palabras parecieran ser de G.W. Bush, o más en casa, de Hugo
Chávez. Son el argumento de defensa que encontró Bill Clinton en 1996 ante las
críticas que levantó su Ley Antiterrorismo. El gobierno que fue creado por la
gente y para la gente hace más de 200 años ha crecido al punto de no depender de
la gente. Se basta a si mismo y sabe cómo convencer a sus gobernados de que no
exista nada más seguro y tranquilo que el hogar dulce hogar, no importa cuantas
concesiones haya que hacer en el camino.
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