Un
anciano de 81 años, famoso entre otras cosas por volar una cometa con una llave
atada a su cola, escribió a sus compatriotas en 1787: “apoyo esta Constitución
con todas sus faltas, si estas existieran. No hay otra Forma de Gobierno sino
aquella que estando bien administrada sea una Bendición para la Gente; y creo
además que estará bien administrada en el Curso de los Años hasta terminar en
Despotismo, como otras Formas lo han hecho antes, cuando la Gente sea tan
corrupta como para requerir un Gobierno Despótico, siendo incapaz de tener
cualquier otro”.
En su libro Inventando una
Nación (Yale University Press,
2003), el ácido historiador Gore Vidal da
cuenta de las grandezas y debilidades de los Padres Fundadores de los Estados
Unidos, desde la Declaración de Independencia hasta los primeros años de la
República. Durante ese tiempo las mentes y plumas de Jefferson, Adams,
Washington, Hamilton y Franklin, entre otros, dedicaron todo su esfuerzo a
concebir un gobierno justo para las 13 colonias recién liberadas de Inglaterra,
y sobre todo, que permitiera a sus ciudadanos la búsqueda de la felicidad, un
concepto que Jefferson incluyó en la Constitución, junto a los ideales de
preservación de la vida y la libertad.
Controlar el poder del gobierno
fue desde el principio una prioridad. Es por ello que en la Declaración de
Independencia se establece que “para proteger sus derechos, los gobiernos son
instituidos entre los hombres, derivando sus poderes del consentimiento de los
gobernados...cuando cualquier Forma de Gobierno se convierta en algo destructivo
para estos fines, es el derecho de la Gente alterarlo o abolirlo”. Una sensata
previsión de quienes combatían contra la monarquía y el parlamento inglés. Nadie
hace una revolución para ser nuevamente sometido: aquello que la gente ha hecho,
la misma gente lo puede deshacer.
El gobierno de la gente, para la
gente. Pero ¿cuál gente? Aquí el debate es fascinante, pues tocaba equilibrar
las aspiraciones de la clase pudiente y aristócrata con las del hombre común y
corriente (dejando por fuera a los esclavos, asunto que se convertiría en el
detonante de la guerra federal) La solución fue crear un gobierno con tres
ramas. En primer lugar un Congreso conformado por Representantes, electos por
los campesinos dueños de tierras, y por Senadores, electos por las legislaturas
de los Estados, es decir, por los más adinerados y poderosos. El trío lo
completaba una Corte Suprema de Justicia y un Presidente con amplios poderes,
incluido el veto al Congreso. Al firmar la primera Constitución los Padres
Fundadores cruzaron los dedos, esperando lo mejor. Benjamín Franklin dijo: “aquí
es la República...si logramos mantenerla”
Según Gore Vidal, la profecía de
Franklin se ha cumplido: Estados Unidos sufre los embates de la corrupción
popular y es víctima de un gobierno que extiende sus poderes a todas los ámbitos
de la vida pública gracias a leyes como el Acta Patriótica contra el terrorismo.
Defensor de las libertades civiles, Vidal ha indagado en otros libros, como
Guerra Perpetua para una Paz Perpetua, en la expansión y el envilecimiento
del gobierno a costa de los gobernados.
Admirador de Alexander Hamilton,
un hijo bastardo nacido en la isla antillana de Nevis quien terminó encargado de
las finanzas de la naciente nación, Vidal suscribe sus palabras cuando éste
escribe en 1788: “¿Y que es
el gobierno, sino una reflexión sobre la naturaleza humana? Si los hombres
fueran ángeles, ningún gobierno haría falta. Si los ángeles gobernaran a los
hombres, ningún control interno o externo haría falta... al enmarcar un gobierno
que debe ser administrado por hombres, sobre hombres, la gran dificultad es
esta: primero se debe permitir al gobierno controlar a los gobernados, y después
obligarlo a controlarse a si mismo. La dependencia en la gente es sin duda el
primer control sobre el gobierno”
Continuará...