Hace poco más de un siglo, pero parece que
fue ayer. Un personaje tan fabulador, megalomaníaco y
ditirámbico como el que te conté, el tachirense
Cipriano Castro – tan amigo de frases rimbombantes y
amenazas inútiles como éste, su más directo sucesor –
sintió un pequeño temblor y ni corto ni perezoso
brincó desde el balcón de su despacho en la Casa
Amarilla y fue a dar de bruces sobre la acera de la
Plaza Bolívar. Además de la vergüenza por lo culillúo,
él por demás un andino bragado, con cara de simio y
ojos melancólicos a quien llamaban El Cabito, terminó
con un tobillo luxado. Y la fama de temerle a los
temblores como al propio demonio. Quien lo hubiera
creído en quien se apoderó de la república con algunas
docenas de sus hombres.
Cien años después y gracias a un invento
que Castro jamás imaginó pudiera llegar a convertirse
en realidad, los venezolanos nos hemos enterado con
lujo de detalles que el actual presidente de la
república ha sufrido una feroz mala jugada de su
aparato gastrointestinal. Uno, lector del enjundioso
Manual de Carreño, sabe que es de pésimo gusto
mencionar esas trastadas anales en sociedad, ni se
asoman efluvios o aromas meteorizados para espantar
olfatos. Nuestro gran Andrés Bello se hubiera muerto
de la impresión antes de permitir que el máximo
magistrado de su bienamada república podía referirse
con una descripción escatológica digna del Marqués de
Sade a las explosiones gástricas que irrumpieron a
través del trasero presidencial poniéndolo en aprietos
de retorcijones y frunceculos.
Que un presidente también va al baño y
descarga sus excrementos, así sea en palacio y con
todos los ruidos, pestilencias, artilugios y
accesorios correspondientes, es cosa absolutamente
perogrullesca. ¿O es que los magistrados no tienen
intestinos ni pueden sufrir de incontinencias
ventriculares? Pero que ventile en su encuentro
dominguero estelar con sus ciudadanos y les dispense
quince minutos de sus caprichos aerofágicos, resulta
extremadamente penoso. ¿Qué presidente de qué
república, que no fuera la de Saló, ha disertado sobre
la dimensión, densidad, coloratura y resonancias
acústicas de sus excreciones rectales? ¿Quién de la
tesitura de sus flatos y ventosidades?
El Conde de Buffon, hombre de alta nobleza
y prodigiosa educación, afirmó que “el estilo es el
hombre mismo”. De creerle al Conde de Buffon, y nada
nos impide que así sea, tendremos que llegar a la
ominosa y degradante conclusión que los venezolanos
nos hemos rebajado a niveles cloacales y que tenemos
de presidente de la república a un teniente coronel
cagalitroso y exuberante, incontinente y desenfado en
grado superlativo. Un peorro, vaya.
Pobre Venezuela. Dios te bendiga en esta
mala hora.