En
las tumbas del olvido escribe sus romances, polvo de versos verdes que te quiero
verde. Una tarde de agosto de 1936, quizás a las cinco de la tarde, le rimaron
una bala en la nuca y desde entonces enreda sus huesos con los de otros en una
fosa común. Algunos quieren abrir la tierra en el poblado de Viznar, cerca de
Granada, para rebautizar los restos que allí encuentren. Quizás aparezca el
cráneo agujereado de Federico García Lorca, apilado como otros 30 mil españoles
muertos durante la Guerra Civil. Las autoridades, y muchos mortales de a pie,
prefieren escudase tras el Pacto del Silencio de 1975: lo pasado pisado, el
olvido como terapia de sanación.
Aquellos que no recuerden su
pasado están condenados a repetirlo, escribió George Santayana en 1905. Hoy en
día la frase suena a lugar común, dice Tomás Eloy Martínez en su libro Réquiem
por País Perdido, y quizás por eso la reinterpreta al sentenciar que no hay
futuro sin una comprensión clara y franca del pasado. En Argentina quisieron
sepultar la guerra sucia de la dictadura con una Ley de Punto Final que el
actual gobierno intenta poner en puntos suspensivos. La lucha contra la
desmemoria y la impunidad no ha sido fácil. Entre los que prefieren borrar
traumas y culpas, sumados a quienes ahora elevan sus frentes manchadas como si
estuviesen limpias, el interés por mantener a los fantasmas enterrados atenta
contra la justicia argentina.
Venezuela tiene sus
historias de crimen y olvido. El 27 de febrero de 1989 una turba tomó las calles
de Caracas y 24 horas después el ejército la derribó con sus fusiles. El
gobierno reconoció 267 muertos, las cifras extraoficiales contabilizan más de
mil quinientos. En el Cementerio General de Sur un número indeterminado de esos
cuerpos se desintegran en un hueco llamado La Peste. Todavía se buscan
responsables. Dos semanas atrás el entonces ministro de la defensa, Italo del
Valle Alliegro, recibió la noticia de que sería imputado por los crímenes. El
general sostiene que actuó en una coyuntura que obligaba a reestablecer el orden
público. Los magros resultados de las investigaciones y decisiones en los
tribunales venezolanos son una tétrica forma del olvido: pasa el tiempo, se
enraiza la impunidad y el dolor se enquista en los afectados. En 1990 la Corte
Interamericana de los Derechos Humanos sentenció que el Estado Venezolano violó
los derechos fundamentales de 44 víctimas y el año pasado el gobierno comenzó a
pagar indemnizaciones a los familiares. Mientras tanto investiga, bajo sospecha
y escepticismo, envuelto en matices políticos y proselitistas, las muertes de
abril de 2002. El recuerdo de las víctimas aún desvela al país y los vericuetos
del proceso amenazan con inyectar la memoria
15 años después, otro 27 de
Febrero. Cinco días de manifestaciones dejan saldo de 9 muertos y 350 detenidos
con denuncias de torturas y abusos. ¿Será que el tiempo, que ilusoriamente lo
cura todo, correrá a favor de los responsables? Y más aún, cuando la
polarización es tan aguda, ¿se convertirá en argumento de la barbarie la idea de
que hay muertos necesarios y que se lo tienen merecido? Al poder le conviene
olvidar, o si no, acomodar la memoria para sus dividendos. Las alarmas por la
fragilidad de los derechos humanos en Venezuela sonaron hace mucho tiempo, mucho
antes que apareciera Chávez, pero cuando la sangre está fresca reaparecen las
compresas de la inmediatez. Estas víctimas se suman al cortejo fúnebre que el
poder mantiene en procesión para mantenerse en el poder.
En Venezuela las heridas
están abiertas y se infectan cada día con los gérmenes de la intolerancia y la
impunidad. Toca curarlas. No basta con distraer el dolor, dejarlo menguar en el
limbo sin respuestas.
Encontré estos versos de
Benedetti. Quizás sirvan de algo: El olvido está tan lleno de memoria / que a
veces no caben las remembranzas / y hay que tirar rencores por la borda / en el
fondo el olvido es un gran simulacro / nadie sabe ni puede / aunque quiera /
olvidar.
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