Hugo Chávez
está más que descubierto ante el mundo. No es un demócrata.
Tampoco un estadista digno de respeto. Ha sido un pésimo
Presidente, incapaz de resolver ninguno de los problemas
heredados de los gobiernos anteriores que, especulándolos al
máximo, le facilitaron la llegada al poder en medio de
grandes expectativas. Él no fue causa originaria de ellos
sino consecuencia. Pero esa consecuencia se convirtió en la
causa real del agravamiento de todos y de la aparición de
otros problemas nuevos, tan graves o mucho peores que los
encontrados. Bastaría con mencionar sus reconocidas
vinculaciones con las estructuras del crimen organizado,
instrumento operativo de muchos movimientos subversivos y
terroristas en el continente y el mundo, el narcotráfico en
todas las instancias del proceso, el lavado de dinero negro
o, simplemente y a la vista de todos, la politización del
hampa con patente oficialista como garantía de la más
perversa impunidad. Usar el petróleo como instrumento de
política para el chantaje, la violencia institucional dentro
y fuera del país y el dinero que en cantidades industriales
le ha ingresado al país, para comprar gobernantes
extranjeros, respaldar causas rechazadas en el mundo entero
y corromper a buena parte del país nacional, serían razones
más que suficientes para ponerle punto final a su mandato y
destituirlo sin trámites dejándolo en manos de la justicia
penal nacional e internacional. Esto sucederá más temprano
que tarde.
El mundo
entero lo visualiza como un mediocre militar venido a más.
Autócrata, totalitario con vocación tiránica y dictatorial.
Ha venido destruyendo la democracia desde la democracia
misma, manipulando por las buenas y por las malas el orden
jurídico y las instituciones. Sin formación ni principios,
sin frenos morales ni limitaciones éticas. Para colmo
utiliza como coartada el cuento del socialismo del siglo XXI
con el cual disfraza la pretensión de imponer un comunismo a
la cubana. Jorge Quiroga, expresidente de Bolivia, lo
calificaba como el “petropirata del Caribe”.
Está en el
peor momento de su mandato. El país sufre la mayor tragedia
de su historia republicana. La mayoría la considera de la
responsabilidad exclusiva y excluyente de un Presidente que
dejará como legado la actuación más ineficiente y corrompida
de que tengamos conocimiento. Si en Venezuela los procesos
electorales hubieran sido limpios y la voluntad popular
respetada, hace tiempo hubiera dejado de ser Presidente. A
pesar de que el sistema electoral continúa envenenado
integralmente, ha sufrido aparatosas derrotas que solo la
complicidad de todas las ramas del poder público logra
disimular el enorme rechazo a un régimen perverso y agotado.
Tiene razón el Washington Post. Para imponer la reelección
indefinida tendrá que apelar al fraude y al uso de la
fuerza. Perderá aunque la votación que se anuncia como
referéndum no sea “ni libre ni justa”. Bien dicho, aunque le
duela al enano del circo que hace de Canciller.
oalvarez@telcel.net.ve