Cuando competimos en las
elecciones presidenciales de 1993 sentíamos el final de una
época. El sistema se desmoronaba sin que el liderazgo
político, económico y social del país reaccionara ante las
necesidades crecientes de la población. Para 1998, cinco
años después, poco se había hecho. La esperanza se mudó de
bando. La mayoría creyó encontrar en el golpista que se alzó
contra todo y contra todos en 1992, el mesías salvador y
justiciero que salvaría la patria de la tragedia impulsada
por Betancourt, Villalba, Caldera y Machado, descalificada
como IV República.
Diez años más tarde casi nadie,
a menos que tenga intereses concretos en el chavismo, se
atreverá a negar que estamos peor que nunca. El retroceso ha
sido espantoso y lo fundamental está liquidado. Me refiero a
los principios generales del sistema democrático y a las
normas básicas de la vida en libertad. Podemos discutir
hasta el infinito si era o no necesaria esta experiencia.
Ratifico mi convicción de que pudo ser evitada con un poco
más de visión y coraje por parte de la dirigencia, pero eso
ya no tiene sentido. Lo cierto es que esa ilusión duró muy
poco tiempo. Hoy existe una enorme porción de compatriotas
que no creen en nada. Ni en los partidos que reflejan el
pasado, viejos y nuevos, ni mucho menos en este socialismo
tragicómico que imponen a sangre y fuego unos mediocres
importantizados. La realidad tiene un rostro descompuesto
por los horrores de la pobreza creciente, la pérdida de
oportunidades de trabajo, las invasiones de tierras y
confiscaciones de industrias, la pérdida de las cosechas, de
la inestabilidad familiar, la inseguridad de las personas y
de los bienes. Se mata la libertad cuando se pretende hacer
a todos dependientes de la voluntad despótica del
estado-gobierno y se mata la democracia cuando desaparece el
principio de legalidad, todo vestigio de constitucionalismo
y el respeto al ciudadano. El alma venezolana está llena del
amargo sabor del desengaño. Los ídolos ya no existen y la
inmensa mayoría del liderazgo político no inspira ni fe ni
respeto. Lo grave es que quien tiene razón es la gente. Es
muy difícil creer cuando la vida nos enfrenta con las duras
realidades.
En el fondo y en la forma,
tenemos un serio problema cultural que enfrentar. Devolverle
al pueblo la fe en el respeto a la ley, la convicción de que
solo acatando puntos de referencia de obligatorio
cumplimiento para todos, especialmente para el gobierno,
podemos convivir civilizadamente en sociedad. Hasta para
corregir excesos propios y reivindicar daños de terceros, es
indispensable saber donde está la norma. Despertar un
sentido de mayor responsabilidad personal y familiar, de
apego al trabajo diario, de solidaridad. No se trata
desandar lo andado y volver a la infancia. Se trata de
discutir a fondo la mejor manera, el menos traumático camino
para ponerle punto final a este régimen en el menor tiempo
posible. Esta estúpida tragedia debe terminar.
oalvarez@telcel.net.ve