Los acontecimientos de Honduras, que
concluyeron con la expulsión de su presidente, han merecido
la condena casi unánime de la comunidad internacional. Y es
que era muy cuesta arriba no hacerlo debido a la forma como
se llevó a cabo la separación del mandatario hondureño de su
cargo, por mucho que asistieran razones legales de peso a
las instituciones políticas hondureñas para proceder a su
enjuiciamiento por la violación del orden jurídico
constitucional. De quien fue la brillante idea de ponerlo a
la fuerza en un avión y sacarlo al exterior, en vez de
detenerlo y enjuiciarlo en su propio país, se encargarán
otros de averiguarlo y explicarlo. Por lo pronto, estamos
ante la inusual circunstancia de un incruento golpe de
Estado en el que los militares no se han quedado con el
poder, han actuado siguiendo las directrices de los demás
poderes constitucionales y que cuenta con el apoyo de
amplios sectores de la sociedad hondureña.
Una cosa es innegable, aunque lo ocurrido no
constituye en sí una innovación en la materia, al menos dará
mucho de que hablar de aquí en adelante. Si bien el original
incidente no va a representar la introducción de nuevos
elementos jurídicos en el ordenamiento legal americano, está
proporcionando bastante tela de donde cortar, habida cuenta
de la semejanza de su gestación y desarrollo con lo ocurrido
en otras latitudes de nuestro continente, en lo que ya se
señala como la aplicación de una franquicia expansionista de
un modelo autoritario de gobierno.
Resulta ineludible no observar las
apresuradas reacciones de numerosos países, al condenar a
las nuevas autoridades sin detenerse un momento a ponderar
lo ocurrido. Algunos han llegado, como España, además de
retirar a sus Embajadores, a sugerir a sus socios
comunitarios las vías de acción a adoptar. El comportamiento
de muchos de los actores en este drama no deja de tener una
gran carga de hipocresía. La casi unánime condena pone en
evidencia el doble discurso de presionar a un pequeño país
para que se rinda y renuncie a la defensa de su
Constitución, en favor de un salto al vacío, como el
practicado en otros países. Que la OEA invite a la dictadura
cubana a regresar a su seno, a pesar de que ésta no quiere
ni oír hablar de aquella, mientras expulsa a Honduras por
hacer valer su Constitución, resulta algo extraño. Que Cuba
abogue además por el aislamiento o bloqueo económico al
nuevo régimen resulta igualmente insólito. Y oír hablar a
Raúl Castro de la defensa de los principios democráticos y a
otros tantos mandatarios abogar por la restitución de Zelaya
y rasgarse las vestimentas en defensa de la democracia
resulta realmente hilarante, actitud que un conocido
columnista español definió hace poco como el canto a la
virginidad de la prostituta del barrio.
La expulsión de Zelaya es la culminación de
una crisis política generada por el propio presidente, la
cual no supo, no pudo o no quiso resolver. La OEA no hizo
nada para evitar su desenlace, a pesar de que conocía muy
bien cuál era la situación y hacia donde se encaminaba, tal
vez por encontrarse demasiado ocupada ofreciéndole disculpas
a Cuba.
La alharaca generalizada orquestada desde
Caracas sobre el golpe de Estado en Honduras, incluidas las
amenazas de invasión armada, para que se reponga en su
puesto al presidente defenestrado, ha tenido como corolario
el inusual hecho de que el Secretario General de la OEA haya
pasado en cuestión de días de responsable del Ministerio de
Colonias del Imperio a Chapulín Colorado defensor de los
derechos del presidente depuesto. Sus “gestiones”
diplomáticas, apoyadas en el ultimátum de la Organización de
expulsar a Honduras si no procedían a restituir al
presidente Zelaya, han resultaron infructuosas ante la
inconmovible actitud de las nuevas autoridades hondureñas,
quienes insisten en que si éste regresa a su país tendría
que enfrentarse a un proceso judicial. Sin embargo, en los
últimos días pareciera abrirse la posibilidad de una salida
negociada, con el ofrecimiento realizado por el presidente
Oscar Arias, lo que tiene un tanto incómodos a unos cuantos
interesados en el asunto hondureño.
Las presiones de otro orden no se han hecho
esperar. Al mejor estilo imperial y sin que medie la más
mínima preocupación por el bienestar de su pueblo, Venezuela
suspendió el envío de petróleo a Honduras, con lo cual le da
un golpe de gracia a su frágil economía, puesto que
suministra la totalidad del petróleo necesario para su
funcionamiento, con el agravante de que paga sólo un 40 por
ciento de la factura, ya que el 60 por ciento restante se
convierte en financiamiento a bajos intereses y un plazo de
25 años. En apenas algunas semanas podrían comenzar a
sentirse los efectos de una inédita decisión por parte de
Venezuela en materia petrolera, acción que otros países
consumidores seguramente verán con cierta preocupación.
De todo esto la que parece salir peor parada
es precisamente la OEA, la cual tendrá que elegir entre
asumir algún día finalmente el papel de guardián de la
democracia continental o dedicarse a defender a cuanto
autócrata se vea amenazado por el rechazo popular a sus
ejecutorias o la defensa ciudadana de las instituciones
democráticas en sus respectivos países, si no quiere verse
definitivamente transfigurada en defensora de las
autocracias amenazadas del continente. Claro está que el
Organismo como tal no tiene vida propia, puesto que obedece
a la suma de las voluntades nacionales allí reunidas, por lo
que harían bien sus miembros en enmendar su lamentable papel
en la crisis hondureña, promoviendo una salida negociada a
la misma, en vez de seguir haciéndose de la vista gorda con
las innumerables y persistentes violaciones a la Carta
Democrática que se registran en la región o seguir echándole
leña al fuego. Así que, por ahora, la pelota se encuentra en
el campo de aquellos gobiernos del hemisferio que aún crean
que el Organismo tiene algún valor como custodio de los
principios democráticos y estén conscientes de la utilidad y
necesidad de su permanencia, si no quieren correr con la
responsabilidad de haberle dado la espalda precisamente en
uno de sus momentos más cruciales.
Lo mismo podría decirse de la actitud de los
gobiernos en cuanto a la persistencia y fortaleza del
sistema democrático de gobierno en el continente. La
disyuntiva a la que éstos se enfrentan se reduce a si
prefieren darle la espalda a los principios y valores
democráticos en el continente o se inclinan en favor del
avance de los regímenes populistas y autocráticos, con el
previsible resultado de más atraso, miseria y pérdida de las
libertades individuales. De lo que sí podemos estar seguros
es que del Secretario General poco podemos esperar, dada su
falta de imparcialidad. Alguien que es capaz de afirmar que
Fidel Castro es una de las grandes fuentes de legitimidad
del sistema cubano y que se le debe dar a Cuba todo el
tiempo que sea necesario para que lleve a cabo una
transición hacia la democracia una vez que aquel
desaparezca, al mismo tiempo que exige que se restaure la
democracia y el estado de derecho en Honduras en un plazo de
72 horas, no pareciera actuar con mucho equilibrio.