A medida que se acerca la fecha
de su celebración, la cuestión del referéndum para la
enmienda constitucional se convierte cada vez más en una
cuestión de fidelidad y menos en una discusión racional.
La ausencia casi total de debate
sobre su conveniencia o legalidad, para alivio
gubernamental, obedece en parte por supuesto al
apresuramiento con el que fue convocado, saltándose todos
los pasos de consulta y discusión que una decisión de tal
trascendencia ha debido seguir. Pero también puede responder
a la estrategia de convertir la cuestión del referéndum en
un simple acto de fe en el “líder” y la “revolución” y
evitar a toda costa caer en una verdadera discusión sobre el
asunto. Prueba de ello es la opinión adelantada por el poder
judicial, antes de que nadie le preguntara nada, de manera
de dejar zanjada de antemano cualquier expectativa sobre una
eventual e improbable decisión judicial al respecto, así
como la inusitada prisa con la que actuaron los demás
poderes para tramitar, como muy bien lo confiesa la
pregunta, la solicitud del ejecutivo.
Como era previsible, el movimiento estudiantil y la sociedad
civil organizada han sido los sectores más activos en
oponerse a los designios gubernamentales y promover el
debate sobre el asunto. Sin embargo, la iniciativa no ha
encontrado eco del lado contrario, como es usual y era de
esperarse, y ha convertido de paso a sus promotores en
objetivo central de los ataques del gobierno.
La Constitución de un país equivale a la carta de navegación
del mismo y como tal no puede estar sujeta a modificaciones
frecuentes para satisfacer los caprichos del capitán sin
poner en peligro a la tripulación, la carga y los pasajeros
del buque, so pena de banalizarla y convertirla en
instrumento de dudosa confiabilidad para la navegación.
Más grave aún, sus principios fundamentales no pueden ser
disminuidos o mediatizados sin correr el riesgo de
convertirlos en meras referencias que se puedan adaptar a
las necesidades o caprichos del gobernante de turno. La
Constitución de 1999 estableció límites a la reelección del
presidente y de otras autoridades gubernamentales, haciendo
honor a la tradición constitucional venezolana desde la
independencia, precisamente porque los constituyentes
estimaron que debía ponerse un freno al poder omnímodo de la
presidencia, el cual se convertiría en una amenaza para el
sistema democrático de gobierno.
Desafortunadamente, eso es precisamente lo que se le pide a
los venezolanos que decidamos el próximo 15 de febrero: Que
pasemos por alto el principio fundamental de la
alternabilidad del gobierno, abriendo las puertas a una
reelección continua de todos los cargos de elección popular.
A la larga, esto podría generar la aparición de toda una
legión de caudillos de variada monta en los más altos
puestos de los poderes ejecutivo y legislativo nacionales,
con lo cual regresaríamos a la época del caudillismo del
siglo XIX.
El propósito de la enmienda, aparte de querer perpetuarse en
el poder, parece obedecer a la necesidad de resolver la
incertidumbre sobre quién sería el candidato presidencial en
2012, como paso previo para tratar de hacer lo primero. Por
ello, la propaganda oficial miente descaradamente cuando
señala que la iniciativa de enmienda fue promovida por la
Asamblea Nacional y respaldada por “millones” de firmas del
pueblo, cuando es evidente que la misma obedece a una orden
directa del ejecutivo y las firmas recogidas no tienen
ninguna validez legal, puesto que no se trata de una
iniciativa popular.
El régimen ha venido repitiendo hasta el cansancio el
argumento de que la enmienda constituye una ampliación de
los derechos del pueblo, el cual podría decidir por cuánto
tiempo lo debe gobernar alguien. Pero en realidad la única
ampliación de derechos que está a la vista es la de los
elegidos, los cuales podrían hacerse reelegir cuantas veces
puedan en medio del más desvergonzado ventajismo
gubernamental, mientras que los electores verán cercenados
su derecho a ser gobernados de manera alternativa por
gobernantes diferentes, tal como establece nuestra
Constitución en sus principios fundamentales. El derecho a
alternar nuestros gobernantes con otros más eficientes
prácticamente desaparece, frente al ventajismo que
representa el empleo de todos los recursos del Estado sin
control alguno de unas autoridades que obedecen ciegamente a
los designios del ejecutivo.
La calificación de la reelección como indefinida le disgusta
al gobierno porque esa es precisamente su esencia. Así la ha
denominado la sabiduría popular porque en medio de las
actuales circunstancias de permanente abuso y ventajismo del
presidente y del gobierno, eso es justamente lo que sería.
Si nuestra tradición histórica no desaconsejara
categóricamente la posibilidad de la reelección indefinida y
no viviésemos en medio de un clima de ventajismo y abuso
irrestrictos, a nadie se le hubiese ocurrido denominarla
como tal. La justificación de la enmienda con el
razonamiento de que el referéndum revocatorio constituye el
contrapeso necesario para que el pueblo pueda castigar a un
mal gobernante, se cae por su propio peso. La figura del
referéndum revocatorio fue instituida precisamente como un
freno a las intenciones continuistas de quien ejerciese el
poder ejecutivo y su utilidad fue prácticamente anulada por
el comportamiento dilatorio de las autoridades
gubernamentales durante la única oportunidad en que fue
invocado por el pueblo, las cuales retrasaron por un año su
celebración a la espera de mejores circunstancias políticas
para celebrarlo.
Los estrategas del régimen han tratado también de confundir
al pueblo mediante una torcida semántica, señalando que el
carácter “alternativo” del gobierno se refiere a la
disponibilidad de diferentes “opciones” o “alternativas” a
la hora de votar. Nada más falso: si a una elección concurre
alguien por su reelección, las opciones o alternativas para
votar por alguien distinto, nuevo, se disminuyen
automáticamente, al tener siempre a un candidato viejo, no
distinto, que a la larga podría incluso convertirse en
candidato profesional. El régimen ha tratado igualmente de
manipular a los votantes con el sofisma de que es el pueblo
en definitiva, mediante su voto, el que debe decidir si
quiere que alguien lo siga gobernando, ya que la
concurrencia de un candidato a una reelección no es garantía
de que resulte electo. Sin embargo, las estadísticas
mundiales demuestran lo contrario: el número de presidentes
que logra reelegirse, a pesar incluso de un mediocre
desempeño económico y social es sorprendentemente alto,
gracias justamente, entre otras cosas, al abuso irrestricto
de los fondos públicos para avasallar a sus adversarios en
cualquier campaña electoral.
La razón más obvia para oponerse al desafuero que significa
acabar con el principio del gobierno alternativo establecido
por nuestra Constitución es esencialmente la forma como ha
actuado el régimen, a cuatro años de los próximos comicios
presidenciales, para satisfacer los designios de quien
quiere perpetuarse en el poder, con el dudoso argumento de
que su permanencia al frente del gobierno es imprescindible
para darle continuidad a la “revolución bolivariana”. Nunca
antes un gobierno había actuado con la premura y el
avasallamiento con el que éste se ha comportado,
atropellando la institucionalidad, las leyes y la opinión
pública para imponer su voluntad. Nunca antes el país había
vivido en medio de semejante clima de impunidad, ante una
violencia alimentada por un constante discurso pugnaz, lleno
de incitación al odio y la división. Sus primeros resultados
ya están a la vista. Es de esperarse que dicha situación no
sufra la escalada característica de estos abominables
procesos, pasando de los ataques a reuniones estudiantiles,
de centros de cultura, sedes de gobierno regional y
últimamente a lugares de culto religioso, a otros niveles y
objetivos. Si todo esto se hace en medio de la mayor
impunidad y complacencia de las autoridades, sin haber
ganado la enmienda, resulta más que válido preguntarse lo
que nos depara el futuro de lograr el régimen su cometido.
normanpino@yahoo.com