La
pauta se reconoce a distancia. No hay peor calvario en la
carrera del totalitarismo que las intradisidencias. Sin
pluralidad en el entorno en el que se adoptan las
decisiones, sin amigos incómodos ni reclamos germinando en
tronco propio, la vida es más fácil para aplastar enemigos.
Una parte de la izquierda venezolana lo sabe y se debate
entre la utopía de la revolución y los peligros del
verticalismo. La otra no tiene interés en meditar al
respecto y, con tal de mantener determinadas cuotas de poder
en el ejecutivo de Hugo Chávez, posterga la reflexión.
En un siglo XX plagado de fascismos, comunismos y
caudillismos, la tesis de los partidos únicos vivió una
larga hoja clínica. Allí donde fuere hubo un cataclismo.
Quizás por eso hoy no se le ocurre a ningún líder europeo
sensato la peregrina idea de unificar —desde el poder y bajo
coacción, como está probando Chávez— los grupos
ideológicamente cercanos, más allá de pactos
post-electorales puntuales.
La amplia gama ideológica, incluso dentro de los grandes
polos, es una fortaleza del sistema y no el fin de los
tiempos ni un escollo para servir mejor a la ciudadanía.
A Chávez, a diferencia de Fidel Castro (que llegó al poder
abruptamente tras una revolución), el rally devastador de la
sociedad civil y de las instituciones democráticas le ha
tomado ocho años, y quién sabe cuántos más.
Con la consecución del Partido Socialista Unificado de
Venezuela (una especie de autofagia ideológica
tercermundista), Chávez abrirá una puerta para desmochar las
espinas del resto de la izquierda. Es decir, cuando
comiencen a desdibujarse los ideales socialistas clásicos y
el caudillo eche mano a aquella corriente, foránea o
doméstica, que le permita mantener el poder, la izquierda
ortodoxa ya no estará para reivindicar coherencia, sea ésta
marxista o maoísta. Chávez será dueño y señor de la
geografía siniestra y de todos sus matices.
Para entonces, la ilegalización del resto de las fuerzas
políticas - socialdemocracia, democracia cristiana,
etc., - será un juego de niños.
Cinco minutos de historia
Si la izquierda venezolana usara el retrovisor del carro de
la historia, se daría cuenta de la autodestrucción a la que
piensa someterse bajo la música celestial de la unidad.
La experiencia de Cuba no es despreciable y se resume en
cinco minutos: Castro conminó en 1961 a las principales
fuerzas políticas opositoras, el Partido Socialista Popular
(PSP, comunista), el Directorio 13 de Marzo y el Movimiento
26 de Julio, a constituir las ORI (Organizaciones
Revolucionarias Integradas). Y así se hizo.
Bajo los sofismas de "Fidel abandonó la camiseta del partido
y se puso la de la revolución" y "¿Armas para qué?", el
gobernante desmilitarizó al Directorio, engulló a los
marxistas y pulverizó a propios y extraños. Luego no dudó en
desconvocar las ORI cuando intuyó que los comunistas
pretendían dominar sus estructuras. Tras una primera purga,
fundó en 1962 el Partido Unido de la Revolución Socialista (PURS),
que duró unos tres años, hasta dar paso al todavía
gobernante Partido Comunista de Cuba (PCC).
Desde entonces, nada ni nadie en el PCC ha osado cuestionar
las decisiones ni el liderazgo de Castro, sin que se le
expulsara del paraíso único. Comunistas de toda la vida,
revolucionarios católicos y líderes de antiguas formaciones
sólo pudieron escoger entre unir la barbilla contra el pecho
y el ostracismo. O cómplices, o víctimas del "fuego amigo".
Hace la friolera de 47 años, rodeado de vasallos y
apóstoles, casi apagado por un estruendoso aplauso, Castro
reveló el tercer sofisma del libro sagrado de los nuevos
dioses: "¿Elecciones para qué?".
* |
Artículo publicado originalmente en:
http://www.cubaencuentro.com |