Este
cuatro de marzo se cumplen 109 años del nacimiento de José
Pío Tamayo (1898-1935), aquel joven tocuyano que emprendió
una difícil y desigual batalla contra la injusticia y la
desigualdad, plasmada entonces en la tiranía de Juan Vicente
Gómez. Pero no perteneció a quienes aspiraban deponer al
tirano para ocupar su puesto y prolongar el gomecismo sin
Gómez, que aún reina en estas tierras.
Fundó escuela de idealidad avanzada, introdujo en el país el
pensamiento marxista, a sabiendas de que sólo una acción
creadora y de proyección porvenirista podría colocar al
pueblo como actor principal de una historia distinta. Su
concepto de revolución estaba muy lejos de ser un clisé o un
instrumento para nuevas domesticaciones.
Sus ideas rescatan ante todo la humanidad de un hombre por
construir, y la esencia de una historia por hacer.
Y por ellas fue primero exilado y luego detenido y condenado
a muerte en el Castillo de Puerto Cabello, tras leer su
poema Homenaje y demanda del indio, en las jornadas de
febrero de 1928. Un canto a la libertad, el primer
manifiesto antigomecista, una convocatoria a la juventud
para levantarse contra quienes han cercado las alas
titiriteras del hombre y de la vida.
El crimen y el silencio que le fueron impuestos desde
entonces, no ha cesado. Esta cátedra que lleva su nombre,
fundada en 1983, ha rescatado tres volúmenes de sus obras y
ha diseminado su pensamiento y acción por todos los lugares,
con la esperanza de que germinen alguna vez en la nueva
historia que tenemos el deber de conformar.
El texto que sigue, lo leímos en la Casa de la Cultura, en
su pueblo natal El Tocuyo, al celebrarse en 1998 los cien
años de su nacimiento. Lo reproducimos con la ilusión de que
sus ideas prendan como alta fogata en estos tiempos de
trampas, mentiras y destrucción.
PIO TAMAYO RENACE CADA VEZ MÁS VIVO Y MUSICAL
Vivir es como cavar un pozo hondo y profundo, desde el
centro de la tierra, en dirección hacia la luz. En ese duro
y difícil trayecto hay que tener la persistencia del minero
para inventar el color en el interior de los muros y
construir el arcoiris de la lluvia en una sola y diminuta
gota de agua. Hay que aprender a descifrar en las piedras,
el bosque de soles que nace de sus mágicas aristas. Pero
sobre todo, hay que saber distinguir en la oscuridad los
hilos de fósforo que manan de un carbón aún por encender.
¿No fue ese acaso el peregrinaje que Pío inició hace cien
años, en un solar iluminado de caricias, para derramar toda
su rebeldía sobre las tierras áridas de su Tocuyo, como
quien excava pozos artesianos, hasta alcanzar el cauce
acuático que moje las laderas, con el sueño de ver insurgir
la espiga azucarada de la caña? Pío nació, entonces como
hoy, para inundar los pueblos con la luz centelleante del
porvenir, enraizado en su estirpe jirajara y adherido por
humana solidaridad a sus hermanos obreros, campesinos,
jornaleros y transeúntes del vivir.
Y en el espejo de la grieta adivinó su metáfora poética, su
compromiso militante, su promesa floricultora. No fue fácil
ni sencillo su camino, porque el asombro lo iba deteniendo a
orillas de las veredas, enamorado de las hojas, de los
pájaros y de las orugas. Y debía sustraerse a la magia
infinita de lo que vive en armonía, para ir a acampar en el
rostro triste de los hombres que no tienen risa, ni mesa, ni
pan compartido, sino las horas largas del trabajo duro. En
su interior, la palabra iba destilando mieles como si la
maquinaria de su corazón fuese un ingenio. Pero sabía que en
la boca llevaba el amargor de las batallas perdidas, de las
ilusiones quebradas, de las derrotas compartidas. Como si no
bastara encender el candil del amor, para que se hiciera
mediodía sobre las noches de los pueblos tristes.
Pío fue así naciendo cada día, en cada paso, hacia el
nacimiento mayor de los hombres que perduran a través del
tiempo y el espacio, como un papagayo multicolor cuyo
estambre está prendido de las constelaciones más lejanas.
Desde allí observamos sus signos un día, y desciframos su
código maestro para regresar cada cien años, con su misma
ofrenda de entrega y ternura que dejó esparcida por los
territorios donde la muerte quiso sepultarlo.
Vivir es vestir el traje de la tristeza, cada día que las
tempestades horadan las empalizadas de las nubes y cada vez
que las hojas emigran de sus tallos, para emprender el
camino hacia una primavera que aún no llega. Es aguardar
pacientemente la hora en que el sol cruza la línea de los
encantamientos, para regalarnos un crepúsculo de violetas. Y
es apurar el paso para alcanzar el andén de la esperanza,
que espera ansiosa el vagón de los suspiros.
¿Y no fue acaso Pío un empedernido viajero en el tren de los
infortunios, desde donde iba tejiendo relatos maravillosos y
versos musicales que parecían ascender hasta los copos de
los árboles para desde allí estallar en polen por todos los
surcos? A Pío le tocó elegir una y otra vez, entre lo dulce
y lo amargo, entre la melodía de los ríos que no cesan y el
tajamar de los océanos sin mapas. Entre el cálido abrazo de
Rosa Eloísa, vestida de jazmines y azahares o la estampida
por las trochas que conducen a la libertad. Entre su afán de
labrar su nombre en un medallón y la decisión de entregarse
a la hazaña de lo que será. No se equivocó Pío, ni fue en
vano su recorrido de destrozos y sinsabores. Dejó grabado en
el centro de la historia, la esperanza de los pueblos que
habrán de liberarse de todas sus ataduras.
Quiere decir todo esto, que vivir no es un oficio fácil ni
ligero, sino que se va haciendo en el andar de los
sentimientos que no se quiebran por los vendavales. Vivir es
transitar el territorio de la muerte con un manto de hierbas
frescas, sin ser sepultura ni sepulturero. Es atrapar el
vuelo inquieto de un colibrí desde el observatorio de un
espejo invertido. Y es ejercer esa fidelidad al corazón que
nos hace invencibles ante las derrotas que otros nos
inventaron. Así Pío fue viviendo su renacer, cada vez que el
golpe seco hacía amagos por detener el ritmo de su vuelo
incansable e infinito. Así fue desgranando sus lecciones, no
en las palabras altisonantes del que nada tiene que decir,
sino en el tono de los salmos que predican los porvenires.
Así elevó el vuelo de su papagayo para herir la tiranía,
aquel febrero de 1928, y luego lo trenzó entre las piedras
de los muros de la muerte, para convertirlo en un caballito
de mar, por el cual se iba al galope de la revolución
radical que anunció como la clave de los tiempos que
vendrán. Así aprendió a ovillar el dolor de su pecho
maltrecho y socialista donde la tisis pirograbó su canción
de eternidad. Burló a sus carceleros, por los senderos donde
el rayo de luz desciende como un tobogán sobre el dintel de
las entregas. Y fue abriendo estafetas en todos los espacios
donde reina la injusticia.
Vivir, para Pío, es distinguir entre todas las rosas, la
flor única que habita nuestros sueños, aromando de ternura
las estancias donde se forjan las batallas. Abrir generosa
las manos olorosas a miel y a jazmín, para dibujarle
sonrisas a los desvalidos y los desahuciados. Verter el
tarro eterno de las aguas más puras sobre cada uno de los
espacios donde reina la sequía. Nunca detenerse en las
ojivas de las puertas que atesoran desmemorias, ni
regocijarse en el tropel de guijarros que mueven los ríos
cuando se quiebra la risa. Para Pío vivir es algo mucho más
simple y complicado. Es poner en movimiento la gran
maquinaria del asombro, para advertir la armonía del viento
cuando pasa tocando los cañamelares como si fueran diminutos
laúdes, escanciadores de música, para no secarse como una
rama que ha perdido su savia en el holocausto de las hachas.
La vida, para Pío, no es vida porque vivió, sino porque
aprendió a no morir a cada paso, de tanta muerte que lo
acechó, de tanta mortandad que le impusieron, de tanto
querer encerrarle en círculos las líneas que navegan hacia
la plenitud de lo vivido. La vida fue vida para Pío porque
logró moverse al ritmo de una creciente de rosas, mientras
dejaba pasar inadvertidos los ejércitos de depredadores que
rondan interminablemente quebrando follajes, cuando aún no
han nacido las orillas de los verdes. Por eso puede renacer
cada vez, más vivo y musical.
Su decisión está grabada en los pliegues de los párpados que
lloran caramelos y en las articulaciones de las manos que
moldean los cántaros que dan de beber a los transeúntes de
los pozos donde nacen los destellos más hermosos del vivir.
Por ello, a cada cual su vasija de mieles, su equipaje de
días, su hondonada de penas. A cada cual su aluvión de
floreceres, su amarizaje de líquenes, su estampida de polvo
aglutinado. A cada cual la ocasión de ser fragua y martillo,
o de ser piedra fundida en los fuegos fatuos de los rayos
que cesan.
Pío nos enseñó que estamos hechos para dibujar sobre la
brisa la más hermosa de las sinfonías y que sin embargo,
somos sólo un fragmento de canción rota que busca ser
piedra, para nacer de nuevo en el vértice de un carbón
diamantino y eterno. Es nuestra la elección de cavar el pozo
a la inversa o de quedarnos en la superficie, deslumbrados
por los esplendores rutilantes de lo fatuo y lo fugaz. Vivir
es entonces cabalgar sobre un hilo tenso que atraviesa
acantilados para ascender, desde el dolor, hacia los
crescendos de un coral magnífico y centelleante, aprendiendo
a recorrer los abruptos terraplenes del mundo, sin que se
agote nunca el manantial infinito del amor.
Y por ello, por haber vivido, puede Pío, en este marzo,
renacer en los farolitos de la plaza, en la risa de los
niños, en el vuelo de los cometas, en el regazo de
Clementina, en la esperanza de los hombres puros y sencillos
de corazón. Y renacer una y otra vez, cada cumpledía, en el
tiempo de las insurrecciones que aguardan a los pueblos,
hasta que la vida anónima y colectiva, fraterna y solidaria,
abierta y generosa, florezca como una enredadera sobre toda
la faz de la tierra. Sólo entonces Pío regresará a su
residencia de nubes, a su aguacerito de plata, a su solar de
embusterías, a describir el arco mágico de la poesía que
mana del amor de los dioses que velan por la vida, por
siempre y para siempre amen.
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