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Carta a Carlos Ortega
por Mery Sananes
viernes, 2 febrero 2007


Carlos

No es fácil en este tiempo de la vida saber que te han convertido en un exiliado de los diminutos territorios en los cuales reinaban tus afectos. Ni tener que admitir que la justicia de los otros haya estrechado el límite de tus movimientos, hasta encerrarte en el espacio de sus odios y frustraciones. Menos aún que hayas tenido que transgredir cerrojos y pasadizos en busca de una libertad que ya no existe.

No es fácil tratar de entender que alguien como tú tenga que andar clandestino disputándole los corredores al viento, las aceras a las hojas de los árboles, las rendijas a ventanas herméticamente cerradas. Tú, que viniste de tierras bajas, que nunca te elevaste por encima del rostro de tus compañeros, y que sólo te erguías para distinguir el horizonte que había que construir.

¿Qué conspiración podías ejercer que no fuera la de la solidaridad? ¿Qué delito de rebelión te podían señalar que no fuese el de resistirte a negociar lo que no era negociable? Tú que andabas de asombro en asombro, tratando de diseñarle a tus sueños una contratación colectiva que reivindicara el trabajo, como hacer sencillo del hombre que debía tener su retorno en salarios de humanidad ¿de qué delito podían acusarte si no eras trinchera sino tribuna?

Tu historia, Carlos, es la triste y desolada historia de este expaís que ha dejado de reconocerse a sí mismo, que carece de espejo en el cual reflejarse, que olvidó el rostro del otro, para convertirse en impostura. Tú eres parte de esa porción de esperanza que se fue quebrando en campos de batallas que otros convocaron para dirimir sus propias controversias. Tú nombras, sin estridencia alguna, a los que nunca le han dado nombre, para reclamar para ellos una jornada que no se contabilice en horas-desamparo.

Y por eso, Carlos, cuando ya habías trazado tu silenciosa trayectoria de dirigente sindical, sin estar atado a militancia partidista alguna, a pesar de pertenecer a una de sus estructuras, el descontento y el malestar de la gente, frente a la destrucción que se veía sobrevenir, te proclamó dirigente de un movimiento al que no habías convocado, sino a partir del derecho de reclamar y exigir las reivindicaciones de los trabajadores.

En ese torbellino te viste enredado, a causa de la ineficiencia, ineficacia y corta mira de unos políticos incapaces de comprender el momento que se vivía y vive, y que prefirieron negociar-permitir, antes que oponerse, para poder salvaguardar alguna sobre-vida o sacarle aún algún beneficio al régimen que los excluía.

Y de un momento a otro, Carlos, te convirtieron en signo y señal de un momento histórico, complejo, difícil, aún en pleno proceso de desenvolvimiento, sin que tú lo supieras y mucho menos lo buscaras. Tú te aferrabas a tu espacio de sindicalista, a tu tarea de preservar los derechos conquistados, a reclamar los que estaban siendo conculcados, y a exigirles a los otros que cumplieran su función.

¿Pero qué función iban a cumplir los políticos de uno y otro bando, si su subsistencia depende no de principios, de programas, de base doctrinaria o de plataforma de pensamiento, sino de aprovechar el momento para su propio beneficio? ¿Y qué tareas iban a cumplir los militares si su función primordial fue intervenida por la destrucción desde el propio inicio de este desgobierno, y aún desde hace mucho tiempo atrás, sin que nadie opusiera resistencia alguna a tanto desmán y perversión?

Aquí, en este expaís, todo quedó desfigurado. Y tú eres testigo de excepción de ese desbarajuste, de esa destrucción, de ese proceso de represión-domesticación que recayó y recae sobre quienes no asumen mansamente la conducción de un nuevo Mesías, ahora autodesignado socialista y revolucionario, sólo para avanzar en la ejecución y puesta en práctica de la vieja escuela caudillista que no ha cesado de parirle males a esta tierra.

En ese contexto, Carlos, Habla el que se fue constituye un expediente más alto que el de los políticos, más fuerte que el de los antiguos compañeros de armas del actual caudillo, más acusador que el de quienes no encuentran ubicación en estos tiempos de destrucción. Y lo es porque lo que hiciste fue narrar, sin pretensión distinta a la de dejar tu testimonio, el transcurso de tu vida, en medio de corrientes que comenzaste a distinguir a partir de tu propio relato.

Y de esa experiencia, qué radiografía quedó registrada de este tiempo y del anterior. Tu testimonio tiene el mérito doble de hacer un diagnóstico de las llamadas cuarta y quinta república, de los politiqueros de uno u otro signo, del viejo sindicalismo corrupto y del que pretendía insurgir dejando a salvo sus mismos procederes. No lo hiciste como político, ni como historiador, ni como ideólogo, sino porque tu relato fue encontrando, aún sin quererlo, demasiadas similitudes en las acciones de unos y otros.

Te tocó vivir como actor principal algunos de los momentos más difíciles de este ‘proceso del desastre’: la masacre del 11 de abril, la comedia bufa del 12 y la culminación del montaje el 13 de abril. Y más allá de los estudios de los analistas, de la perspectiva de los políticos de turno y de las versiones oficiales, tu relato es la muestra más evidente del descalabro y derrumbe de un país. Difícil reproducir aquellos movimientos que, sin embargo, dejaban atrás una masacre de la que hasta ahora todos quieren salir ilesos y de la cual muchos son responsables.

Ni el señor presidente, ni los militares ni los políticos cumplieron su papel. Produjeron un espectáculo inédito en los anales de un golpismo que no llegó ni a escaramuza y donde queda patente la terrible estructura de la que estamos hechos y sobre la cual se han levantado cuarenta años de democracia sin democracia y ya ocho años de revolución sin revolución.

También te correspondió estar al frente de los paros de abril y diciembre del 2002. Allí la incapacidad dirigencial de los políticos obligó al sector petrolero a asumir un papel que no les correspondía y de cuyas secuelas nadie tampoco se ha responsabilizado.

Y no nos referimos a los jerarcas de uno y otro bando, sino al conglomerado de veinte mil despedidos que aún no tienen ni voz ni voto en esta historia perversa. No hablamos de los altos gerentes, sino de las familias desalojadas, la gente sin trabajo, cuyo sacrificio nadie ni ha valorado y mucho menos hecho justicia.

Carlos, tu imagen cada día renovando el paro, se hizo símbolo de una resistencia que sólo mantenías tú como sindicalista y la gente en su intuición de tener que empujar una nave hacia algún destino que no fuese incierto. Ciertamente te mal-acompañaban Fedecámaras y los políticos viejos y los aspirantes a hacer nueva carrera. Buenos para negociar, inhábiles para reclamar algún derecho. Has sido y eres testigo de un proceso de destrucción que se ha llevado a muchos por delante y que hoy te llevó a la más falaz de las acusaciones y hoy a la clandestinidad, a la persecución, y con ello a la más absoluta soledad.

Carlos, reivindicamos con este libro, la ingenuidad de que hiciste gala, la transparencia de tus actitudes, para quien quiera leerlas o aprehenderlas, tu afán de estar junto a las luchas de los trabajadores, desde la perspectiva de quien fue y ha sido siempre un trabajador. No mucha gente en este expaís pasa la prueba anticorrupción. Y por más daño que han querido hacerte, no han podido sumar esa acusación a las que te inventaron para quebrar o doblegar tu temple de gente.

Y queremos también, Carlos, comenzar a quebrar la soledad que tuviste cuando las circunstancias te convirtieron en el dirigente máximo de la protesta contra este régimen, y la que te han impuesto, no sólo quienes te juzgaron, te encarcelaron, enjuiciaron, condenaron y ahora persiguen, sino la de tus propios amigos, la de quienes hoy se disputan un lugar en los privilegios contra los que tú sigues luchando.

Esta carta, Carlos, escrita con afecto, quiere ir a abrirle espitas a la soledad que te acompaña, dondequiera que estés. Y tratar de ir quebrándola, porque quienes lean tu testimonio, sabrán que detrás de tus palabras sencillas y muchas veces ingenuas, está la persistencia de quien no se doblega ni se deja vencer, de quien no negocia ni está dispuesto a hacerse cómplice. De quien sigue aferrado a su condición de obrero, de dirigente sindicalista que nutre cada noche su sueño de una sociedad de y para los trabajadores.

Por eso fuiste tan enfático a la hora de señalar que aquí todos somos responsables de lo que ocurre. Que el surgimiento del caudillo actual no es sino la hechura de nuestros propios errores. Y que su pretendida fortaleza y crecimiento no es el producto de sus obras ni de su pensamiento, sino de la legitimación de sus adversarios, de la complicidad de sus enemigos, del poder de negociación de quienes sustentan capital económico o capital político. Por eso fuiste tan severo a la hora de ser crítico pero también profundamente autocrítico, en la revisión de ese acontecer.

Hoy, en medio del silencio a que estás obligado, a la oscuridad a la que te han sometido, tomas la palabra para dejar al descubierto, una vez más, el gigantesco vacío sobre el cual se levanta este pretendido socialismo, la perversión que acompaña el accionar actual de una sociedad restringida en toda posibilidad de actuar conscientemente sobre su propio destino.

Pero sobre todo, Carlos, tu palabra rescata, libera, la esperanza. La que anda sin disfraz ni ataduras. La que se hermana con la ilusión de la gente del común, de ese trabajador cada día más agobiado, de ese pueblo del cual formas parte, cada vez más obligado a convertirse en peón de un reino que no es el suyo.

Y desde esta cátedra libre y andante que lleva el nombre de Pío Tamayo, desde el Centro de Estudios de Historia Actual de la Universidad Central de Venezuela, y desde nosotros mismos, te saludamos, donde quiera que estés, y le damos la bienvenida a tu libro-testimonio, en la seguridad de que, por más que quieran, no permanecerá en el silencio, sino que andará de mano en mano, nutriendo futuros.

Ojalá y así sea, amigo Carlos.

Caracas, 01 de febrero del 2007

Acto de Presentación del libro
Habla el que se fue. Mensaje de Carlos Ortega
1° de febrero del 2007 / Auditorio del Colegio de Ingenieros

merysananes@gmail.com

 


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