Que la
teocracia iraní haya tomado como primera providencia
para reducir a sangre y fuego las manifestaciones que
aparecieron en las calles de Teherán tan pronto se
conoció el fraude electoral contra
Mir Husein Musavi, es
un expediente que tenemos harto experimentado los
venezolanos de los tiempos de Hugo Chávez, para quienes
buena parte del quehacer político de los últimos 10 años
se ha circunscrito, no solo a evitar que la democracia
desaparezca como expresión de un estado de derecho donde
las garantías ciudadanas estén preservadas y tuteladas,
sino que suceda en silencio.
Porque,
es que, a diferencia de otras épocas cuando los
dictadores gustaban, tanto de reprimir, como de hacerlo
a plena luz del día, los ejemplares de la especie que
han sobrevivido en el siglo XXI prefieren desempeñarse
en las sombras, a medianoche y al descampado, no se sabe
si para hacer más eficaces sus métodos despiadados y
criminales, o para escapar, llegado el momento, de los
tribunales globales donde tendrán que rendir cuentas de
sus atrocidades.
Lo cierto
es que, como en el Irán de
Ahmadinejad, la Rusia de Putin, la Bielorrusia de
Lukashenko, y el
Zimbawue de Mugabe, en la
Venezuela de Chávez, la Nicaragua de Ortega, el Ecuador
de Correa, y la Bolivia de Evo Morales, una de las
preocupaciones básicas de los desgobiernos es, tanto
reprimir a los comunicadores y los medios, como que
estos se callen, o si gritan, no sean oídos ni creídos.
Lo cual
no tarda en convertirse en persecución de los medios y
comunicadores independientes, como puede verse en Irán
con la expulsión de las cadenas de televisión por cable,
y en Venezuela, con los juicios amañados contra Nelson
Bocaranda
Sardi y el canal de
televisión, GLOBOVISION.
A este
respecto, no debe olvidarse que, tanto en la teocracia
iraní, como en el neototalitarismo
venezolano, ya existen poderosos sistemas de medios
controlados por el estado, difusores exclusivos de la
“verdad” oficial, pero que, al parecer, son
insuficientes para que los autócratas se sientan
tranquilos y a sus anchas.
Pero hay
más, mucho más: los dictadores del siglo XXI -que
algunos politólogos prefieren llamar
neodictadores quizá para
significar que hasta los dinosaurios evolucionan- se
afanan porque no los tomen por tales, por venderse como
cumplidos demócratas, como los únicos y auténticos
realizadores del gobierno que, según Abraham Lincoln, no
puede ser sino “del pueblo, por el pueblo y para el
pueblo”.
Eso sí,
trayéndonos una versión de la democracia que empieza por
decretar el fin de la independencia de los poderes, la
liquidación de las garantías constitucionales según lo
decida el dictador, el fin de la libertad de expresión y
el establecimiento de un sistema de partido único que
porta también un pensamiento único y un jefe único.
Que ellos
creen puede ser justificada por la existencia de
desigualdades, desequilibrios e injusticias sociales
que, en cuanto deben ser atendidas de urgencia y de la
manera más breve y eficaz posible, dicen los dictadores
y sus acólitos no deben ser acometidas sino por hombres
fuertes que, en caso alguno, pueden ser distraídos por
la obediencia a la ley, sino más bien dándoles un poder
omnímodo con el cual conducirían a los pueblos a un
paraíso terrenal de igualdad plena, bienestar total y
justicia absoluta.
Lo que
sucede, sin embargo, es que en el curso del tiempo las
desigualdades, los desequilibrios y las injusticias se
exponencian, y con ellas, el
crecimiento del poder del dictador que llega a alcanzar
niveles tales, que después no permiten que el pueblo
salga a la calle a reclamarle su inconsecuencia.
O sea,
que lo queda de las promesas, de las buenas intenciones
de llevar a los pobres a una tierra sin clases,
pobrezas, ni injusticias, es una dictadura en estado de
puro, de esas en las que manda un solo partido, una sola
idea y un solo jefe.
O sea, de
lo que antes, en los tiempos de Stalin, Hitler, Mao, Kim
Il Sung,
Pol Pot
y Fidel Castro se llamaba totalitarismo, pero que ahora,
en los de Ahmadinejad,
Chávez, Putin, Mugabe, Raúl Castro, Ortega, Correa, y
Evo Morales algunos politólogos dudan en calificar de
tal, por lo menos no sin anteponerle el prefijo “neo”,
argumentando que, a diferencia de los totalitarismos del
siglo XX, en los del siglo XXI, se permiten, toleran y
coexisten algunos espacios democráticos.
Esos
“espacios” son, básicamente, un calendario de
elecciones que salta de mes a mes y de año en año;
elecciones por todo y para todo; crecientes y
recurrentes; en primavera, verano, otoño, e invierno,
copiosas y cuantiosas, con sol, lluvia, viento o nieve,
y en las cuales, las multitudes deciden, por lo general,
si el dictador debe renovar su mandato o seguir
gobernando como si tal, si será electo presidente
vitalicio por períodos continuos o de una vez, o si la
constitución vigente perdurará o se modificará porque un
artículo no deja claro si el control del país debe ser
total y no parcial, por siempre y no por una escala de
tiempo determinada.
Comicios
que son convocados por organismos controlados por los
caudillos, cuyos miembros siguen líneas oficiales en la
elaboración de sus leyes, normativas y reglamentos, que
se dicen, no partidarios sino fanáticos del régimen,
proclaman estar ahí para cuidar sus intereses y tomar
las previsiones para que ni testigos de mesas, ni
observadores nacionales o internacionales, ni el público
a la hora del conteo de los votos, puedan cuestionar lo
previsible: el triunfo del dictador.
Y si ese
no es el caso, como ocurrió en el Perú de Fujimori en el
2001, la Ucrania de Yanukovich
en el 2004, o en el Irán de
Ahmadinejad de hace un par de semanas, entonces
balas, bombas lacrimógenas, palos, cachiporras,
detenciones, torturas, cárceles y desapariciones
forzosas contra los disidentes,
protestatarios y manifestantes que solo deben
existir como personajes de utilería en las elecciones,
concurrir a las urnas, votar, irse a sus casas y
aceptar que el dictador ganó con el 60, 70 u 80 por
ciento de los votos.
Y para
ello es importantísimo, insoslayable, imprescindible que
no haya medios independientes en las calles, llámense
televisión nacional o por cable, emisoras de radio o
periódicos y revistas, o simples transeúntes con
celulares y blackberry que
puedan colocar en el ciberespacio las imágenes y relatos
de la represión.
Instrumentos viejos y nuevos de la comunicación que
hacen temblar a los dictadores de todas las calañas y
tiempos y que están decididos a liquidar ya sea porque
les quita del rostro la mueca con que ejecutan sus
tropelías o porque serán usados en su contra como
testimonios en los tribunales que juzgarán sus
violaciones de los derechos humanos.
De modo
que, como Chávez ha intentado hacer en Venezuela durante
10 años, y Ahmadinejad trata
desesperadamente de establecer en Irán, la oposición
democrática no será televisada y por una razón muy
sencilla: la más leve imagen sobre como entienden los
neodictadores la democracia,
es un misil moral que más allá de su eficacia en la
inmediatez del instante y del día a día, perdurará como
desenmascaramiento y condena de las simulaciones con que
los dictadores tratan siempre de engañar al pueblo, a
las mayorías.
Y no
importa que creen asociaciones, colegios y gremios de
comunicadores o periodistas tarifados para que divulguen
las mentiras oficiales, no importan que ellos mismos
empuñen los objetos de la represión, pues por encima de
su inconsecuencia y falta de ética, brillará siempre la
decisión de los auténticos comunicadores y periodistas
de no retroceder.