Si
tuvo algún instante para repasar los hechos que terminaron
aislándolo en una selva del sur de Colombia, mientras huía
de los bombardeos del Ejército que no le perdían pisadas y
finalmente pudieron acelerarle la muerte, Manuel Marulanda
de seguro recordó el frustrado proceso de paz de San
Vicente del Caguán, cuando invitado por el presidente,
Andrés Pastrana, a negociar los términos de un acuerdo que
empezará a poner fin a la violencia, “Tiro Fijo”, no solo
no se presentó a la ceremonia de apertura, sino que ordenó
una escalada de terror que dejó al descubierto lo que
pensaba del gobierno, del presidente y de la paz.
Fue, en más de un sentido, la última oportunidad para el
guerrillero y la guerrilla más viejos del continente, ya
que pudo negociar desde una posición de fuerza contra un
gobierno desgastado por la guerra contra el narcotráfico y
que necesitaba de urgencia algunos resultados en la lucha
contra la violencia, como única fórmula de procurarle unos
períodos más en la presidencia de Colombia al bipartidismo
liberal-conservador.
Pero quizá fue por eso mismo -porque sabían que después
del fracaso de San Vicente del Caguán no habrían más
presidentes liberales y conservadores-, que Marulanda y
las FARC apretaron la soga, sin duda que confiados en que,
en las próximas elecciones, ganaría un presidente
antistatus, al margen del esquema bipartidista y situado
en la centro-izquierda, o simplemente en la izquierda, que
daría paso a una Colombia donde las FARC se midieran de tú
a tú con el poder establecido o por establecer.
No era una ilusión, pues las guerras contra las FARC y el
ELN, primero, y contra el narcotráfico después,
sencillamente habían agotado al liderazgo tradicional
liberal-conservador, y solo si las FARC se prestaban a
reoxigenarlo a través de los acuerdos del Caguán, podía
asegurarse que le quedaría un espacio adicional en la
política neogranadina.
El problema era que la guerrilla también estaba exhausta,
luego que su pacto con los carteles de la droga le había
garantizado el tránsito de organización revolucionaria, a
terrorista, y solo un pacto o reacomodo con sus enemigos
históricos del Davis y Marquetalia, podrían permitirle
jugar un papel importante en el futuro político del país.
Esta era, sin duda, la advertencia que gritaba con tanto
énfasis, Andrés Pastrana, cuando clamaba para que
Marulanda y las FARC no abandonaran el Caguán sin firmar
un acuerdo de paz que sirviera para cimentar una Colombia
en la que el bipartidismo sobrevivía, pero al lado y en
coexistencia con una guerrilla pacificada.
No funcionó y fue sobre la imposibilidad de lograr un
acuerdo de paz en el Caguán, que era también la pérdida de
futuro de las FARC y del bipartidismo liberal-conservador,
que surgió la propuesta de Álvaro Uribe como decisión de
enfrentar con las armas a la organización guerrillera,
pero previa derrota de los partidos históricos.
Hoy no puede decirse que existan más liberales y
conservadores en Colombia en el sentido clásico, digamos
como todavía lo son Horacio Zerpa, César Gaviria, María
Emma Mejías, Ernesto Samper, y Andrés Pastrana, pero para
ello ha sido necesario demostrar, no solo que se podía
derrotar a las FARC sin su concurso, sino que existía un
nuevo liderazgo con la vocación y voluntad para hacerlo.
Pero Marulanda y las FARC también habían fracasado en su
guerra de 44 años por desaparecer el establecimiento
liberal-conservador, y por tanto, merecían ser barridos
con la misma escoba.
La Colombia de hoy día, en consecuencia, la de Álvaro
Uribe y Juan Manuel Santos, la del general Naranjo y el
Fiscal Iguarán, está obligada a mantener esta batalla en
dos frentes, como que derrotar a Marulanda y las FARC es
también derrotar a los liberales y conservadores, gestores
ambos de un conflicto que significó la pérdida de medio
siglo, sin que fueran capaces se poner fin al peor de los
mundos: una guerra que no se ganaba, ni terminaba.
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Artículo
publicado en el vespertino
El Mundo. |