De
confirmarse los peores pronósticos sobre el acto final de
la tragedia que Chávez insiste en imponerle a los
venezolanos, el país de Bolívar podría ser el único país
de América latina en repetir aquella década de los 80 que
con toda razón la historia juzgó económicamente perdida
para el subcontinente.
Y es que con un crecimiento de más del 6 por ciento en los
últimos 5 años, las cuentas fiscales en orden, algunas
reformas aprobadas o en vías de aprobarse, y la inflación
y la paridad cambiaria bajo control, pocos dudan que ni el
recrudecimiento de la recesión, ni la caída de los
volatizados precios de los commodities, serán suficientes
para bajar los índices que tanto dicen de lo que ocurre en
los países cuando la economía se conduce con disciplina y
sin olvidar las leyes de la competencia y el libre
mercado.
De modo que solo habría que esperar por los resultados de
las inversiones en infraestructura que ya se están
ejecutando y de la implementación de las políticas
sociales que cada día centran más la atención de gobiernos
y organismos multilaterales, para que la ansiada meta de
una reducción drástica de la pobreza y de la desigualdad
sea una realidad y no una fantasía.
Y en medio de augurios tan promisorios, de noticias que
cuentan que más allá de la retórica populista que compite
con el tango y el son para emblematizar el folklore urbano
de la región, la nota falsa, el tono oscuro, la voz
desarticulada y anacrónica de la retroizquierda que
patrocinada desde Venezuela y secundada por Nicaragua,
Ecuador y Bolivia, insiste en darle otra oportunidad a la
utopía marxista que ya hizo añicos las dos terceras parte
de la vida útil de un grupo de países durante el siglo XX,
pero que según los señores Chávez, Ortega, Correa y
Morales, no merece desaparecer de la historia sin hacer
otro tanto con América latina.
Y saco de la lista al presidente de Cuba, Raúl Castro,
porque es evidente que a pesar de la timidez de las
reformas que está promoviendo en la isla, y de que es
temprano para evaluar sus resultados, el sucesor de
Castro, el viejo, se mueve en la dirección de
diferenciarse de lo que ya no son cinco, sino “Cuatro
Jinetes del Apocalipsis”.
Todo lo cual explicaría la distancia que guardó la
diplomacia cubana a raíz de la crisis que atizaron Chávez,
Ortega y Correa para desestabilizar al gobierno del
presidente colombiano, Álvaro Uribe y darle status de
beligerancia a las FARC, y en el curso de la cual quedó en
el camino el comandante, Raúl Reyes, y la evidencia de que
los “Cuatro Jinetes” se inmiscuían en los asuntos internos
de Colombia a través de la cobertura, apoyo y promoción
que le daban a la organización guerrillera y terrorista.
Pero Chávez, igualmente, está guardando distancia de Raúl,
cuya gestión de gobierno soslaya, mientras se deshace en
elogios para un moribundo Fidel que protesta en su lecho
de muerte porque la política económica del nuevo régimen
conduce lisa y llanamente al capitalismo.
O sea, que es previsible que en poco tiempo Raúl Castro
pase a formar parte de la galería en la que Chávez coloca
amigos y enemigos, enemigos y amigos, según su humor y
evaluación de quienes se prestan o reniegan del intento
con que metódica y conscientemente promueve la destrucción
de Venezuela.
Porque de eso es lo que se trata, de cómo a pesar de que
el país más que cualquier otro de América latina, cuenta
con las riquezas naturales, condiciones climáticas y
geopolíticas, tradición democrática y recursos humanos
para liderar a la región en los más altos niveles de
crecimiento sostenido y diversificado que ha experimentado
en un siglo, rueda por la pendiente que ya significó la
ruina y destrucción de economías y sociedades como la rusa
de los años 20, la china de los 50 y la cubana de los 60.
Y aquí tocamos la clave del último acto de la tragedia a
la que Venezuela se verá precipitada en el próximo año, o
quizá antes, y es que la colosal riqueza que entra a las
arcas nacionales como resultado de precios del crudo que
estaban a finales de semana a 130 dólares el barril, está
siendo literalmente dilapidada haciendo realidad el
delirio chavista de que el socialismo puede ser restaurado
y convertido en el vehículo que permitía a los más pobres
salir de la miseria e incluirse en una sociedad global que
lucha desesperadamente porque las lacras del
subdesarrollo, la desigualdad y las injusticias vayan
desapareciendo progresiva, pero inevitablemente.
Como si durante los últimos 70 años del siglo pasado, la
utopía socialista con sus ofertas para desaparecer las
clases sociales y la explotación del hombre por hombre, no
solo no terminó acentuando los desequilibrios que venía a
corregir, sino dando lugar a las dictaduras totalitarias
que ejecutaron las violaciones de los derechos humanos más
masivas que conoce la historia, al par de erigir un poder
personal, excluyente, ilegal y dinástico sin precedentes.
Todo cuanto hemos conocido los venezolanos en los 9 años
que dura el auto de fe que Chávez llama “socialismo del
siglo XXI”, y a causa del cual, el país ha ido siendo
reducido a un injerto de republica bananera con petróleo,
pero empuñado por un grupo de militares que alegan ser
revolucionarios, nacionalistas y bolivarianos para
exprimir gajo a gajo sus riquezas y oportunidades.
Espectáculo del peor folklore, y del más abominable
anacronismo y voluntarismo, pues experimentada y conocida
por la sociedad de las últimas décadas del siglo XX y la
primera del XXI, la inviabilidad, futilidad e inutilidad
de la revolución y el socialismo, resulta patético el
esfuerzo de esta suerte de hueste medioeval fanática y
fundamentalista, para ser tomada en serio, meter miedo y
pretender que está auténticamente empeñada en tareas que
le fueron impuestas por el determinismo histórico y
social.
Zafarrancho de ridiculeces que a no ser por los innegables
grietas que le esta proporcionando a Venezuela, no sería
sino objeto de los skechts que tan sabrosamente preparan
humoristas como Laureano Márquez y Emilio Lovera para
comentar los aspectos más picantes del sainete nacional.
Y sin embargo, qué venezolano no se siente aliviado viendo
como se despeñan los intentos por hacer eficaz las
estatizaciones, poner a funcionar aparatos policiales y
represivos, construir un partido único que haga de marco
para concentrar el control social y promover la
ideologización, mantener a los apéndices unidos y prestos
a cumplir las órdenes y a una militancia callada y sumisa
más allá de que se sientan conformes o inconformes con la
gestión de gobierno.
O sea, que el elemento verdaderamente novedoso,
sorprendente y desgarrador de la nueva década perdida, es
la anarquía que como producto de la instauración del poder
personal, previa destrucción de la instituciones, está
emblematizando al gobierno que no le ha bastado el fin de
la independencia de los poderes y la enorme riqueza
producto del ciclo alcista de los precios del petróleo,
para convencer a los venezolanos que más allá de la
retórica, hay otra cosa.
Con un gobierno producto de la peor renta que es la
minera, por tanto, sin compromisos con la honestidad y la
productividad, que despilfarra los ingresos comprando
empresas que sabe que a la vuelta de algunos meses o pocos
años serán chatarra, sin complejos porque la única rama de
la administración que más o menos funciona es la que tiene
que ver con la transmisión de los discursos del
presidente, y los departamentos de maquillaje de cuya
habilidad depende que el gobierno se vea sin arrugas, y
menos años de los que tiene.
Una auténtica utopía postmoderna que no conoció la
modernidad, y por tanto, es como esos niños que llegaron a
viejos, sin ser nunca jóvenes.