Que tan pronto se percibió que
el ciclo alcista de los precios del petróleo llegó a su
fin y ahora solo queda, o apretarse el cinturón o ver
rodar la economía por la pendiente de la recesión y la
hiperinflación, Chávez ha llevado su desequilibrio mental
a niveles de peligrosidad clínica, es un síndrome que no
debería extrañar a los venezolanos acostumbrados a sufrir
presidentes que sintieron de repente eran los dueños del
universo, para luego caer a escalas de jefes de estado
menesterosos que empezaban a vivir del crédito
internacional y/o de las exacciones impositivas.
Que si a ver vamos, era una reacción mucho más racional y
humana ante los vaivenes de una economía que, por no estar
sustentada en variables específicamente nacionales y
referidas a características del mercado interno, marcaba
sus auges en que la salud de los países consumidores,
industrializados y capitalistas demandara más y más crudo.
Chávez, por el contrario, entendió la seña al revés, o
sea, que había que convertir el alza de los precios en un
arma política que colapsara al sistema capitalista,
competitivo y de mercado, para luego proceder a la
construcción de una utopía socialista, precedida por él,
que prácticamente es un regreso a la economía de caza y la
pesca.
El resultado es que, sin demanda de petróleo a precios
razonables y justos, sin un sistema capitalista en
crecimiento sostenido y consumidores dispuestos a pagar
las facturas de los productores, estos últimos corren el
riesgo de quedarse sin petrodólares y andan ahora de
rodillas, rogando, y clamando porque no los dejen sin las
abultadas cuentas de que dispusieron hasta hace unos
meses.
Pedigueñería que es más patética en el caso del gobierno
venezolano y de su presidente, el comandante en jefe, Hugo
Chávez, quien, después de haber dragoneado durante años
que era el artífice de la alza de los precios con fines
políticos, anda ahora rogándole a la OPEP que recorte más
y más la producción para ver si, por un milagro de Dios,
se recuperan los precios.
Y se explica, porque ninguno de los jefes de Estados de
los países productores de la OPEP y de los no-OPEP, puso a
depender tanto su gobierno, su proyecto y destino
políticos como Hugo Chávez, el cual, prácticamente, se
presentaba en los escenarios mundiales como un hijo
consentido de este maná que permitía que un líder
minúsculo, sin mucho esfuerzo y por simples golpes de
suerte, fuera temido como un presidente malhumorado que
jugaba al papel de “cortador de la luz”.
Tan inflado, que destruyó la economía no petrolera
venezolana, la metalmecánica, la agroindustria, la
manufacturera, el comercio, no solo porque podían vivir de
los subsidios que podían arrimarle los altos precios del
crudo, sino porque, con los mismos, había dólares para
importar, importar e importar.
Programas sociales, presupuestos, compra de empresas
privadas, inversiones en cooperativas, empresas de
producción social y, sobre todo, el gigantesco gasto que
se puso a circular por el mundo como medio de exportar la
revolución, construirle un liderazgo a Chávez, y
estructurar una alianza para derrocar el capitalismo, todo
se cubrió con los dólares color de aceite que no venían
precisamente de los poquísimos países socialistas que
sobreviven en el mundo, sino de las muchísimas economías
regidas por las leyes del mercado, la competitividad y la
globalidad.
Por eso se habló de la revolución de Chávez como de una
“revolución petrolera”, y de su socialismo como de un
modelo “chuleta” que no sería nada en cuanto los países
capitalistas cerraran el grifo que permitía que Chávez se
presentara como uno de los jefes de estado más ricos del
mundo.
Hoy, todo eso es historia, y lo horrible es que está
descoyuntando mentalmente a Chávez hasta unos niveles en
que no queda más remedio que declararlo un problema de
salud pública.
Imagínense que la agarrado por hacerse elegir monarca de
Venezuela, y, si lo dejan, emperador del continente, la
tierra y la galaxia.
Como si fuera posible que quien no logró nada siendo rico,
lo vaya a lograr siendo pobre.
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Artículo
publicado en el vespertino
El Mundo. |