Llega
a ser de tal calibre la avalancha, prisa e incontinencia
con que la oposición se ha volcado a poblar de
candidaturas el siempre complejo panorama político
nacional, que uno se pregunta si más que ante una ola de
reafirmación democrática, nos encontramos de cara a un
síndrome que induce a pensar que una parte importante del
país se ha acostumbrado a coexistir con un déficit cada
vez más creciente de libertad, constitucionalidad y estado
de derecho.
O sea, a comportarse de acuerdo a aquel proverbio de
“agarrando aunque sea fallo”, pues si de lo que se trata
es de llegar al 27 de noviembre próximo con el pañuelo en
la nariz, sin detenerse en pruritos sobre la posibilidad
de que el gobierno truque los resultados, e ignorando que
Chávez no acepta el mandato emanado de su derrota el 2 de
diciembre pasado e insiste en imponer la reforma
constitucional, entonces la apuesta parecería ser a que el
gobierno se convenza de la necesidad de ceder a la
oposición espacios más, espacios menos y aquí no ha pasado
nada.
Cálculo que desconoce el detalle de que si Chávez se
coloca más y más al margen de la Constitución y decide
asumir el costo que significa que la comunidad
internacional lo declare jefe de un “estado forajido”,
resulta locura esperar que en la madrugada del 28 de
noviembre acepte que la oposición ganó y lo que queda es
renunciar o compartir el gobierno.
De ahí que, no es que me oponga a la candidaturitis y no
juzgue institucionalmente válido que todo el que se crea
con derecho a aspirar, lo haga, sino que rechazo que la
aspiración no se inscriba en la necesidad de establecer
como una posibilidad cierta y, por lo tanto, denunciable y
desmontable desde ahora, que Chávez truque y desconozca
los resultados electorales y se empeñe en imponerle a los
venezolanos una situación como la que se vive en estos
momentos en el Zimbawe de Mugabe.
A este respecto podría argumentarse que se trata de un
tema importante pero abstracto, principista pero que no
procura votos como la inseguridad, la inflación, la
quiebra de los servicios públicos, la corrupción y el
desabastecimiento.
Habría que recordar, sin embargo, que fue en torno a
“principios abstractos” como la presidencia vitalicia, el
fin de la descentralización, de la independencia del BCV y
del apoliticismo de la FAN, y de la sustitución de la
sociedad plural por un modelo colectivista y
neototalitario, que se lograron los votos para aplicarle a
Chávez y al chavismo la primera derrota electoral en 9
años.
Lo cual no quiere decir que necesariamente se le aplique
la segunda, si como sucedió en el referendo revocatorio de
agosto del 2004, se piensa que con los votos basta y que
simplemente están ahí, y no nos damos cuenta que la actual
estrategia del comandante-presidente no se dirige solo a
recuperar los 3 millones de votos que perdió en diciembre,
sino a también a reunir los cañones que necesita para
hacer valer a lo Mugabe un resultado que no lo favorezca.
La “Misión 13 de Abril” apunta hacia el primer objetivo, y
el tono grotescamente militarista que le dio a las
celebraciones del 11-A del último fin de semana, hacia el
segundo.
De modo que resbalar por la idea -ya costosa a la
democracia venezolana-, de que Chávez pierde de todas
todas porque no tiene los votos, y que si la oposición
chilena fue capaz de imponerle una derrota a Pinochet, la
venezolana lo haría con más razón, es un triunfalismo tan
ingenuo, como peligroso.
En otras palabras, que candidaturas sin una política
electoral que conduzca a la unidad y lo que es más, sin
construir en torno a la aspiración una visión que aterrice
a los electores en los desafíos que está planteando un
Chávez que no se rinde ante las evidencias e insiste en
imponer su modelo socialista y anacrónico por los medios
que sean, es exponerse a una derrota que no es que sea
irrecuperable, sino extremadamente más difícil de
recuperar.
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Artículo
publicado en el vespertino
El Mundo. |