Con la caída en barrena de los
precios del petróleo, el colapso del sistema eléctrico
nacional, una inflación anual que puede calcularse
conservadoramente en un 35 por ciento, un déficit de 5
puntos del PIB y el fantasma de una maxidevaluación
amenazando con pulverizar lo que queda del poder
adquisitivo de los venezolanos, no hay dudas de que Chávez
puede despedirse de los tiempos en que, chequera en mano,
se pavoneaba de su capacidad para comprar cuanto se le
pusiera en frente y costear los déficits de empresas
estatizadas quebradas, o de las que pronto comenzarían a
quebrar.
También de comportarse cual San Nicolás sin vacaciones que
se paseaba por el mundo llenando los bolsillos de cuanto
jefe de estado forajido, fracasado, o en vías de fracasar,
se abría para saciarse con los recursos que le pertenecen
a un país pobre de América del Sur cuya infraestructura
hace mucho tiempo debió ser declarada “en emergencia”.
O sea, que fin de fiesta y de la fantasía que permitió a
algunos teóricos del neomarxismo apostar a que la
revolución bolivariana podía financiarse con los
petrodólares de la crisis energética, mientras el sistema
socialista podía empeñarse en una nueva etapa de ensayo y
error que a la postre arruinaría al país, pero después de
haberle puesto al cuello la soga del totalitarismo.
Fórmula que, si a ver vamos, es la misma que con variantes
aplicaron todos los experimentos socialistas que se
implementaron y fracasaron durante el siglo XX, solo que
en el caso venezolano se hizo con más ingenuidad,
frivolidad e irresponsabilidad.
Puede decirse, entonces, que la ruina de la Venezuela
militarista, cuartelaria, colectivista y chavista es ya un
hecho, si bien en lo que toca a la dictadura totalitaria,
el clima pro defensa de los derechos humanos heredado del
fin de la Guerra Fría y la lucha del pueblo venezolano por
obligar a los náufragos del marxismo tardío a refugiarse
en otras playas que no fueran las de su democracia casi
cincuentenaria, terminó convirtiendo a Chávez y su
revolución en una fuerza más internacional que nacional,
más de regresión que de evolución, más de ocupación que de
salvación.
De ahí que el chavismo del fin de fiesta sea un intento
fallido exhausto, sin otro mérito que haber intentado en
el siglo XXI la resurrección de una utopía del siglo XIX,
con sus líneas ofensivas y defensivas en desbandada y en
plan de disolverse, sin otro apoyo en lo político y
militar que un partido dividido y una FAN carcomidas por
la corrupción, la incompetencia y su suplantación por
bandas paramilitares que pronto la harán inexistente, y,
lo más decisivo, con una pérdida de respaldo popular que
lo convierten día a día en un fantasma tan patético, como
risible.
En otras palabras, en una fachada idealmente situada para
aplicarle una derrota terminal en noviembre, para
embestirla con una suerte de fenómeno telúrico electoral
que apenas le deje un resto de vida para percibir la
catástrofe y despedirse.
Objetivo este último, que es de los más difíciles
tratándose de descalabros sufridos por movimientos
políticos utopistas, historicistas y fundamentalistas,
pues, como escribe, Jean-François Revel, en “La Gran
Mascarada”: “La trampa intelectual de una ideología
mediatizada por la utopía es, pues, mucho más difícil de
desmontar que la de la ideología directa porque, en el
pensamiento utópico, los hechos que se producen realmente
no prueban jamás, a los ojos de los creyentes, que la
ideología sea falsa”.
De acuerdo con ello, Chávez, discurre a cada rato por el
imposible de demostrar que sus fracasos son éxitos,
llegando al extremo, no de prepararse para abandonar el
poder, sino de resistir.
Veamos cómo se refiere persistentemente al “ya vienen por
mi”, y las previsiones que toma, no para capearlo, sino
para derrotarlo.
Así, por ejemplo, a la par de autoaprobarse un paquetazo
de 26 leyes autoritarias e hiperestatistas con las cuales
piensa enfrentar al poder regional opositor a constituirse
después del 23 de noviembre, compra igualmente armas y
equipos para reprimir a sangre y fuego la resistencia
popular, se autoinvita a un supuesto remake de la Guerra
Fría donde su influencia y liderazgo serían indispensables
para destruir a los Estados Unidos, soborna a presidentes
de dentro y fuera del continente para tenerlos como
cómplices a la hora de hacer un fraude o darle el palo a
la lámpara, y se preparara, en conjunto, a hacer lo que
sea, si es que, como sin duda ocurrirá, las elecciones
contienen el preaviso para su renuncia y separación de la
presidencia de la República. Propósito que podría causar
algún tipo de preocupación, si Chávez no hubiera dado
muestras suficientes de que es el primero en huir cuando
suena los tiros, y lo que él llama las fuerzas que lo
acompañaran hasta el último aliento, una sarta de
militares y civiles corruptos, incompetentes y hedonistas,
pendientes únicamente de abandonar el país y retirarse al
exterior a disfrutar su riqueza mal habida.
La revolución chavista, en efecto, no le deja a Venezuela
otra herencia que la formación de una burguesía roja o
boliburguesía que le ha entrado a saco a los dineros
públicos, cuenta con activos en la banca nacional e
internacional que hacen palidecer a los acumulados por la
clase capitalista tradicional durante generaciones, y
sirve como vanguardia introductoria de la burocracia
chavista en el mundo del lujo y del dinero. Pero por si
todo esto fuera poco, hay que subrayar que la Venezuela
chavista ha devenido en uno de los grandes santuarios del
narcotráfico internacional, en un territorio por donde
pasan, desde Colombia y con destino a los Estados Unidos y
Europa, casi 500 toneladas de cocaína al año.
Y es tal la evidencia de tamaña trasgresión de las leyes
nacionales y el ordenamiento jurídico internacional, que
el propio Chávez le admitió recientemente al embajador de
la administración Bush en Caracas, señor Patrick D. Duddy,
su preocupación por el auge del narcotráfico en Venezuela
y la necesidad de que Washington y Caracas se sentaran a
llegar a acuerdos para combatir el flagelo.
De modo que, pensar que en los tiempos del fin de la
fiesta, va lograrse lo que resultó imposible al comienzo,
o durante la fiesta, es otro rasgo de la improvisación, el
voluntarismo y la piratería que permitió que, un gobierno
que nació con alguna probabilidad de permanecer, se haya
hundido.
Pero es lo que sucede cuando los caudillos mesiánicos,
individualistas y anacrónicos irrumpen en la historia, que
no es para otra cosa que buscarse argucias como el
nacionalismo, la revolución y el colectivismo para lograr
lo que intrínsecamente les interesa, que es hacer víctima
a los pueblos de sus desmesuradas ambiciones, del
aplastamiento de las libertades, de su incapacidad para
tolerar la democracia y la aberración de aspirar a un
poder, no compartido, consensuado y sujeto de término,
sino absoluto, despótico y vitalicio.