Si
con el choque armado en la frontera con Ecuador donde
murió Raúl Reyes, la administración de Álvaro Uribe
buscaba llamar la atención internacional sobre el apoyo
creciente que los gobiernos de Hugo Chávez y Rafael Correa
le suministran a las FARC en la hora en que parece
inevitable su derrota, entonces resulta evidente que se
anotó un éxito tan sorpresivo, como contundente.
Logro, tanto más significativo, cuanto que sucede en una
coyuntura en que la organización guerrillera necesitaba,
como del aire que respira, de las zonas de alivio que le
garantizaban los dos caudillos “socialistas siglo XXI”,
así como de asistencia financiera, equipos militares,
logística y de intendencia, que ahora se verán perturbados
o impedidos en la medida que la comunidad internacional
entienda cuál era el verdadero interés de Chávez y Correa
en el canje humanitario y la liberación de Ingrid
Betancourt.
Pero igualmente de la hábil campaña de propaganda y
relaciones públicas que instrumentadas desde los palacios
de Miraflores en Caracas, y de Corondelet en Quito,
trataban de presentar a las FARC como una suerte de secta
cristiana primitiva, profundamente mística y piadosa que
solo “por amor” mantiene secuestrados a miles de
colombianos en selvas y pantanos donde, después de años,
pierden toda referencia personal y humana.
Y por tanto, merecedora de que se le reconozca el status
de beligerancia en el conflicto colombiano, de que se le
de un tratamiento de gobierno paralelo en sus territorios
“liberados” y en el exilio y garantías de que pueda
mantener su organización, infraestructura y ejército.
O sea, de todo lo que hay que hacer para salvar a las FARC
de la derrota, de la presión para que política y
militarmente acepte su incapacidad de sobrevivir y se
siente a discutir un acuerdo por el cual se le busque una
solución negociada al conflicto y se tomen las decisiones
para que de militar y guerrillera, se convierta en una
organización civil y partidista.
Perspectiva que no puede ser más hórrida para los profetas
“desarmados”, Chávez y Correa, ya que entre sus planes
figuraba el objetivo estratégico de transformar a las FARC
en un ejército irregular transnacional que, estacionado en
territorio colombiano, pero a pocos kilómetros de las
fronteras venezolana y ecuatoriana, pudiera desplazarse a
socorrer a sus socios en caso de que sus nacionales, bien
en las urnas, en las calles, o en los cuarteles, decidan
poner fin al experimento, tan inútil como costoso, de
retrotraer a dos sociedades del siglo XXI, a los albores
del siglo XIX, y aun más atrás.
Chávez ya vivió el 2 de diciembre pasado una experiencia
traumática que pudo ser decisiva para apresurarse a
sellar, e imprimirle toda la velocidad posible a su
alianza con las FARC, como fue la decisión de la FAN de
obligarlo a aceptar los resultados del referendo con el
que buscaba convertirse en dictador vitalicio y darle
naturaleza constitucional a su delirio socialista.
Y en cuanto a Correa, ya conocemos sus tribulaciones para
hacer de cachorro y continuador de Chávez, pues no solo el
ejército, sino los poderes legislativo y judicial
ecuatorianos lo han mantenido a raya para que solo se
atreva a lo que está pautado en la constitución.
Es la consecuencia, de no acceder al poder como el dios
Marx manda, que es sudando el lomo, arriesgando la vida,
sufriendo cárceles y exilios para fundar partidos y
ejércitos que, una vez en el poder, garanticen que la
revolución se impone porque lo quiere el caudillo, y no
por la legalidad de las instituciones burguesas que te
reconocen el triunfo electoral, pero están al acecho de
desconocértelo en cuando violes la institucionalidad.
Por eso, si Raúl Reyes necesitaba a Chávez y Correa, más
necesitaban Chávez y Corra a Reyes, que deben ahora
explicar cómo es que apoyaban a una organización
terrorista calificada y repudiada por la comunidad
internacional.
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Artículo
publicado en el vespertino
El Mundo. |