Si
el sentido de la oportunidad tiene algún sentido sin duda
que se reveló el martes de la semana pasada cuando Luis
Miquilena decidió dirigirse al país para advertir sobre el
nuevo zarpazo a la institucionalidad que permitiría al
teniente coronel, Hugo Chávez, autoelegirse presidente de
Venezuela a perpetuidad.
Desmesura que no se había ensayado en los casi doscientos
años de historia republicana, que ni aún en los tiempos
más tenebrosos de la Colonia encuentra precedentes, y
nació cuando parecía que el país se enrumbaba
definitivamente por la vía de la civilidad, la democracia
y el estado de derecho.
Claro que no sin tumbos, atajos y desvíos, pero en la
perspectiva de que corrigiendo los errores que hicieron
naufragar los últimos gobiernos del período democrático,
en todo lo que se conoce como “perfectibilidad”, era
posible marchar hacia la meta de más y más democracia, de
más y más libertad para superar la crisis y avanzar.
Programa en el que se inscribió, por cierto, el teniente
coronel, Chávez Frías, renegando a la vía golpista y
violenta de toma del poder, jurando que aceptaba las
reglas del juego democrático y participaría en las
elecciones presidenciales de diciembre del 98,
prometiendo, en fin, un gobierno de unidad que
profundizaría la constitucionalidad, la pluralidad y el
estado de derecho.
El problema fue que una vez en el poder el teniente
coronel, Chávez Frías, dio marcha atrás a este compromiso
con sus electores y el país, regresó a la mañana del 4 de
febrero del 92 cuando pronunció un discurso justificando
el golpe de estado que acababa de fracasar y por el cual
estaba detenido, e inició la guerra que le ha permitido
desmantelar las instituciones democráticas una a una,
poner bajo estado de sitio los derechos humanos y las
garantías individuales, amenazar y reducir la libertad de
expresión y el derecho de propiedad y militarizar la
política al extremo de que hoy parece más un ejercicio de
cuartel, que una escuela de civilidad y virtudes
ciudadanas.
Quiere hoy, sin embargo, la presidencia vitalicia y para
ello ha dirigido su poder de fuego demagógico, clientelar
y neototalitario contra la Constitución Bolivariana, la
que el mismo llamaba “la mejor constitución del mundo” y
en la cual -a pesar de que Chávez la había reducido a un
papel cada más deteriorado, manchado y violado- quedaban
aun espacios para la tolerancia, la división de los
poderes, la profundización de los derechos humanos y el
respeto a la convivencia ciudadana.
Y en cuya formulación y aprobación jugó un papel
fundamental, Luis Miquilena, pues de sobra es conocido que
a pesar del lenguaje político radical que lo contaminó no
pocas veces, fue más bien una mano y un espíritu de
equilibrio que impidió que, Chávez, sus sargentos y
ordenanzas se desmandaran.
Y cuán sincera era esta posición a favor del diálogo, la
reconciliación y el reencuentro que cuando Chávez, a pesar
del mandato constitucional, decidió salir del cuartel que
lleva por dentro, Miquilena, se fue del gobierno y situó
en la acera opuesta.
Y desde entonces no ha hecho otro cosa que denunciar al
autócrata y enfrentarse a la autocracia, de estar en las
primeras filas de cuanta oportunidad política surja para
unir voluntades que pongan fin a la última dictadura
venezolana del siglo XX y la primera del siglo XXI.
Es una batalla ante la que no lo han detenido los años que
gastó en las luchas contra dos dictaduras, contra
gobiernos democráticos o seudodemocráticos cuando
recurrieron a medidas autoritarias o políticas
antipopulares, contra carceleros, torturadores y
perseguidores que no tuvieron empacho en coger horca y
caudillo y salir a cobrar la vida de los adversarios.
Pero que no intimidaron a Miquilena, no lo vencieron ni
convencieron, como que aquí está diciéndole NO a Chávez y
recordándole que hubo una vez un Juan Vicente Gómez y un
Marcos Pérez Jiménez.
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Artículo
publicado en el vespertino
El Mundo. |