A Edgar Otálvora… experto sin par en el
conocimiento de las tensiones militares
del subcontinente suramericano.
Habría
que darle crédito a los presidentes de Venezuela, Hugo
Chávez, y al de Colombia, Álvaro Uribe, por la prudencia
cómo han conducido hasta ahora las relaciones entre dos
países que desde que nacieron a la vida republicana
manejan la hipótesis de un inevitable y fatal conflicto en
cualquier momento y punto de sus fronteras.
Sobre todo después que en los años 60 surgió la nueva
doctrina que ampliaba el mar territorial de 12 a 200
millas, haciendo “lógica” la reclamación colombiana del
derecho a compartir con Venezuela la soberanía sobre las
aguas, islas y costas del Lago de Maracaibo.
Pretensión que rápidamente pasó, de diferendo territorial
a político, y de político a militar, concentrando, a
partir de entonces, todo el esfuerzo de guerra venezolano
al momento en que las Fuerzas Armadas Nacionales tuvieran
que cruzar la frontera para repeler, disuadir o prevenir
una agresión colombiana.
Ya parece algo lejano, pero para cualquiera que viviera
durante los 70, los 80 y mediados de los 90 en los 2.055.
355 kilómetros cuadrados de la extensión territorial de
los dos países, la vida política era también las alzas y
bajas de la tensión fronteriza, dándose por seguro durante
las primeras que se llegaría a una ruptura de
hostilidades, y en las segundas, que se creaban las
condiciones para discutir un acuerdo que solucionara el
diferendo.
Recordemos que no pocos políticos y militares de ese
tiempo se empinaban para ver quién llegaba más lejos en su
anticolombianismo, y que nombres como José Vicente Rangel
y Alberto Müller Rojas empezaron a hacerse conocidos y
populares no por “socialistas y revolucionarios”, sino por
“anticolombianos” y “nacionalistas”.
Lo cierto es que los generales y almirantes desde el Alto
Mando y la Academia Militar, los académicos desde las
universidades y la cancillería, los periodistas y
analistas desde la prensa, y los noticieros de radio y
televisión, y los políticos desde los foros
internacionales y las embajadas fatigaban días y noches,
mapas e hipótesis, planes y estrategias, equipos y
ejércitos tratando de adivinar la fecha y las condiciones
que darían curso a la guerra que decidiría cuál de los dos
países validaba su tesis.
Y sin embargo, cuando la crispación alcanzaba su nivel
crítico, cuando la mecha ya prendía la carga explosiva,
cuando los ejércitos ya marchaban a las fronteras y las
unidades navales ya surcaban los mares, en un momento de
finales de los 80, o de comienzos de los 90, el conflicto
bajó sorpresivamente de temperatura, la tensión fue
enfriándose, el duro enfrentamiento se congeló, y el
diferendo desapareció de las agendas y de los ánimos y se
disolvió en una espiral de olvido apenas interrumpida por
las manías de quienes se resistían admitir que habían
perdido dos y media décadas de sus vidas.
¿Qué había sucedido? Pues que mientras los liderazgos
democráticos de Colombia y Venezuela, mientras políticos,
militares, académicos, intelectuales, periodistas y
analistas empeñaban tiempo y energía para la auscultación,
preparación, estallido y curso de la guerra, mientras se
ejecutaban gastos inmensos en la compra de armas, equipos
y material de guerra, allá la guerrilla y el narcotráfico
cubrían más territorio e influencia y pasaban a desafiar
al estado; y aquí una conspiración de oficiales de baja
graduación iba extendiéndose y profundizándose, se unía a
la crisis económica y social y en el año 92 intenta un
golpe de estado que inició el proceso que 7 años después
daría al traste con la democracia venezolana.
O sea, que las hipótesis de conflicto pasan de externas a
internas, de fronterizas a puertas adentro, y hay que
ocuparse más bien de Manuel Marulanda y Pablo Escobar, de
Hugo Chávez y Pablo Medina, antes que de los generales
Valencia, Londoño, Mazza, Rosso, Ochoa, Jiménez, Ramírez y
Salazar.
Pero es que, además, mientras los gobiernos venezolano y
colombiano demuelen recursos y oportunidades tratando de
dirimir por las armas el diferendo marítimo y territorial,
los 70, 80 y mediados de los 90 son también los años del
despegue de la integración económica entre Colombia y
Venezuela, del esfuerzo para que a través del Pacto
Subrregional Andino primero, y la Comunidad Andina de
Naciones después, los dos países se complementen en una
relación comercial que para 1997 -un antes de que Chávez
llegara al poder acá, y 3 antes de que Uribe lo hiciera
allá-, se colocó en los 3500 millones de dólares.
O sea, que Venezuela pasaba a ser el segundo socio
comercial de Colombia después de Estados Unidos, y
Colombia el de Venezuela también después de Estados
Unidos.
De modo que cuando Chávez es electo presidente de
Venezuela e inicia su mandato en 1999 y Uribe lo hace en
Colombia en el 2002, el diferendo limítrofe está
pacificado aunque no resuelto, son muy pocos los
políticos, militares y analistas que lo recuerdan y lo que
está en frente es una rentable, creciente e incontenible
relación comercial que le augura el mejor futuro a la
integración bilateral y regional.
El problema es que mientras Chávez expresa una ruptura con
el sistema democrático venezolano y pasa rápidamente a
sitiarlo, ahogarlo y liquidarlo como propuesta y
viabilidad política; Uribe es una expresión de la
consolidación del sistema democrático colombiano y de la
continuidad de su liderazgo, si bien llega con aires de
renovador.
O lo que es lo mismo: que los aliados colombianos de
Chávez tienen que ser por fuerza los enemigos de Uribe, y
los aliados venezolanos de Uribe, tienen que ser por
fuerza los enemigos de Chávez.
Pero hay algo más grave, estratégico y estructural en este
contexto: para derrotar a sus enemigos internos, la
guerrilla y el narcotráfico, Uribe necesita
desesperadamente la alianza con el país más poderoso del
continente y del mundo: los Estados Unidos de
Norteamérica; y para derrotar a los suyos, a los
demócratas venezolanos, Chávez necesita enfrentar,
polemizar y mantener lejos de sus costas al aliado de
Uribe: los Estados Unidos de Norteamérica.
Tablero que si se complementa con el hecho de que Uribe
trata de fortalecer al capitalismo y a la democracia
colombiana, continental y mundial, mientras Chávez trata
de desbancarlos y sustituirlos por el socialismo marxista
que ya no encuentra nombres que ponerle, nos ubica frente
a un escenario de guerra que ya no es territorial y
fronterizo, sino político, militar, continental y global.
Y al cual estarían convocados todos los países y fuerzas
identificados con la libertad, la democracia, la economía
abierta, la modernidad y la globalidad de un lado; y de
otro, todos los países y fuerzas retros identificados con
el colectivismo, la estatocracia, la sociedad cerrada, el
caudillismo, el nacionalismo y la antiglobalidad.
La salida de Chávez de la CAN y su ingreso frustrado o
maltratado al MERCOSUR, su empeño en financiar y sostener
una alianza política y regional llamada el ALBA y, sobre
todo, su sociedad con enemigos extracontinentales y
fundamentales de Estados Unidos como Irán, Siria, Corea
del Norte, Hamas y Hezbolá, son pasos en esta dirección
que lo colocan en las filas de los participantes en un
próximo conflicto mundial.
En cambio que el Uribe del Plan Colombia, del empeño por
lograr un acuerdo de libre comercio con USA, y del
enfrentamiento duro y sin cuartel contra la guerrilla, el
narcotráfico y las fuerzas desestabilizadoras del
continente, se ubica en la acera contraria.
Habría que referirse en el contexto, a la alianza
“estratégica” entre el presidente Chávez y el presidente
de Nicaragua, Daniel Ortega, país que tiene pendiente con
Colombia una reclamación territorial sobre las islas de
San Andrés y Providencia que espera por una decisión en la
Corte Internacional de La Haya y que ha encontrado un
padrino obsecuente y curioso: el presidente de Irán,
Mahmoud Ahmadinejad.
Hacia Nicaragua está enviando Chávez una cantidad ingente
y desproporcionada de recursos (petróleo, puentes,
refinerías, gasoductos, casas, tractores, ayudas líquidas
y otras que no se reflejan en los acuerdos;), y Ortega
está pagando secundando a Chávez en lo que se proponga.
Pero hay más, mucho más: los gastos militares de Chávez en
los últimos 4 años ya traspasan los 20 mil millones de
dólares, un arsenal de fusiles Kalhasnikov, aviones de
combate Sukhoi-30, helicópteros MIL, radares y sistemas
antimisilísticos TOR y submarinos 600 y AMUR que le
reservan a Chávez y su gobierno un lugar de primer orden
en la carrera armamentista mundial.
Entretanto Colombia hace lo propio, usando a discreción la
copiosa ayuda y asistencia militar norteamericana,
fortaleciendo el Plan Colombia y poniendo en pie de guerra
una fuerza militar que ya se dice es la segunda mejor
dotada del continente después de la de Brasil.
Hay también reforzamiento de la presencia militar de los
dos países en sus fronteras, y críticas, dimes, diretes, y
enfrentamientos verbales que, aunque de baja intensidad,
parecerían dirigidas a calentar el ambiente hacia acciones
mayores.
O sea, una escalada lenta, pero continua que hasta ahora
ha sido temperada por la prudencia de Chávez y de Uribe,
pero ¿qué después que Uribe abandone la presidencia de
Colombia, qué si Chávez se ve de repente envuelto en una
guerra civil al insistir en imponer a los venezolanos su
proyecto colectivista, estatólatra y totalitario?
¿Qué si el Tribunal de La Haya decide el próximo año que
San Andrés y Providencia son de Nicaragua y Colombia se
niega a aceptar el fallo? ¿Qué si decide lo contrario, si
dice que son colombianas, y es Nicaragua la que no acepta
el fallo?