Pudieron
resultar gravemente heridos, o simplemente muertos, el
líder estudiantil, Jon Goicoechea, y el dirigente
político, Pompeyo Márquez, a raíz de la agresión de que
fueron objeto por parte de un grupo de fanáticos chavistas
en el acto del Instituto Pedagógico de Caracas donde
intentaban promover una discusión sobre la Reforma
Constitucional.
Al primero –afortunadamente- solo le rompieron el tabique
nasal, y al segundo apenas alcanzaron a gritarle
“fascista” y “agente de la CIA” en la que igualmente pudo
ser un atropello físico de consecuencias aun más
lamentables.
Porque es bueno recordar que Márquez es un veterano de las
luchas políticas venezolanas contra las dictaduras
militares de todos los signos de 85 años, en tanto que a
Goicoechea no creo que la edad le permita llegar el cuarto
de siglo, y nació “políticamente” el año pasado cuando se
puso al frente de las manifestaciones que protestaban
contra el cierre de RCTV.
O sea, un espacio vital que cubre casi todo el siglo XX, y
parte del XXI, autenticado por estas dos voluntades que le
están diciendo al mundo que, si persistente es la vesania
militarista por hacer de Venezuela una hacienda con
nombre, dueño y herraje propios, más lo es la decisión de
los venezolanos democráticos de enfrentar en todos los
espacios, tiempos y circunstancias al hacendado y su
peonada.
Sus agresores, por el contrario, son tan o más jóvenes que
Goicoechea, igualmente estudiantes, sin respaldo entre los
alumnos y profesores del Pedagógico que se cuentan de a
cientos, puesto que en ningún momento de la agresión
llegaron a contarse más de 10, pero según los testimonios
de testigos y de las imágenes de los canales de televisión
que cubrieron el acto, portadores de una carga de odio, de
violencia e intolerancia como pocas veces se había visto
en la siempre alterada y tormentosa crónica del fascismo
nacional cotidiano de antes y de ahora.
Pero tanto como el grado de desequilibrio psíquico, el
país resultó sorprendido por el tono arcaico, elemental,
acrítico, rupestre y casi automático conque la decena de
agresores recogían y exponían el discurso que transitó
durante todo el siglo XX promoviendo utopías,
revoluciones, guerras civiles, odios, divisiones, lucha de
clases, dictaduras, intolerancia, culto a la personalidad,
exclusión, y de todo lo que condujo, no solo a que los
países comunistas devinieran en los más pobres,
ineficientes y corruptos del planeta, sino también en
aquellos donde se ejecutaron las más crueles, ilegales, y
escandalosas violaciones de los derechos humanos.
Ignorancia tanto más aberrante, cuanto que proviene de
jóvenes que son en todas las épocas y circunstancias los
mejor llamados a rechazar los despotismos, condenar las
injusticias, defender a los débiles y a no identificarse
con causas que no se dirijan hacia el progreso social, el
desarrollo científico y tecnológico, y a la defensa de la
diversidad, la pluralidad y la tolerancia.
O lo que es lo mismo: que la revolución ya creó su primera
generación de jóvenes viejos, caducos, vetustos, inaptos,
no solo para criticar, enfrentar y luchar contra el poder,
sino también para aceptar la verdad experimentada en las
dos terceras partes del globo hace menos de dos décadas:
no hay nada más peligroso que los gobiernos de caudillos
que escapan al control social y de los órganos del poder
público, alegando que están haciendo la revolución y, por
tanto, sin tiempo ni paciencia para ocuparse de minucias.
Puerta de ingreso al reino de los dictadores y déspotas,
de los jefes únicos y comandantes en jefe que después de
instalados, consolidados y perpetuados, no entiende sino
de juicios sumarios, cámaras de tortura y paredones de
fusilamiento.
De modo que ya no hay forma de no admitir que la peste
fascista, stalinista y totalitaria ya alcanza al penúltimo
peldaño de la pirámide generacional, tocando a un sector,
el juvenil, que hasta hace poco seguía al “comandante”
solo de manera formal y burocrática, distante y clientelar,
dejándole el “trabajo duro” (el de las bandas armadas de
civiles y paramilitares que en todo régimen fascista y
stalinista salen a la calle a espantar y ahuyentar a los
adversarios que llaman enemigos), a los mayores.
Y ello que puede ser indicio de que “los más adultos” se
están cansando, de que ya pueden haber sido picados por el
morbo de la indolencia, la desesperanza e indiferencia que
contamina a todo gobierno largo cuyos logros marchan en
sentido inverso a sus promesas, también trae la amenaza de
que es posible que ocho años de propaganda continua,
profusa y abusiva estén haciendo mella entre los jóvenes
que pasan a ser ahora la posta de relevo de los agotados,
fatigados y desilusionados.
Y después, seguro que bajarán hasta los niños, cuando sean
los jóvenes los que no puedan dar más y la generación que
está naciendo, la más tierna pero también la más
moldeable, pase a convertirse en la vanguardia que, como
ya se reveló en las experiencias rusa, china y cubana, no
solo es útil para recitar discursos que no entiende ni
puede compartir, sino para ejecutar tareas aun más
reprobables.
Es el famoso “ejército de niños” que tan útil ha resultado
en las guerras tribales de África, y las luchas de clase
de Asia y América latina, que comandan, tanto los
militares de la dictadura de Myammar, como los jefes de
las FARC y es una de las lacras que penderá siempre como
una infamia imborrable en la historia de la irredenta
humanidad.
Y aquí llego a explicarme la prisa, la violencia e
intolerancia que ha rodeado al proceso de redacción y
discusión de la nueva constitución, que no es solo que ha
querido camuflarse con la argucia de que se trata de una
“reforma” que no obliga al cumplimiento del mandato
constitucional que dispone la convocatoria a una asamblea
constituyente, sino que se ha aislado de cualquier
discusión donde el pueblo de manera independiente, y sin
el tubo de la presión clientelar y oficialista, opine
sobre un cambio de tal naturaleza que incluso hace
desaparecer la forma republicana de gobierno.
Pero que sobre todo, crea el Gobierno Único del Jefe
Único, aquel que copia el molde de donde emanaron Stalin,
Hitler, Mussolini, Mao, Castro, Kim Il Sung, y Kim Jong-il,
puesto que con el mismo ideal colectivista,
antidemocrático, totalitario, de partido único,
ultranacionalista y de culto a la personalidad, se
estructuraron milicias, fuerzas de reservas, cuerpos
policiales, ejércitos, SS y camisas pardas, que
perpetraron algunos de los hechos de sangre más siniestros
que conozca la historia pasada y reciente.
Y todos ejecutados por fanáticos, por bandas de jóvenes y
adultos ideologizados, reconfigurados, que repiten como
loros slogans que no comprenden y no se detienen en su
saña contra Pompeyo Márquez y Jon Goicoechea.
Son, en consecuencia, la peor herencia de una idea
fracasada que, aparte de criminal, debería estar
estigmatizada para cualquier evento de la práctica
política contemporánea.
Pero que ha resucitado en Venezuela nutrida con los
petrodólares del ciclo alcista de los precios del
petróleo, la soberbia de un militar de baja graduación que
llegó por un golpe de suerte el poder, el apoyo de grupos
de seguidores obsecuentes que obtienen beneficios no
precisamente espirituales en el intercambio de libertad
por seguridad y una comunidad internacional que juega a la
indiferencia por comodidad o cobardía.
Y todo lo cual convierte al chavismo en el primer
experimento revolucionario, socialista y antiimperialista
financiado, como escribía reciente el periodista
argentino, Andrés Oppenheimer, con el oro de su
archienemigo los Estados Unidos de Norteamérica, que,
aparte de ser el primer mercado del crudo venezolano, debe
suministrar “los cobres” con los que se compran aviones
Sukhoi, fusiles Kalashnikov, helicópteros Mil, submarinos
600 y sistema antimisiles TOR para su destrucción.
Ah, pero no se les ocurra decirle a Chávez ni a los
chavistas que una revolución con esas características no
puede ser tomada en serio, que no solo le debe todo a los
capitalistas e imperialistas, sino que cuando quieran la
van desaparecer del mapa, y no con invasiones ni guerras
asimétricas, mediáticas, terroristas ni de ningún tipo,
sino cerrando las llaves del bombeo que lleva un millón y
medio de barriles diarios de combustible al parque
automotor y a los aviones, buques, tanques y equipos de
combate de la primera y única potencia mundial.
No se les ocurra insinuarle siquiera que más que una
revolución socialista, en Venezuela lo que parece estar
sucediendo es el mal guión de una de esas malas películas
conque la industria del cine (también norteamericana por
cierto) alimenta nuestros mejores sueños y nuestras peores
pesadillas.
Ante tal verdad se desata el fascismo, se desata como lo
vivieron la semana pasada Pompeyo Márquez, Jon Goicoechea
y Fabiola Colmenares, culpables del delito, no solo de no
creer en la revolución chavista, sino de no tomarla en
serio.
Porque es que cualquier cosa podría tolerar el fascismo
siglo XXI, menos que se le diga que no tiene nada de
original, y que, como todos los fascismos, terminará con
la etiqueta que le colgó la filósofo de la historia Hannah
Arendt en un ensayo que le dedicó al caso de Adolfo
Eichmann: banalidad del mal.