No
fue grato para el conjunto de la opinión pública nacional,
enterarse que la mayoría de los dirigentes estudiantiles
que saltaron como resortes a defender a Chávez ante las
protestas de cientos de miles de universitarios que desde
hace un mes se movilizan a lo largo y ancho del país, son
empleados públicos de carrera, de los que cobran quince y
último, con sueldos muy por encima del salario mínimo y
profesionales en una actividad que, no por “altruista”, se
olvida de que hay que garantizarle bienestar a los suyos y
que este se funda en buenos ingresos, bonos vacacionales,
becas, primas por hijo, HCM y remuneraciones.
Que me parece es lo mismo que sucede con otras
instituciones sin fines de lucro dedicadas a la caridad
cristiana, la solidaridad social y la defensa de los
derechos humanos en cualquiera de sus ítems, las cuales,
igualan el afán de sus activistas a un trabajo noble,
digno, ejemplar y admirable, y por eso mismo, merecedor de
salarios que los pongan al abrigo de carencias, trabas y
penurias.
Eso sí, sin ningún tipo de hipocresías, de estar
aparentando lo que no son, de pasarse, por ejemplo, como
carmelitas descalzos y pobres de solemnidad que luchan por
los pobres y contra la pobreza precisamente porque
comparten en carne propia sus sufrimientos, siendo que,
desde que políticamente se anotaron a ganador, escaparon
al círculo siniestro que devalúa, tortura y mata tanto en
lo físico, como en lo moral y espiritual.
A lo que me refiero es al hecho de que difícilmente es
admisible tal pretensión al sacrificio, al martirologio y
la santidad si se realiza con el apoyo de un estado
todopoderoso, saudita, y petrolero, célebre en el mundo
por su mano suelta con sus amigos, leales, socios y
promotores, y no asumiendo el compromiso de ayudar a los
pobres, pero desde los recursos, voluntades y capacidades
de los pobres mismos.
Y todo en el curso de una dinámica o proceso, según la
cual, mientras más se abre el puño para repartir ventajas,
recursos, apoyos y ayudas materiales, más se cierra para
arrebatar derechos individuales y colectivos, para hacer
letra muerta de la constitución y las leyes, para ahogar
la libertad y la democracia, y proceder a una
concentración de poder frente a la cual no queda más
remedio que preguntarse, si la vocación de servicio
público del jefe revolucionario y sus seguidores, no se da
para simular un avieso y alevoso viaje al poder absoluto y
total.
O sea, que pareciera que en el universo de la revolución y
los revolucionarios no hay nada gratis, tal como pregonan
los más cerrados defensores del neoliberalismo, el
capitalismo salvaje y la economía competitiva y de
mercado, pues si la dación de tales bienes, recursos y
ventajas a los pobres y más necesitados se hiciera sin
conexión a la concentración de poder y fuera una promesa
de que ni dictaduras, ni autoritarismo, ni presidencias
vitalicias están en el horizonte y vuelta de la esquina,
tendríamos que admitirlas aplaudirlas y participar en
ellas, pero no en circunstancias de que no se dan
créditos, ayudas, préstamos y becas; no se bajan los
intereses y construyen viviendas, si no se apoya a Chávez
para que sea el primer presidente a perpetuidad de la
historia venezolana.
Y aquí no queda sino subrayar las diferencias entre las
políticas sociales que se ejecutan desde un gobierno
democrático, a las que se llevan a cabo desde un gobierno
autoritario y con vocación de permanencia vitalicia, y es
que en el primero, en cuanto los gobiernos democráticos
terminan, no puede pensarse que se hacen con segundas
intenciones; en cambio que entre autoritarios, dictadores
y presidentes vitalicios siempre habrá el tufo, la
sospecha, de que su generosidad conduce al “Big Brother” a
la concentración de poder total y absoluta.
De ahí que al regresar a los estudiantes universitarios
“revolucionarios” que desde hace casi un mes saltan como
resortes a defender a Chávez, cada vez que desde el lado
contrario, el de los estudiantes democráticos, se realizan
manifestaciones para protestar contra las políticas
autoritarias del gobierno, es imprescindible decirles que
están en el ejercicio de un derecho, de un sagrado
derecho, del derecho a defender las ideas que practican y
en las que creen, pero sin saltarse los parámetros éticos
que tal tipo de actividad implica, sin pretender que
porque se apoya a un gobierno que dice ser revolucionario
y socialista, se lleva a cabo un martirologio, una vida
sacrificada y de sangre, sudor y lágrimas, una especie de
apostolado no diferente al de la Madre Teresa de Calcuta,
el Padre Pío, José Gregorio Hernández, o la Madre María de
San José.
No, la causa de la lucha por la redención de los pobres y
la justicia social, si se hace desde las ventajas de un
todopoderoso estado saudita y petrolero que no admite el
sacrificio y cuyo jefe esta empeñado en ser presidente
vitalicio, no es desinteresada y más bien se asocia al
principio o refrán que puso de moda en los años 70 el
economista neoliberal norteamericano de la escuela de
Chicago, Milton Friedman, con aquello de que “no existe el
almuerzo gratis”.
Todo lo cual no invalida la vocación social de ningún
gobierno, presidente o ciudadano, pero siempre y cuando no
la use para infravalorar éticamente la de los demás, para
decir que solo ellos, los estatistas, socialistas, y
revolucionarios tienen la llave de la puerta que conduce a
la epifanía de la tranquilidad de la conciencia.
Y lo digo para demostrar, o tratar de demostrar, la
falsedad de la acusación de los estudiantes chavistas de
que los estudiantes democráticos, los Goicochea, González,
Serra, Barrios y compañía, son “hijos de papá”, que
pertenecen a la clase “media rica”, y por tanto, son
“oligarcas y contrarrevolucionarios”, siendo que, si
procedemos a comparar los ingresos familiares e
individuales de unos y otros, si analizamos sus estilos de
vida, formas y modos de vestir, y de portarse y
comportarse, caemos en cuenta que los chavistas le llevan
una morena a los democráticos.
Y por eso, no dudo en llamarlos “hijos del Estado”, en
identificarlos como los últimos vástagos de generaciones y
generaciones de venezolanos que desde que apareció la
riqueza petrolera, por algún hilo se conectan al Papá
Estado, y nacen, crecen, estudian, trabajan y envejecen
bajo su patrocinio, convirtiéndose entretanto, en
practicantes de la religión que Benito Mussolini
estableció bajo el lema de: “Dentro del estado, todo;
fuera del estado, nada”.
Y de la cual Hugo Chávez es un obcecado oficiante, pues
siempre estudió en instituciones del Estado (primaria,
secundaria y escuela militar), siempre trabajó en una
institución del estado (el Ejército), y jamás necesitó
buscar trabajo en una empresa privada, ni ir a un mercado
porque el Estado se lo daba todo, y ahora le ha tocado
seguir la manguanga, porque terminó siendo el dueño del
Estado.
De ahí que, si a ver vamos, tanto Chávez como sus
seguidores, y en especial los estudiantes chavistas,
representan una característica o tendencia antigua, caduca
y anacrónica de la sociedad venezolana, aquella que la
inhibe e inmoviliza porque el auge de los precios del
petróleo permite a los estatólatras desplazar el esfuerzo
propio, el afán por competir y ser mejor, la iniciativa
individual y colectiva que funda empresas, riqueza,
prosperidad, libertad y democracia, convirtiendo a los
ciudadanos en súbditos e “hijos del Estado”.
Todo, desde luego, hasta que caigan los precios del crudo
y se vuelva al círculo de pobreza, crisis, miseria y
desigualdad.
De ahí también que la frescura, lo joven, alegre, nuevo y
creativo está del lado de los estudiantes democráticos, de
aquellos que los chavistas llaman “hijos de papá”, que yo
los veo más bien como hijos de la libertad, la democracia
y el esfuerzo propio, puesto que, al luchar contra la
estatolatría que también llaman revolución o socialismo,
se lanzan a la vida a desplegar sus capacidades, a brillar
con base a sus méritos, crecimiento y progreso, y no
porque haya un “Big Brother” vigilándolos, controlándolos
y financiándolos para que apoyen sus ambiciones
desmesuradas de poder, sino porque la auténtica libertad,
democracia y prosperidad se funda en la decisión que no
conoce controles, dictados, ni monitoreos.
Obstáculos que difícilmente se podrán ante el futuro de
los “hijos de papá”, ya que el poder de los padres, como
el de las familias, siempre es mínimo, discutible y
cómodamente neutralizable.
¿Pero pudieron decir lo mismo los hijos de Lenin, Stalin,
Mussolini y Mao? ¿O podrán decirlo los de Castro, Kim Jong-il,
Mugabe y Chávez?
Creo que la catástrofe humanitaria que significó el
comunismo, el fin y colapso de la utopía marxista y del
socialismo real con sus sociedades desgarradas, economías
en disolvencia, y países en ruina, tienen la respuesta.