Si
de algo puede vanagloriarse la revolución de democracia
“participativa y protagónica” que ahora saltó a
“stalinista y totalitaria”, es de su zamarrería para
camuflarse como un proceso de signo nuevo, humanista e
inclusivo, que venía de aprender las lecciones de la caída
del Muro de Berlín y del colapso de la Unión Soviética, y
por tanto, decidida a rescatar lo que podía quedar de las
revoluciones marxistas que convirtieron al siglo XX en el
más sangriento y criminal de la historia.
Y miren si hubo ingenuos que lo creyeron, tontos útiles
que a pesar de las evidencias en contrario se las jugaron
a que, no solo Chávez, sino la élite militar y política
que lo secundaba, podían aprender e iniciar otra etapa en
el refrescamiento de unas ideas que, no por anacrónicas y
fracasadas, podían autopsiarse y tirarse al cesto de la
basura.
Y no los condeno, ya que había que haber acumulado muchos
puntos en el conocimiento del desequilibrio psicológico
que llaman “socialismo y revolución”, para no entender que
como dice Jean François Revel en la “Gran Mascarada”, para
los marxistas los fracasos no son sino pretextos para
continuar fracasando y destruyendo.
Secuela de su mentalidad religiosa, metafísica y
fundamentalista que alega haber recibido un mandato de la
historia para reparar los males que aquejan a la humanidad
desde el comienzo de los tiempos y se empeñan en imponer
aunque los pueblos lo rechacen y abominen, pues son ellos
los intérpretes de lo que quiere el pueblo y no el pueblo
mismo.
De ahí que sea inevitable el viaje de los marxistas de las
promesas a la realidad, de la democracia “participativa y
protagónica” al stalinismo puro y simple, del humanismo a
la represión, de la paz a la guerra, del estado de derecho
a la violencia y la dictadura, de la pluralidad a la
intolerancia, de la alternabilidad a la presidencia
vitalicia, de la república a la monarquía.
Es lo que hemos visto de manera ejemplar en la revolución
iniciada por Chávez y sus adláteres desde febrero del 99,
que comenzó cubriéndose de todos los disfraces para
hacerla digerible a la opinión nacional e internacional
que no creía posible el regreso del socialismo real y,
antes de aceptar sus propuestas, exigía garantías
constitucionales para el respeto a las libertades, la
pluralidad, la legalidad y los derechos humanos.
Puede decirse que la Constitución del 99, la también
llamada “Constitución Bolivariana”, expresó el pacto entre
el hombre de fuerza y la sociedad civil y democrática,
que, no obstante el abismo que los separaba, aprobaron una
Carta Magna que, si bien era la más presidencialista y
militarista de la historia republicana, ofrecía garantías
ciertas y amplias al ejercicio de las libertades
individuales y los derechos humanos.
Contrato que acaba de llegar a su término con la decisión
de Chávez de aprobar una nueva constitución al margen de
las disposiciones de la anterior que obligan a convocar
una constituyente si se quiere redactar otro texto y cuyo
espíritu y letra barren con las libertades democráticas,
preparan las bases para implementar gigantescas
violaciones de los derechos humanos y colocan a la
sociedad civil ante la evidencia de que el llamado
“socialismo del siglo XXI” ha derivado en un “estado
forajido del siglo XX”.
O sea, en una dictadura militar rupestre, cuartelaria y
orwelliana, apenas barnizada con una pretensión
igualitaria y salvacionista que hizo escuela en
Latinoamérica desde Perón, como vía de granjearle apoyo
popular a un populismo que puede estirarse o encogerse,
según las circunstancias.
Y frente a la cual, ya es imposible crearse argucias, vías
de escape, puesto que lo que procede es la denuncia más
categórica, contundente y capital posible en lo interno y
lo externo, advirtiendo a la comunidad internacional de
que simplemente la revolución chavista perdió todas sus
hojas de parra y debe empezar a ser llamada, denunciada y
tratada como lo que es: un estado forajido.
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Artículo
publicado en el vespertino
El Mundo. |